Infancia e invención

Carmen Boullosa

Fragmento

Título

I

¿En qué estábamos antes de llegar? ¿No te lo dijeron? Quién pudo decírtelo, si no tuviste a nadie para preguntarlo. Y tú, ¿lo recuerdas? ¿Cómo podrías recordarlo? Sobre todo porque no estás aquí… ¿Y si insisto? Vamos, si insisto puede ser que aparezcas.

¿Cómo querría yo que fueras? ¡Querría que fueras lo que fueras! Bastaría un poco de sustancia cálida, un poco de masa ni siquiera ardiente para tocar, para rozar… con rozar de vez en cuando en esta soledad me bastaría, rozar un poco, acariciar sin lastimar ni arañar, ni quedarme nada nada nada en las manos… nada… ni una huella…

Pero no hay nadie aquí conmigo. Nadie, aparte del miedo, del temor, del terror… ¿Miedo a quién? ¡No puedo tenerme miedo! Me he demostrado de mil maneras que soy inofensiva, como un pato a la orilla del lago esperando que los niños me avienten un trozo de comida o que dejen algo en el papel que abandonarán descuidadamente… Pero sienten asco de mí, asco, asco, les ensucié su “día de campo”, su desayuno a la orilla del lago les ensucié, les volví un lodazal el muelle de su desayuno… niños, yo soy como ustedes, déjenme algo, alguno espéreme y quédese conmigo, un segundo siquiera, ¡niños!…

Se van. Su papá va a llevarlos ahora directamente a la escuela. No se les notaba en la cara la desmañanada para venir a desayunar aquí…

Sería conveniente empezar por el principio. Cierto, yo era como esos niños, yo era esos niños y aquí estoy, divorciada de su mundo para siempre. ¡Niños! ¡Yo era lo que ustedes son!

Me debo proponer vencer el miedo para empezar a contar mi historia.

Nací en la Ciudad de México en 1954. Recuerdo con precisión el día de mi nacimiento. Claro, el miedo. La comprendo y no se lo reprocho, tal vez si yo llegara a estar en su situación (ni lo imagino, sería demasiada fortuna) yo también sentiría miedo.

El miedo era por la abuela, no por mí. A mí, ¿qué? Todavía ni me veía… yo era tan indefensa… Más indefensa que cualquier niño de mi edad, que cualquier otro recién nacido.

Vuelvo al miedo, a la miedo: la jovencita, bañada en sudor, despeinada, con el cuerpo sometido a la violencia del parto, despojada de todos los signos de coquetería, era inocultablemente hermosa. Ese día estaba más pálida que de costumbre y cuando la vi por primera vez tenía en todos sus rasgos reflejado el miedo que no imaginé brincaría a mí para nunca dejarme.

Se llamaba con un nombre totalmente distinto al mío. Un nombre más sonoro, un nombre que yo le pondría a un hijo si lo tuviera. Se llamaba Esther.

Aunque la vi desde siempre con tanta precisión, la quise mucho, como si fuera mi madre.

¿Cuánto tiempo tardé en darme cuenta de que ella no era mi mamá? Siempre lo supe, pero hasta el día en el que ellos llegaron por mí, todo funcionó como si ella lo fuera.

En cambio no lo recuerdo a él esa noche. ¿Dónde andaría? Diré que trabajando para no ofenderlo, pero en cuanto vi la palidez de ella y la extraña miseria que la rodeaba entre las sábanas y las manos impías (quiero decir sin cariño ni piedad) que la rodeaban, lo supe todo. ¿De qué le servía su arrogante belleza si no era para ser amada por el hombre que ella quería? Tal vez era demasiado hermosa como para ser querida por nadie. No lo sé.

En el momento en que nací, mi abuela dejó de hablar allá afuera. Paró de quejarse. Tomó un respiro y no sé qué la arrulló. ¿Yo? Se quedó dormida de inmediato. La que debiera ser mi mamá, en cambio, no se durmió; me miró con una mirada que me recorrió el cuerpo poniéndome en todas las partes que lo componían su nombre respectivo, volteándome huesos y piel con un sentimiento similar a la ternura, como no me volvió a ver nunca nadie.

Mi abuela me miró con desilusión porque yo no era varón como ella hubiera querido. Mi papá… él no me miró ni ese día ni los siguientes, hasta que perdí la cuenta. Entonces, cuando dejé de notar que no me miraba, lo hizo y jugó conmigo. Era estupendo compañero de juegos.

Ellas no sabían jugar. De niña, al dormirme, me inventaba recuerdos. Recordaba (jugaba a recordar) que alguna de las dos Estheres había jugado conmigo: al té, a la casita, a las muñecas, a cualquier cosa. Eso me decía para arrullarme mientras ellas ponían en mí sus manos exageradamente blandas y me cantaban canciones desentonadas. Las quería mucho, tanto que no sólo me arrullaba con ellas sino que en las mañanas, al despertar, mi primer pensamiento era para ellas dos, y al salir de la escuela también era para ellas dos. Casi toda mi infancia.

Afuera a veces escucho a las que vienen persiguiendo y aún no les dan caza. ¿O serán las mismas? Aúllan, tienen horror de los que las persiguen. Corren, vuelan, son capaces de cualquier cosa para salvarse. Han de ser otras cada noche, seguramente, seguramente porque ninguna podría escapar, es imposible escapar, que nadie intente engañarse. Alguna noche se lo grité a la desesperada en turno, pero no oyó. Prefiero no gritar más, no tiene sentido y me hace mal. Estoy mal. Tengo tanto miedo. Tengo tanto miedo y no hallo cómo gritar mamá. Es un grito que no puedo emitir, porque esa palabra no la tengo.

Otras palabras sí, sí que las tengo. Tengo árboles. Tengo casa, tengo claramente la palabra miedo y tengo sobre todo la palabra patosenelparque porque de ella les quiero hablar hoy.

¿A quiénes, a quiénes les puedo hablar? Me inventaré por esta noche que sí puedo conseguir interlocutores desde mi oscuridad. Patosenelparque, con papá… él nos llevaba. El desayuno se preparaba en casa. Luego, tomaba el camino a la escuela, como siempre, hablando de lo de siempre, de un juego que él creía inofensivo pero que para mí era un juego de asalto y de dolor. “Yo no soy su papá… yo soy un señor que se las va a robar, un robachicos… un ladrón… me las voy a llevar para pedir dinero a cambio de ustedes… Si no me pagan las haré chicharrón…”. Ahí les ganaba la risa, a él y a mis hermanas. Se reían a chorros, a carcajadas y con gusto, mientras yo pensaba: ¿chicharrón? ¿Dinero? ¿De qué demonios —pensaba—, de qué demonios estaremos hechas?

Íbamos al lago de Chapultepec. Nos desayunábamos sin apetito, picoteando aquí y allá, como patos, lo que nos hubieran puesto en la canasta, y nos llenábamos los zapatos de lodo, los choclos bicolores (blancos y azul marino) que llevábamos a la escuela.

Oía en las noches los pasos que entonces me asustaban pero creía inofensivos y si de noche no me permitían dormir, de día creía percibir en ellos un dulce arrullo, y tenía sueño en clase de español y sueño en matemáticas, en inglés, en gimnasia, en todas las materias… Era un sueño dulce, un sueño que nunca me hizo mal, un sueño a tientas, temeroso de mí. Ahora me ha ganado por completo y sé que nunca podría despertar.

Papá nos llevaba a la escuela por distintos caminos. Nunca comprendía (de todos modos) cómo demonios se llegaba a la escuela. Las calles

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