Nunca fui primera dama

Wendy Guerra

Fragmento

Título

Les habla la hija de todos, reportando desde el país de nadie.

Soy Nadia Guerra y, por primera vez, a micrófono abierto, voy a decirles lo que pienso, lo que he sentido cada mañana de mi vida en estos años mientras saludaba la bandera y entonaba el Himno Nacional, lo que no me había atrevido a decir hasta este minuto. Escuchen lo que les cuento ahora desde mi programa de radio, al aire, amparada en la media luz de esta cabina hermética.

Pertenezco a una zona de intimidad que me hace humana y no divina. Soy una artista y no una heroína contemporánea, odio esa desproporción, no quiero que esperen de mí lo que no soy. No debo más a los mártires que a mis padres, que a mi resistencia, que a mi propia historia personal anclada aquí en mi simple vida cubana.

No puedo seguir intentando ser como el Che, heredar la pureza de Camilo, poseer la valentía de Maceo, el arrojo de Agramonte, el coraje de Mariana Grajales, el espíritu aún errante y creativo de Martí, el estoico silencio de Celia Sánchez; mi proeza es sencilla: sobrevivir en esta isla, evitar el suicidio, aguantar la culpa de mis deudas, la casualidad de estar viva y desentenderme definitivamente de esos tenaces nombres de guerra y de paz.

No quiero ser la mártir de los mártires, de sus epopeyas y su gran épica. Ante las estatuas de los héroes, he pensado que la mía debería ser una muerte sencilla, minuciosa, cuidada, discreta.

Mis verdaderos héroes son mis padres, víctimas de una supervivencia doméstica, callada, dilatada, dolorosa. Desintegrados en una secta de adoraciones y desencantos, ellos perdieron la razón.

Derribados como el muro, al mirar del otro lado, quedaba el mar como único patrimonio; la bahía oscura y estrellada o el luminoso Caribe de todos los días. Y nada de eso les pudo salvar. Postergaron los proyectos personales para integrar el proyecto colectivo.

Los líderes en primer plano y mis padres fuera de foco, en profundidad de campo, lejos, muy lejos del protagonista. Ellos han sido entrañables extras, dobles de la gran obra, divino guión y complicada puesta en escena.

Hubo días en que me sentí huérfana o, lo diré de modo más conciliador: Hija de la Patria. Veía a mis padres durante pequeñas pausas. No era algo particular, varios amigos se hallaban en la misma situación.

—¿Dónde está tu papá? —te preguntaban.

Y tú debías responder:

—En un lugar de Cuba.

Cuántas tardes lluviosas vi a los abuelos de quienes tenían una familia más o menos normal, pegados como estacas a la puerta de la escuela, con capas y paraguas, esperando tranquilamente. Abuelos y abuelas a los que hoy, yo misma, haría un monumento.

Recuerdo a mis padres tragar en seco palabras y nombres prohibidos, y seguir sonriendo para la foto en blanco y negro. Ellos tal vez quisieron inmolarse en la bandera gigante de sus mentiras, banderas en blanco y negro pero banderas al fin.

Cumplido el tiempo de vencer, cayeron en la emboscada de sus enemigos invisibles.

Mis padres no hicieron la guerra para el triunfo porque eran muy jóvenes, pero tampoco llegaron a tiempo para las libertades de esta idealidad. Apenados por no haber hecho la Revolución, la sostenían. Cargaban la sociedad como quien soporta una viga sobre el cuerpo; pero casi siempre felices de ser parte, de ser una voz dentro del gran coro, también resistieron. Al centro mismo de esa generación atrapada, se aislaron, no encontraron salida.

Pero, bueno, queridos oyentes, escuchemos un poco de música, mientras ponemos pausa a todo esto que deseo confesar hoy. Escuchemos a Carlos Varela, quien interpreta su canción «Foto de familia».

Detrás de toda la nostalgia,

de la mentira y la traición,

detrás de toda la distancia,

detrás de la separación.

Detrás de todos los gobiernos,

de las fronteras y la religión

hay una foto de familia,

hay una foto de los dos.

Hablando de la familia y de los padres: el peso de los muertos célebres pudo más que el peso de los anónimos vivos. Así se fueron resignando a la idea de que a nosotros nos iría mejor, allá en el paraíso humanista, en la otra vida. ¿Cuántas veces no les escuchamos decir en una asamblea, en la sala de la casa o en medio de una cola enorme?: «A mí no, pero a mi hija sí le espera algo mejor.»

—Queridos: tengo noticias para ustedes: yo también espero algo mejor para mis hijos.

Este sonido pertenece al momento en que nuestros padres eran muy jóvenes, entonces Silvio Rodríguez y Pablo Milanés estaban haciendo su obra dentro del grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Escuchemos a esta hora la canción de la CJC, que dice… así:

Cuando a las once el sol parte al centro del horror,

cuando consignas y metas piden su paredón,

cuando de oscuro a oscuro conversan con la acción,

la palabra es de ustedes, me callo por pudor.

Es cierto: ninguna escuela lleva el nombre de mi madre, pero si estoy en pie es porque ella tuvo la vergüenza de escribir, de hablar a tiempo donde tenía que hacerlo, y luego, cuando no fue tomada en cuenta, supo llorar callada, encerrada en el armario, fumando a oscuras entre los abrigos apolillados para que no la viera dudar, para no mentirme dando una explicación más o menos cierta sobre aquellas realidades sin respuesta. Mis padres reconstruían un país dentro de otro país, sólo para mí.

Me llamaron Nadia, en honor a la esposa de Lenin. En ruso: Нaдeждa, mi nombre y yo significamos «la esperanza».

Papá y mamá deliraban reconstruyéndome un mundo inexistente, tal vez esperando reproducir un patrón, y que, conmigo, resultara exitoso el experimento. Maquillaban lo feo, multiplicaban lo poco para compartirlo, difuminaban lo horrible, cambiaban de tema para no caer en un refugio sin salida. Esa era mi pesadilla recurrente: quedar atrapada en uno de esos túneles populares subterráneos, un sitio que termina asfixiándote.

Yo crecí en el país de mis padres, cuando llegué ya estaban trazados sus límites infranqueables. Hoy no estoy segura de que todos vivamos en el mismo Territorio Libre de América por el que lucharon, ese país en sus cabezas era un maravilloso lugar. Nos mecemos en un ideal flotante, un no-lugar, utopía encajada al centro del Caribe.

Las manos de mi madre desenredaban situaciones imperdonables, errores repetidos, extravíos que ni en su cabeza esclarecía; se ahogaba en un sollozo de ira, caía avergonzada sobre el campo de batalla, cuando se sorprendía en sus mentiras. Le atormentaba no encontrar mejores argumentos, tosía intoxicada de nicotina y desencanto, mojando con lágrimas de sal sus manos vacías. Mi madre se fue corriendo, algo o alguien la acechaba. Lo que nosotros llamábamos el enemigo en ella era el recuerdo de sus demo

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