Salón de belleza (Edición definitiva)

Mario Bellatin

Fragmento

Salón de belleza

Hace algunos años mi interés por los acuarios me llevó a decorar el salón de belleza con peces de distintos colores. Ahora que el salón se ha convertido en un Moridero, donde van a terminar sus días quienes no tienen dónde hacerlo, me cuesta mucho trabajo ver cómo poco a poco los peces van desapareciendo. Tal vez sea que el agua corriente está llegando demasiado cargada de cloro o que no tengo el tiempo suficiente para darles los cuidados que se merecen. Comencé criando guppys reales. Los de la tienda me aseguraron que se trataba de los peces más resistentes y, por eso mismo, los de más fácil crianza. En otras palabras, los ideales para un principiante. Tienen además la particularidad de reproducirse rápidamente. Los guppys reales son vivíparos; no necesitan un motor de oxígeno para que los huevos se mantengan en la pecera sin que cambie el agua. La primera vez que puse en práctica mi afición no tuve demasiada suerte. Compré un acuario de medianas proporciones y metí dentro una hembra preñada, otra todavía virgen y un macho con una larga cola de colores. Al día siguiente el macho amaneció muerto, tirado boca arriba, entre las piedras multicolores con las que había recubierto la base. De inmediato busqué el guante de hule para el teñido de cabello y saqué al pez muerto. En los días posteriores nada importante ocurrió. Simplemente traté de encontrar la medida correcta para que los peces no sufrieran de empacho ni murieran de hambre. El control de la comida ayudaba además a mantener el agua cristalina todo el tiempo. Pero cuando la hembra preñada parió, se desató una persecución implacable. La otra hembra quería comerse a las crías. Sin embargo, los recién nacidos tenían tales reflejos que momentáneamente los salvaban de la muerte. Extrañamente la madre murió a los pocos días. Desde que parió se había quedado estática en el fondo del acuario sin que la hinchazón del vientre disminuyera en ningún momento. Nuevamente tuve que ponerme el guante de los tintes para sacar a la madre muerta y arrojarla después por el excusado que hay detrás del galpón donde duermo. Mis compañeros de trabajo nunca estuvieron de acuerdo con mi afición. Afirmaban que los peces traían mala suerte. No les hice caso y con el tiempo fui adquiriendo nuevos acuarios así como los implementos necesarios para tener todo en regla. Conseguí pequeños motores para el oxígeno que simulaban cofres de tesoro olvidados en el fondo del mar. Hallé también motorcitos en forma de hombres-rana, de cuyos tanques salían sin parar las burbujas. Cuando al fin logré cierto dominio con otros guppys reales que fui comprando, me aventuré con peces de crianza más difícil. Me llamaban la atención las carpas doradas. Creo que fue en la misma tienda donde me enteré de que en ciertas culturas la simple contemplación de las carpas era un pasatiempo. Empecé a dedicar muchas horas seguidas a extasiarme con los reflejos que emitían las escamas y las colas. Alguien me confirmó después que ese tipo de actividad era una diversión extranjera.

Pero lo que sí no me parece ningún tipo de diversión es la cantidad cada vez mayor de personas que vienen a morir al salón de belleza. Ya no son solamente conocidos en cuyos cuerpos el mal está avanzado, sino que la mayoría son extraños que no tienen a dónde acudir. Aparte de este lugar, su única alternativa sería perecer en la calle. Ahora que este salón se ha convertido en un Moridero, sólo quedan los acuarios vacíos. Todos menos uno, en cuyo interior trato a toda costa de mantener algo de vida. Las demás peceras las utilizo para guardar los efectos personales que traen los parientes de quienes están hospedados aquí. Para evitar confusiones coloco una cinta adhesiva con el nombre del enfermo y allí guardo el dinero, la ropa y las golosinas que, de vez en cuando, permito que les traigan. Todo lo demás está prohibido.

Es curioso ver cómo los peces pueden influir en el ánimo de las personas. Recuerdo que cuando me aficioné a las carpas doradas, aparte del sosiego que me producía su contemplación, siempre buscaba algo dorado con qué adornar los vestidos que me ponía en las noches. Ya fuera una cinta, los guantes o las mallas que usaba en esas oportunidades. Pensaba que llevar puesto algo de ese color podía traerme suerte. Tal vez hasta salvarme de un encuentro con las bandas que rondaban por las zonas centrales de la ciudad. Muchos no sobrevivían a sus ataques, pero creo que si después alguno salía con vida, era peor. En los hospitales los trataban con desprecio. Muchas veces no querían recibirlos. Fue entonces cuando me nació cierta compasión y comencé a recoger a alguna que otra víctima. Tal vez de esa manera se fue formando este Moridero que tengo la desgracia de regentar.

Pero regresando a los peces, en cierto momento también me cansé de tener exclusivamente guppys y carpas doradas. Creo que se trata de una deformación de mi personalidad: me aburro pronto de las cosas que me atraen. Lo peor es que después no sé qué hacer con ellas. Al principio fueron los guppys que, en determinado momento, me parecieron demasiado insignificantes para los majestuosos acuarios que tenía en mente formar. Sin ninguna clase de remordimiento dejé gradualmente de alimentarlos. Tenía la esperanza de que se fueran comiendo unos a otros. Los que quedaron vivos los arrojé al excusado, de la misma forma como lo hice con aquella madre muerta. Así fue como tuve los acuarios libres para recibir peces de crianza más difícil. Los goldfish fueron los primeros en los que pensé. Sin embargo recordé que eran demasiado lerdos, casi estúpidos. Yo quería algo colorido pero que también tuviera vida, para así pasar los momentos en los que no había clientas observando cómo los peces se perseguían unos a otros, o se escondían entre las plantas acuáticas que había sembrado en las piedras del fondo.

Mi trabajo en el salón de belleza lo llevaba a cabo de lunes a sábado. Pero algunos sábados en la tarde, cuando estaba muy cansado, dejaba el negocio y me iba a unos baños de vapor para relajarme. El local de mi preferencia era atendido por una familia de japoneses. Era un lugar exclusivo para personas de sexo masculino. El dueño, un hombre maduro de baja estatura, tenía dos hijas que hacían las veces de recepcionistas. En el vestíbulo se había tratado de respetar el estilo oriental del letrero de la puerta. Había un mostrador decorado con peces multicolores y dragones rojos tallados en altorrelieve. Invariablemente se podía encontrar a las dos jóvenes armando grandes rompecabezas. Cuando llegaba alguien, dejaban el entretenimiento y se esmeraban en la atención. El primer paso era la entrega de unas pequeñas bolsas de plástico transparente, para que el visitante introdujera en ellas sus objetos de valor. Las jóvenes proporcionaban luego un disco con un número, que cada quien se debía colgar de la muñeca. Las japonesas guardaban la bolsa en un casillero determinado y después invitaban al visitante a pasar a una sala posterior. Allí la decoración cambiaba totalmente. El lugar tenía el aspecto de los baños del Estadio Nacional que con

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