Cuídame de ti

Mónica Salmón

Fragmento

Cuídame de ti

VIENTO EN LA TARDE

Veo las gotas deslizarse sobre el cristal, recargo la frente y siento una temperatura diferente al agua que cae sobre mi espalda. El vapor del baño me da ese calor que perdí en la cena, siento que voy recuperando mi pulso. Sigo con mi dedo índice el camino de algunas gotas, veo cómo se van abriendo paso, unas las pierdo de vista, otras se juntan y se hacen una sola. Cuando exceden su tamaño pierden su estabilidad y caen. Mis lágrimas se mezclan con ellas. No logro escuchar cómo cae el agua; mi mente sólo da vueltas a la cena tan absurda que tuve con Daniel. Una discusión tras otra sin ningún sentido, en uno de mis restaurantes favoritos de Nueva York. Corrimos con suerte para encontrar una mesa, pero fueron nuestros egos los que cenaron allí.

—¡Sofía! Qué terrible que una psicóloga de tu nivel tenga esos prejuicios sociales. Eres una psicóloga clasista. ¡Me decepcionas!

A sus palabras enfadadas las acompañaba el movimiento de su brazo derecho en señal de que daba por terminada la discusión. Elevó la voz, y mirándome a los ojos dijo:

—¡Sofía, por favor, resérvate esos comentarios porque a mí no me interesan nada!

Esa mirada no era precisamente la que yo buscaba, mi intención era tener una cena romántica con mi marido. Pero entre más conversábamos más lejos estábamos de un encuentro amoroso. Él buscaba qué ordenar para cenar con el ceño fruncido y yo veía cómo algunas parejas platicaban y otras se besaban. A media luz, en la pared, se reflejaba el baile de las velas. Antes de que el mesero interrumpiera imaginé a Daniel tomándome por el cuello con una mano para acercarme a él y besarme.

Chocamos las copas para brindar con sonrisas forzadas. Al sentir las notas ácidas del vino pude olvidar por completo el tema. Tomábamos un vino italiano Avignonesi de la Toscana. Estaba de más decirle que me gustaría conocer la Toscana. Me sentí juzgada. Si con Daniel no podía dejarme ir en ciertos comentarios, no veía con quién podría hacerlo.

El pensamiento en voz alta es peligroso cuando el otro se ha decepcionado. ¿Quién no toca las fibras de la decepción en el matrimonio? Si Daniel tenía razón o no, ése no era el punto. Yo quería un cómplice a mi lado, un aliado, un hombre que no me juzgara, que no me censurara, que me dejara ser libre en mis comentarios y en mis pensamientos, por más oscuros o políticamente incorrectos que fueran. ¿Es mucho pedir que en mi intimidad no se juzgue mi libertad de expresión?

Nuestro fetuccini a la trufa se convirtió en una cena que determinaba qué era lo políticamente correcto o incorrecto en una conversación. Daniel, en vez de pedirme un beso, me pidió que aceptara que mis comentarios no eran apropiados. Perdí el apetito. Me convertí en la psicóloga sensata, en la señora elegante que él quería para que pudiera cenar más tranquilo. Nada cambió mi forma de pensar.

Sabía que el remedio no estaba ahí. Bajé las manos y apreté con furia mi vestido. Callar lo que uno piensa porque al otro no le gusta hace que nos convirtamos en algo que no somos. Nos carcome poco a poco por dentro. Nos mata los sentidos. Nos cubre el alma de una extraña melancolía.

Daniel tomó la copa de vino con la mano derecha, hizo girar el vino en su interior, acercó la copa para olerlo, después dio un sorbo y ladeó la cabeza en señal de aprobación. Dio su opinión acerca de mi próximo libro. Volvimos a discutir. El tono de la conversación comenzó a subir nuevamente y le dije que no se metiera en mi trabajo como yo no me metía en el suyo. Daniel tenía ganas de pelear y él mejor que nadie sabía llevarme al límite. Nos levantamos de la mesa sin siquiera pedir postre. Mi pulso se aceleró cuando salíamos del restaurante. De camino al hotel las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas. Me hice tonta viendo por la ventana del taxi para no verlo. Sabía y lamentaba que nos estuviéramos perdiendo la energía que ofrece de noche una ciudad como Nueva York.

Daniel mencionó una vez más que debía seguir escribiendo sobre adolescentes. Ése era mi tema, me recordó. Además, nuestras hijas pronto entrarían a la pubertad. Tendría buen material en casa. Repetía una y otra vez que si uno ya ha encontrado un camino que funciona, que ha sido certero, pues es mejor seguir por ahí. Yo no quería certezas, quería inquietudes, aventuras, quería dejarme sorprender.

Pronto llegamos al hotel. El hombre que nos acompañaba en el elevador no parecía hablar español, otro prejuicio social de mi parte, diría Daniel. Le dije que necesitaba romper con los esquemas que tenía, que había algo dentro de mí que me pedía escribir sobre el deseo, sobre el erotismo de la mujer. Ya había escrito mucho para adolescentes, había llegado el momento de escribir para adultos. El elevador se detuvo en el noveno piso y el señor, antes de salir, nos dijo en un español impecable: “El erotismo siempre es un buen tema para una novela. Buenas noches”.

Ya en la habitación, una extraña sensación de absurdo me invadió. Me asomé a la ventana y sentí cómo la nostalgia oprimía mi pecho. Daniel se encerró en el baño. Me duele que le sea tan fácil vivir en lo cotidiano. ¿Debemos dar por un recuerdo vago nuestra cena? Total, nuestro matrimonio ha durado años y está estructurado alrededor de dos hijas hermosas. Con una larga historia de lindo noviazgo, ¿ya nos podemos permitir ser indiferentes a lo mágico?

Me hubiera gustado que me estrechara en sus brazos con miedo a perderme, que me hiciera presente. Me niego a que lo cotidiano nos asfixie. Me niego a que la rutina se apodere de nosotros y nos lleve a que me dé un beso en la frente antes de voltearnos cada uno, espalda contra espalda, cada quien mirando en dirección contraria.

Entré desnuda al baño y abrí la regadera. Dejé que el vapor llenara el ambiente que había en la habitación. Daniel me miró de reojo. No comentó nada, sólo miró mis nalgas. Entré a la regadera, frustrada. Estoy convencida de que en cada mujer habita una Afrodita que vive entregada al amor. Toqué mi cuello buscando el collar de perlas que llevamos todas por dentro. Pensé lo peligroso que puede ser el juego del deseo. Daniel sólo se limitó a mirarme, se quedó callado, no se acercó a mí, no me atrajo hacia él, no vino hacia mí. Busqué refugio en el agua caliente. Sentí completa mi soledad. Brotaron nuevamente las lágrimas. Me recargué contra el cristal que me detenía como un amante que consuela, que seca las lágrimas de su amada con cautela.

Nada después de la cena ha quedado en paz en mí.

Daniel entró al baño y nuestras miradas se cruzaron en el espejo. En silencio sentí sus besos en mi cuello y suspiró cuando me abrazó de manera tierna. El espejo reflejaba mi rostro melancólico y triste. A medio secar me llevó a la cama y comenzó primero a besarme en los labios, y después lamió las gotas que cubrían mis pechos. Yo seguía sujetando la toalla para secarme, pero cayó al piso cuando sentí la lengua de Daniel entre mis piernas. Después me hizo el amor mirándome a los ojos. Repitió mi nombre constantemente y eso me hizo pone

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