Al final del periférico

Guillermo Fadanelli

Fragmento

Al final del periférico

Capítulo 1

Y todavía me pregunto: ¿por qué me encaminaba yo con una pistola en mano rumbo a los campos que formaban la liga de beisbol Mexica, a un costado del Canal de Cuemanco? Me gustaría obtener de la memoria alguna clase de sentimiento preciso, una imagen que no sea neblina y polvo, o nubes desbaratadas. No obstante la confusión, el tiempo que ha pasado desde entonces no ha trastornado ni convertido aquellos hechos en una historia descabellada: estoy seguro de que no me estoy contando a mí mismo una mentira y que los hechos que referiré tuvieron realidad, lo cual tampoco me enorgullece o me conforta.

Una pistola en manos de un adolescente no parece tener otro destino que la muerte trágica e insulsa de algún otro ser desafortunado: las armas no las carga el diablo, como suele decirse, sino los niños. Los niños se empujan entre sí, en cualquier edad, quieren hacerse espacio, jugar a ser los más fuertes, arrebatarle la comida a los vecinos y levantar la barbilla en franco alarde de su victoria. Sean boxeadores o matemáticos, los niños gustan de las demostraciones: se matan entre sí con tal de demostrar una teoría, un cuento, lo que sea.

Pero en aquella ocasión no ocurrió ningún suceso extraordinario o fatal. La vida rancia continuó y el olor a bostas que emanaba de la verdura ardiente de la tarde en que tuvieron lugar los acontecimientos, aquí narrados, continúa aún paralizada en mi mente. Todavía, transcurridos cuarenta años desde que estos episodios tuvieron lugar, viene a mí el color de la arcilla escarlata que comenzaba a poblar el piso en cuanto te adentrabas en los campos de juego, y también el olor a agua podrida que el aire iba esparciendo a lo largo de los canales o desagües secundarios que circundaban el Canal de Cuemanco, el cual fungía como pista olímpica de remo y canotaje. Mierda y agua podrida. Arcilla y yerba candente.

¿Todo ello sucedió tal como lo recuerdo desde el presente? ¿Mi descripción es tan honesta y seria que no deja hendiduras para que se cuelen las dudas? Sí, tuvo que ser tal como lo escribo hoy, cuarenta años después, porque de lo contrario habré vivido sumido bajo un mito que ahora, necio, intento hacer resurgir y poner en marcha. Me asemejo al perro que ha sido alcanzado por un rayo eléctrico en la médula de su escueta y penumbrosa memoria y que comienza a escarbar en la tierra esperando encontrar el hueso imaginario. Sin la existencia de huesos imaginarios los perros no podríamos comportarnos como humanos ni tampoco pasar inadvertidos: hurgar en la memoria es asunto de perros y de huesos. Es posible que el hueso no exista, mas el perro hunde las garras en la tierra y conforme escarba él mismo va hundiéndose también: es una caricatura, ¿qué otra cosa? Al final de la vida —y considero que se debe valorar el momento en que se vive como si fuera en sí ya un final—, me he convertido en una especie de escritor oculto que trabaja creando historias sencillas y llamativas, capaces de ser ilustradas, en un empleado que publica libros a petición de sus editores con el propósito de cubrir sus frugales gastos cotidianos, y que al mismo tiempo no deja en paz su memoria canina a la que no le permiten quedarse quieta o apabullada como, por ejemplo, sí lo está el semáforo de la esquina.

El semáforo de la esquina es tan fiel a sus raíces y a sus funciones; es un monumento de colores que parece servir de punto de referencia a los ciegos. Los ciegos no deben tocar el semáforo: sólo deben VERLO. Pero yo escarbo y escarbo como el perro de historieta que soy y que también seré en la inevitable otra vida. Tengo un billete de primera clase hacia esa otra vida y este billete representa el mayor lujo que alguien, o al menos yo, podría darse.

Atravesé los cuatro carriles del periférico que, en ese entonces, mediados de los años setenta, culminaba en una glorieta próxima al Canal de Cuemanco, como se conocía entonces a las instalaciones de la Pista Olímpica de Remo y Canotaje Virgilio Uribe. Un sin retorno: la glorieta a cien metros de donde yo, encolerizado y brillando a causa de la rabia, me enfilaba a pie rumbo a los campos de beisbol con el único propósito de dispararle a mi amigo Gerardo Balderas. Me disponía a matarlo porque el boca floja y eructo parlanchín, Alejandro Garrido, había insinuado que Gerardo mantenía secuestrada a mi hermana y la conservaba oculta en la recámara o en algún otro cuarto de su casa. Un hecho que, además, resultaba absurdo desde el ángulo en el que se le mirara, un disparate. Garrido se ufanaba de ser el amigo más leal de Gerardo Balderas. Sí, pero a pesar de esta amistad, no se perdería la oportunidad de oler la sangre y disfrutar la bestialidad de las acciones desatadas por su lengua ligera. De esa lengua brotaban toda clase de malabares carentes de juicio, frases entrecortadas y titubeantes que, sin embargo, daban absolutamente en el blanco. Parece ser que, desde el principio de la ya casi extinta humanidad, sólo el sin sentido acierta en la diana.

Mi hermana no se aparecía en casa desde la una de la tarde, hora en que debía volver de su escuela, el Instituto Inglés Mexicano. Y mi madre, avocada al escándalo y a la sospecha inusitada y cruel, no cesaba de preguntar por el paradero de su única hija, la menor, la flaca y sonriente, y elástica niña que siempre deseó parir. Avanzaba yo hacia la liga Mexica, haciendo gala de lentitud dramática sobre el pavimento bruñido y caliente, aferrado a mi objetivo. Ignorando el paso de los escasos automóviles que a veces se asomaban allí, hasta aquella frontera tan real y concreta como imaginaria: el final del periférico en la Ciudad de México. ¿Por qué el final y no el principio? Porque allí existía un límite y un retorno donde todo comenzaba otra vez. Y el camino de regreso se alargaba y se transformaba de pronto en la carretera Panamericana, a través de la que podías llegar, si deseabas, hasta la propia Alaska.

Llevaba el arma atorada en la cintura del pantalón, como un vaquero pendenciero e inexperto movido por la conciencia de un deshonor inventado, como el adolescente desgarbado y bruto que era yo entonces: otro niño con pistola en mano, uno más, un engendro baladrón e imbécil, escoria de cualquier imaginación. Crucé el periférico enfilándome hacia la liga de beisbol Mexica. A mis espaldas se afincaban las casas de uno y dos pisos que formaban lo que se daba en llamarse, entre pomposa y matemáticamente, un conjunto residencial: Villa Cuemanco, setenta casas más o menos, y en todas ellas un jardín y una cochera en la que cabían uno o dos automóviles. Recién estrenadas, las casas eran promovidas por la inmobiliaria Rinconada Coapa como de estilos variados, aunque más bien eran de estilos sobajados y convertidos en mera apariencia “provenzal”, “colonial” o “americano”, cuya única diferencia entre los tres consistía, y nada más, en añadir algunos cuantos ornamentos a la fachada, en clavar tejas de cerámica al estilo provenzal, en levantar balaustradas falsas a las moradas coloniales, o en soldar cancelería dorada si el estilo se anunciaba con el membrete de “americano”. En resumidas cuentas, todas estas casas o residencias podían

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