Sirenas

Lorena Amkie

Fragmento

Título

CAPÍTULO 1

“Ella jamás me robaría ni un centavo, ¿sabes?”, decía mamá al teléfono. Yo escuchaba desde mi posición estratégica habitual, fundiéndome con la pared junto a la puerta de su cuarto. “Ayer le dije que su hija ya no podía vivir aquí. Ni me lo discutió. Es lo mejor. Para las dos niñas, ¿sabes?”. Al sentir mi presencia con su sexto sentido, había dicho en inglés “dame un segundo, mi hija está aquí”, porque mis padres hablaban en inglés cuando querían que Samuel y yo no entendiéramos y olvidaban que ellos mismos nos tenían inscritos en lecciones dos veces por semana. “¿No te conté el asunto de la muñeca?”. Ahora mamá le contaría a su interlocutor no identificado lo de la muñeca y una persona más del mundo sabría la historia incorrecta. La versión adulta e incorrecta.

Luego se había levantado del sofá y se había ido a encerrar al baño, su eterno refugio. Pasé horas de mi infancia sentada en su vestidor, acostada en su vestidor con los pies contra la puerta, de pie en su vestidor, mirándome desde todos los ángulos en su espejo, el más grande de la casa, esperando a que saliera. Crecí pensando que el cuerpo se volvía ineficiente para las excreciones: ¿cómo explicar, si no, que lo que a mí me tomaba tres minutos a ella le tomara media hora, una hora? Otra opción era que yo estuviera haciendo algo mal y que la eternidad en el baño fuera signo de madurez: empecé a tardar más a propósito. Me aburría, así que me dio por cantar hasta que un día Samuel comenzó a golpear la puerta cada vez más furiosamente. “Estoy ocupada”, había dicho yo, como mamá. Y él: “Ma, ¡está cantando mientras caga!”. Me sentí tan humillada que comencé a usar el baño de visitas del piso de abajo, incapaz de alargar mis evacuaciones más allá de los tres minutos de siempre.

Cierto es que mis medidas del tiempo eran relativas por aquel entonces. Del tiempo y de la distancia. En ese vestidor, la Tierra giraba con una lentitud inconcebible, las vetas de la madera revivían, mostrándome rostros estirados y terroríficos y yo me volvía vieja frente al gran espejo. “Cinco minutos, niños. ¿No puedo tener cinco minutos para mí?”. Pensé entonces que si eso habían sido cinco minutos, yo no sabía nada de nada. Le pregunté a mi papá cuánto eran cinco minutos y dijo que era poquito. Poquito ¿como qué? ¿Como así: uno… dos… tres… cuatro… cinco? Estábamos en la gasolinera y le pregunté si cinco minutos era lo que tardábamos en llenar el tanque, pagar e irnos y dijo que sí, y en el vestidor yo visualizaba el proceso de cargar gasolina paso a paso para comprobar si mamá se tardaba, en efecto, cinco minutos o si me estaba mintiendo. Después mamá salía y me miraba de nuevo y el mundo volvía a su orden natural.

Esta vez me quedé donde estaba, sin atreverme a pegar la oreja en su puerta y escuchar, otra vez, la historia incorrecta de la muñeca. Corrí a mi cuarto y me encogí en la esquina, frente al espejo enmarcado en madera, para mirarme mientras lloraba. Sé que no fui la única niña que disfrutaba de ese peculiar placer: imaginar que su pequeña vida es, en el fondo, terriblemente dramática y que, además, se ve hermosa llorando. Digna de ser consolada. Lloraba mucho para, también, lograr que se me hincharan los ojos y así mamá, tras haberme ignorado, me preguntara si estaba bien y yo pudiera decirle que sí implicando que no, pero que ya era demasiado tarde. Ah, cómo la destruiría la culpa. Jamás sabría lo que yo había sufrido. Jamás. A veces ella salía del baño y me encontraba tendida en el sofá, inmóvil y con los ojos abiertos. Mira, mamá, tardaste tanto que estoy muerta. ¿Llorarás? ¿Sufrirás por mí?

Para mi pequeña vida, no obstante, el tema de la muñeca había desembocado en una verdadera tragedia. Ahora mi mejor amiga se iría a vivir a otra parte y no había nada que hacer. Lo más trágico de la tragedia era que había sido mi culpa, y esa certidumbre me ahogaba en un pantano de conceptos y emociones demasiado complejos para mis años. Venía la soledad, y aunque lo intenté, no hallé a nadie más a quien culpar. Quedaba sola, pues en esos días mi relación con Samuel era de amor-odio: yo lo amaba y él me odiaba. Yo ponía su cara en todos los héroes de los cuentos y para él yo era una criatura que nació chillando y seguía chillando y que lo había exiliado al colegio para robarle a mamá por las mañanas y exigirle atención a él por las tardes.

Cuatro años después yo fui exiliada también. Ir al jardín de niños era dar un paseo, que te atrape la tormenta y mojarte sin preocupaciones sabiendo que cerca, en el claro del bosque, espera una cabaña con la chimenea encendida, una tina humeante y chocolate caliente. Mamá esperaba en la puerta de la casa, siempre, a que llegara el camión, y yo la veía desde metros atrás y me colgaba la pequeña mochila vacía, preparándome para salir corriendo antes del frenado total, contra todas las recomendaciones del chofer. Siempre estaba sonriendo, con su cabello rizado cayéndole sobre un lado de la cara. Entre sus brazos sentía, cada tarde, que había sobrevivido a la guerra. Me pedía que le contara mis aventuras (“Hicimos torres”. “Dibujamos círculos”. “Comí sopa de pasta”) y todo sonaba extremadamente importante cuando ella lo escuchaba.

—Mami se tiene que ir a trabajar para ganar dinero porque naciste y ahora hay que comprar más comida —dijo Samuel un día.

Así que eso era: la razón por la que aquella tarde mamá no había estado ahí. En su lugar, me había recibido la señora que días atrás se había mudado a mi casa y ahora vivía en el cuartito feo junto al jardín. No se atrevió a abrazarme, aunque se le veían las ganas, y en los años posteriores me abrazaría mucho y yo la abrazaría de vuelta. Samuel se había equivocado en su narrativa (involuntariamente, seguro), (seguro no): mamá no se había tenido que ir a trabajar. Había querido irse a trabajar tras años de dedicarse de forma exclusiva a la indudablemente feliz labor de criarnos y ocuparse de la cabaña en el claro del bosque. Ahora delegaba la chimenea encendida y el chocolate caliente a la que luego llamaríamos mi “nana”, aunque la palabra para denominar su trabajo en nuestro país sea, tenga la edad que tenga la mujer en cuestión, “muchacha”. Teníamos una nueva muchacha que dormía en el cuartito aquel, estaba despierta antes que todos y era la última persona que yo veía antes de dormir.

—Mami estuvo conmigo hasta que cumplí seis, pero de ti se aburrió antes —dijo Samuel, y sin atreverme a odiarlo y tras llorar un rato frente al espejo, decidí odiar a mami, que se veía más guapa que nunca con su ropa de trabajo y a la que yo no le había bastado. La odiaba cuando no era su cara la que aparecía en el marco de mi puerta para despertarme, sonriente, por las mañanas, cuando me comía la deliciosa sémola que la muchacha preparaba, cuando la muchacha me hacía una trenza francesa que las niñas del colegio admiraban. La odiaba cuando llegaba a comer y me preguntaba de mi día y cuando me servía el agua de limón que había preparado la muchacha y que sabía diferente porq

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