Las verdades infames

Damián Comas

Fragmento

Las verdades infames

—¿Has sentido la soledad absoluta?

—No lo sé. Únicamente me siento solo cuando estoy entre personas.

—¿Has sentido que dejas de ser parte de los hombres porque ya no te reconoces en ellos?

—No, y no creo que eso sea posible —responde Lothar con cierta arrogancia, pero interesado en la conversación que le plantea el joven caucásico que se reclina sobre la barra y quien, minutos antes, se presentó como Gabriel.

—Puede que sólo un indigente entienda mis preguntas. Tal vez todo lo que fui se parecía más a la vida de uno de ellos que a la de cualquier otro. Como un maldito animal errante.

—¿Y por qué crees que yo debería entenderte?

—Porque estás aquí. Sin compañía. Intercambiando palabras con un extraño y porque te dices escritor —Gabriel se termina el whiskey de un trago y su estado de ebriedad aumenta—. Alguna vez, un artista me dijo que únicamente existen dos clases de hombres: los que viven en busca del reconocimiento exterior y los que tienen que luchar día a día para aceptarse a sí mismos. ¿Tú de cuál eres? —Gabriel empuja el vaso hacia el frente de la barra para que el cantinero note que está vacío.

Antes de responder, Lothar comienza a buscar algo entre sus bolsillos.

—Es una batalla interminable y hay que tener muy claro por qué se hacen las cosas, y yo todavía no lo tengo. Ésta es la mejor prueba —Lothar encuentra en su americana la cajetilla de cigarros y se la muestra a Gabriel—: me fumo una al día.

—¿Otro más? —irrumpe el barman para preguntarle a Gabriel.

—Sí, otro. Tal vez yo era de los segundos, pero no lo sé.

—¿Y ahora te fías del alcohol? —lo cuestiona Lothar tras notar cómo apresura los tragos.

—No me fío de nadie; menos en esta ciudad. Uno sólo se daba cuenta de que era más viejo porque se volvía más desconfiado.

El empleado le entrega el cuarto whiskey y le recuerda que lleva tres.

—¿Y en qué se puede confiar si nada es nuestro? Ni siquiera los pensamientos. Todo ha influido —Lothar hace una pausa—. Dime, ¿de qué sirve hablar, Gabriel? ¿Expresar ideas? ¿Anécdotas? No son más que banalidades, egoísmos. Bien miradas las palabras son sinsentidos, datos que se van a olvidar una y otra vez. Como esta conversación.

—Puede que tengas razón…

—Tú no me has dicho a qué te dedicas.

—Estoy en una suerte de retiro, pero era instalador, artista plástico.

—¿Chocaste con tu zona de confort o te sucedió algo?

—Era mi zona —Gabriel le miente—. O en eso se convirtió el último año.

—No me extraña. Todos están en busca de ella, pero se paga un precio muy caro cuando la consigues. —Lothar señala con la mirada al pianista que ameniza esta ruinosa taberna—. Como él, ha tocado las mismas piezas de bossa nova en las dos ocasiones que he estado aquí, y tal vez morirá con toda su música adentro; la que nunca compuso porque encontró un sueldo suficiente para tener este repertorio noche tras noche.

—No todos son creativos.

—Entonces no todos deberían buscar el arte.

—No lo sé, Lothar. A los instaladores nos juzgan por lo mismo: pintores falsos, un arte de segunda. El rumbo que lleva el mundo genera tal saturación de imágenes que disminuye toda apreciación de las mismas…

—¿Y quién está de acuerdo con el rumbo que lleva el mundo? —lo interrumpe Lothar.

—Nadie con un poco de conciencia —Gabriel presenta su vaso—. Salud —Lothar responde el gesto con su cerveza y el joven apresura el trago y continúa su idea—. ¿Sabes? Me gustaría que, un día, toda la gente pensante del planeta iniciara un paro mundial; un acto simbólico para decir que ninguno de ellos está de acuerdo con este sistema. No me coloco en el papel de víctima, pero tampoco soy ingenuo: lejos de la avaricia y la ignorancia somos millones de personas los que no vivimos en favor de esta destrucción, del mercado de basura que nos inunda, de la miseria que existe para mantener una opulencia insana.

—¿Y por qué no lo organizas?

—Porque nunca quise ser uno más de los que invertía su vida en una mínima causa y, sin embargo, quedé como un artista que cuestionó desde el bluff de los museos. Uno más de los “activistas” sin resultados. Otra voz que extendió un mensaje, pero que se perdió en un instante.

—Eres joven, Gabriel, ¿por qué hablas en pasado?

El retirado instalador levanta las cejas y omite su respuesta mientras bebe más.

—La gente cree que cuando acepta sus imposibilidades crece, madura, se conforma. Convertirse en escéptico es también una suerte de conformismo, ¿no crees, Gabriel?

—Puede ser, o una manera de dejar de participar.

—O una manera de evitar el daño. Te doy un ejemplo: un bebé para caminar tiene que aceptar el dolor, y si vas directo a él desarrollas un estado superior desde el que no necesariamente sufres.

—¿Quién no sufre? He conocido a coleccionistas millonarios que son tan miserables como el hambre. ¡Hambre, Lothar! ¿Sabes cuánta hambre tiene la humanidad? Este mundo que sólo consume una tercera parte de todo lo que produce en alimentos. ¡Una tercera parte! Y el resto se va a la basura.

—Es un asco. Lo sé. Todo esto —Lothar dibuja un círculo en el aire— se produce a lo imbécil. Pero te sorprenderá saber que hoy mueren más por obesidad y diabetes que por hambre.

—No lo creo.

—Te lo juro; lo leí hace un par de semanas.

—Dime, ¿qué no hacemos a lo imbécil? Hasta nosotros, tú y yo, somos parte de esta producción masiva y absurda —Gabriel solicita el quinto trago.

Se abre un silencio entre ambos. Presencian el final de “La chica de Ipanema” al piano, hasta que Lothar entrelaza los dedos tras la barba que le brinda un aspecto de rabino y responde:

—Hace tiempo, escribí un cuento en el que Ringo Starr, como único autor vivo de su antigua agrupación, priva al mundo, a través de un contrato, de escuchar a Los Beatles durante cincuenta años, que crezcan dos generaciones sin ellos.

—¡Qué maravilla! Detesto a The Beatles.

—Pues justo esas dos generaciones los comienzan a escuchar a escondidas. Los convierten en el movimiento más underground del futuro. Al imponer su ausencia los desvirtúa a niveles gloriosos y cincuenta años después… Mejor no te cuento el final, pero somos tan complejos, contradictorios, que todo el tiempo funcionamos de manera opuesta.

A las seis de la tarde, Gabriel sale de la taberna y toma un taxi en dirección a una central de autobuses foráneos. Mientras observa la nata café que abruma el cielo, el exceso de automóviles, las masas humanas en movimiento, la contaminación visual de la publicidad, los interminables comercios, siente la pulsión de los motores a su alrededor, el ruido de la calle y los cláxones provenientes de cualquier dirección. Su pierna izquierda tirita sin detener la ansied

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