El jardín del honor

Maruan Soto Antaki

Fragmento

I. ¿Cómo te presentas ante un desconocido para decirle algo que tú sabes y él ignora por completo?

Para conseguir la atención de alguien, lo primero es asegurar que tus palabras puedan tenerle el mínimo significado.

Sé que le interesa, aunque ni siquiera adivine las posibilidades de mi presencia.

Vamos, Simón, le dirás la verdad. Una tan cierta como tu nombre, llena de mentiras, una mentira honesta. Su nombre estará en juego y el nuevo siglo ha hecho que, como en las novelas del XIX, hoy sólo importe la reputación para diferenciarse del resto de la gente.

Las novelas que leíste con Micaela. Que te leyó ella.

¿Te llamarás así: Simón? Claro. Si él te conoce de esa manera no puedes dirigirte a ti mismo de otra forma.

Es cierto, la verdad sólo es una virtud mientras todos la crean, en cuanto se supone falsa, vale más conocer una mentira que el importe de aquello que todos consideran cierto.

¿Toco la puerta de su despacho con la intención de transformarlo en locutorio? Dos golpes y giro el picaporte, empujón corto. Un “hola, mucho gusto”, parece insuficiente. Casi insultante a la hora de confesiones que no caben en capillas.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntará amablemente. El director del museo me observará de pies a cabeza y me hará pasar por simple cortesía. Fruncirá el ceño en reproche a la secretaria cuya ausencia me despejó el camino. Lleva más años trabajando con él que la suma de los dedos de sus manos. El hombre le da regalos en cada cumpleaños, pide de más en los restaurantes cuando sabe que ella se quedará trabajando a deshoras y en el peor de los casos, le trae las sobras que dejó al sentirse satisfecho, pero al menos, pide que las acomoden para dar la impresión de ser platillos nuevos. Pues convive más con ella que con cualquier otra persona, por eso su enojo será inerte. Mirará por los bordes del marco de la puerta y encima de mi hombro. La mujer aún no habrá aparecido. Pasa demasiado tiempo a escondidas en el baño o fumando en el delimitado de la acera, la única área cerca del edificio que le han dejado al humo. Ahí las chimeneas aspiran y tiran bocanadas, bajo la mirada de desprecio de quienes las rodean al compactar las colillas en un tubo de orificios diminutos, asegurando que con sus arranques inquisitorios no las arrojen en el suelo.

Cruzaré la puerta con la mano abierta en un saludo que responderá severo. No tendrá la intención de escucharme por mucho tiempo, apenas lo que las formalidades obligan y contienen la ofensa de una intromisión no esperada. Debo ser rápido y soltar una frase que le quite las ganas de sacarme, invitándome a no sé dónde con la palma de su mano extendida, señalando sin quererlo las huellas de mis pasos en los pisos tan pulidos que no aguantan las suelas de caucho. Marcas donde lo que molesta es el tiempo y no las pisadas. Aquí todos traen suelas de cuero. En realidad, el mármol no se ve tan mal como uno hubiera esperado. Hicieron buen trabajo con la remodelación del palacio que transformó el museo de la antigua casa virreinal en gigantesca galería. Las exhibiciones llegan, se quedan dos meses y se van. Casi ninguna pieza es permanente.

Los claroscuros disimulan donde la electrónica no se debería llevar con los muros de piedra, tampoco con los nichos destinados para figuras de santos y políticos de otros tiempos. La alarma y sus sensores de movimiento, siempre prendidos y abarcando todo espectro en el espacio. ¿Habrá puntos ciegos?

Las cajas de los conmutadores y sus focos intermitentes. Rojo, verde, rojo, verde, verde. Cuando todas las líneas están desocupadas brilla un azul celeste. Casi nunca sucede. El aire acondicionado, especialmente ajustado para que la humedad no afecte ni desprenda los zoclos y pechos palomo que disimulan las tuberías. Las cámaras esféricas giran discretas: un lente con alcance de trescientos sesenta grados. La falla. Nunca son capaces de observar toda el área sin deformar la imagen a lo indescifrable. Para evitar la aberración de la óptica y el descontento de un cliente que no entiende un pío de esos temas, la mayoría de los técnicos ajustan la apertura de un doce a un dieciocho milímetros que no logra ver lo suficiente.

La pintura color de óxido va bien, posiblemente selección del mismo Cortés en la Colonia, tomada a causa de la ausencia de tonalidades más amplias y a un excedente de pigmentos primitivos hechos con conchas, arenas e insectos; perpetuada por la iconografía y los planos intocables que terminaron por dictar los cánones de buen gusto para edificios de la época.

Una sola frase, recuerda, Simón. Eso es suficiente y más seguro.

Si eres hábil, en medio de una sorpresa escéptica, amarga o curiosa, pero no exagerada, querrá conocer los detalles que he guardado en secreto por tantos años.

Tal vez, para él, si yo fuera hombre de corbata y saco sería más sencillo entablar un diálogo. Soy incapaz de disfrazarme para esto. Las mentiras cansan al mentiroso y a veces es necesario un instante de verdad. De eso se trata todo.

Seguro va a reaccionar mal, en esta ciudad no saben recibir noticias bruscas. Las susceptibilidades siempre llegan a extremos que se quiebran como esfera de cristal barato. Caería bien que me ofreciera un trago, café de máquina por lo menos. Cargado y negro, preguntará, si es que lo tiene a mano. Detesto que le digan negro, si de verdad es negro debe estar quemado, me explicó una vez un cubano. Había salido de la isla a los cinco años y a causa de la nostalgia de los padres, el acento perdido se le impregnó al crecer.

El café, Simón…

A duras penas tendrá una máquina de cápsulas; diseño moderno de un aparato clásico. Tonos vistosos, mucho cromado, partes móviles. De acción manual y no automática. Su colección de comprimidos será enorme, con colores metálicos que presumen nombres de ciudades de la estepa africana o costumbres perdidas del Amazonas y las montañas peruanas: Ténéré largo, intensidad siete, aromático con tonos de madera; aunque Ténéré sea un desierto. Curuai descafeinado, intensidad cinco. Entre todas, apenas unas cuantas llegan al nivel nueve, fuerte. Las exhibe en el contenedor más grande que encontró en la tienda. Un mueble de roble con tres niveles de planchas deslizables a manera de cajonera. Café con nombres que suenan bien cuando uno los ve de lejos, lee sus atributos y se enamora de un misticismo vacuo. Aromas frutales de la selva, ¿quién de los normales sabe a qué huelen por allá el tapereiba, el pijuayo o el caimito? Notas ácidas que recuerdan las llanuras de Ciudad del Cabo. Descripciones exhaustivas de lo incógnito. La ignorancia es buen negocio y éste se ufana de ser el museo del Banco Nacional.

Al final, lo más probable es que el tipo me termine por ofrecer lo que él bebe y en una de esas, servirme un mediocre americano, translúcido, adornado con leche en polvo y endulzado con un ligero sobre de fructosa. El infeliz se preocupa por su peso pero come como financiero, grandes filetes de reses japonesas masajeadas hasta la muerte.

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