El viajero de los sueños

Juan Miguel Zunzunegui

Fragmento

El viajero de los sueños

Todo comenzó en el centro del mundo, que es donde en realidad transcurren todas las historias y donde tienen su origen todos los comienzos; en el gran Recinto Sagrado que ha estado desde siempre en el centro de Genesia, la llamada Isla de los Ancestros, ubicada en el centro de TerraVerum, ese mágico y conflictivo mundo situado en el centro del universo.

En el centro del universo se desarrolla una eterna guerra; un combate entre la luz y la oscuridad, como en todos los conflictos mitológicos. Una lucha entre dioses y demonios, probablemente como en todas las historias, que no son otra cosa más que un sueño, sueños dentro de sueños. Ésa es la historia que ocurre dentro de cada mente desde que comenzó el sueño del mundo.

Genesia era el hogar ancestral de todos los seres de TerraVerum, un lugar edénico y perfecto donde vivían todos en paz hasta que, según las leyendas incuestionables, ocurrió el conflicto original del que ya nadie tiene el menor recuerdo y que los lanzó a todos al exilio, a establecerse en los diversos rincones del mundo desde donde se libra la pugna eterna por recuperar su lugar de origen.

Todas las historias que transcurren en el centro del universo, que siempre tienen que ver con la eterna lucha entre la luz y la oscuridad, y que no son más que un sueño, tratan ­siempre sobre un exilio y el regreso al hogar. Es decir que todos los sueños son historias acerca de despertar, y despertar no es otra cosa más que dejar de experimentar historias, dejar a un lado el sueño y contemplar la realidad.

Así pues, todo comenzó en la mítica Isla de los Ancestros, donde según las leyendas más antiguas viven los Pritis, los po­­blado­res originarios de Genesia y antepasados de los actuales seres de TerraVerum; los Theras, los ancianos que recuerdan la información de todos los tiempos, y Amavaru, la diosa que simboliza la unicidad original que existía antes de que se fragmentara la existencia a causa del poder casi absoluto de Shan­kara, el creador del mundo.

El Recinto Sagrado era una fortaleza circular imponente e inexpugnable, formada por los más altos y espesos muros de piedra que jamás hubiesen sido construidos. Muros que al parecer no defendían absolutamente nada, pues trazaban un gran círculo de 144 metros de diámetro en cuyo interior no había más que arena del desierto, un gran espacio al aire libre. Al centro, un círculo de doce metros de diámetro formado por impresionantes columnas que no sostenían nada. Al centro de la circunferencia de columnas había sólo un disco de piedra en el suelo arenisco, en el cual estaban grabados una serie de símbolos circulares cuyo significado ya nadie recordaba.

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Tres costas tenía Genesia y cada una de ellas estaba ocupada por un ejército. En el noroeste estaban apostados diez batallones de La República, la unión de todos los pueblos humanos de TerraVerum, cien mil hombres vestidos completamente de negro y firmes como estatuas. El suroeste parecía una tormenta del desierto, pues ahí hacían guardia mil guerreros de los diversos clanes sikata, los misteriosos hombres de arena, cuyos torsos parecían simplemente surgir de un torbellino de arena y viento. La costa oriental estaba vigilada por una hilera de cien gigantescos colosos mudos; los rurykidas, los impresionantes gigantes de tierra roja.

Ningún regimiento se movía. Cada uno cuidaba de su playa como de la posesión más preciada, todos estoicos, con la mirada fija en el océano, siempre listos para la defensa de lo que consideran suyo por derecho; es decir, listos para el ­ataque. Ninguna tropa daba un solo paso más hacia adentro pues eso violaría el frágil acuerdo de eso a lo que llamaban paz. El Recinto Sagrado vivía ajeno al conflicto siempre latente, pues como en todas las historias y en todas las mentes, la tempestad se desata siempre en la superficie, mientras el centro es el vacío sagrado donde sólo puede existir la paz.

A lo lejos y en las alturas, lo que parecían ser dos estrellas fugaces viajaban impetuosas hacia el centro del universo. Dos cometas áureos y brillantes dejaban una refulgente cauda en el firmamento y comenzaron a girar uno alrededor del otro, provocando con ello un gran torbellino dorado de luz, viento y arena que tenía su vórtice precisamente sobre el círculo de columnas del Recinto.

Los imperturbables guerreros de todos los reinos no pudieron evitar romper su inquebrantable impavidez ante semejante espectáculo que sólo podía ser una manifestación de lo divino. Finalmente estaban en la Isla de los Ancestros, el punto de unión entre el cielo y la tierra, el sitio donde comenzó todo. Pero no podían moverse, fueran motivados por el miedo o la curiosidad. No podían alejarse pues dejarían su ­posición a otros, y ningún ejército podía internarse en Genesia, ni acercarse a Eternia, la ciudad sin tiempo, y menos aún pensar en profanar el Recinto Sagrado.

El estupor y la conmoción se apoderaron de todos cuando uno de los misteriosos y danzarines cometas comenzó a tomar forma. Era como un toro gigantesco y majestuoso que brillaba como el sol mientras viajaba por el cielo cabalgado por lo que parecía ser un hombre, un hombre gigantesco, vestido con túnica y turbante de color blanco, y que irradiaba la misma luz dorada y flamígera.

La otra estrella también tomó forma. Parecía un dragón ante los ojos de los neófitos, como seguramente eran todos los guerreros de la isla, pero quien mirara con atención y conociera algo sobre la vida más allá de las ilusiones, hubiese distinguido sin problemas que se trataba de algo mucho más impresionante, más solemne y más esperanzador. Era una serpiente del cielo, una mítica y legendaria Sarpakasia que, según todos los dictámenes del Magisterio y su Vicario, no existían. Todas habían desaparecido en la épica Guerra de los Dioses, miles de eras en el pasado.

Pero como la verdad nunca ha dependido de los dogmas, lo cierto es que se trataba de una Serpiente del Cielo. Gigantesca, formada por escamas de oro que reflejaban la luz en todas las direcciones, cubierta por las más finas plumas de un blanco incorruptible, y que atravesaba los cielos sin necesidad de alas.

El toro y su jinete aterrizaron en el centro del Recinto al mismo tiempo que la Serpiente del Cielo, se postraron primero en el suelo en señal de humildad, e inmediatamente se inclinaron respetuosamente el uno frente al otro.

Ahí estaba Zaratustra; una de las míticas Sarpakasias, formadas a partir de las dualidades del universo, con el medallón del árbol de la vida brillando en su pecho. Frente a él, Hiram, el magnífico dios constructor de templos, con una corona de acacias de oro depositada en sus sienes. Los dos esperaron en silencio hasta que el grabado en el disco de piedra comenzó a iluminarse y a emitir un brillo prácticamente imperceptible para los profanos.

Eso sólo podía significar una cosa..., ahí estaba él/ella, porque bajo ninguna circunstancia podía tener un género definido, la Sarpakasia de éter puro, sin dualidades, y que por lo tanto no habita en el mundo. Derivado de ello era evidente que no podían verle, pero su presenc

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