Cicatrices de la memoria

Sealtiel Alatriste

Fragmento

Cicatrices de la memoria

Uno

Ni tú mismo sabes en qué momento te diste cuenta de que aquel fue un año extemporáneo, no precisamente incompleto, pues como cualquier año tuvo doce meses, pero no había sido como ningún otro que pudieras recordar: empezó el octubre anterior cuando de madrugada te despertaste con aquel dolor en el vientre que te condujo a la cirugía del apéndice, y terminaba hoy, domingo 23 de septiembre de 2012, cuando encontraste el cadáver de tu padre tirado en el piso de su departamento. De ahí en adelante te esperaba otra vida, no necesariamente nueva pero sí otra vida, donde las cicatrices que habían marcado tu memoria definirían tu conciencia, y que quizá cambiara lo que te condujo a vivir aquel año desfasado y doloroso. En el momento en que empiezo este recuento han pasado nueve horas y trece minutos desde ese instante, pronto será media noche y estás sentado en el sillón Reposet en que tu papá se entercó en dormir el último tiempo. Te veo ahí: tienes un vaso de güisqui en la mano, hace una o dos horas que la funeraria se llevó el cuerpo de tu progenitor (así se te ocurre llamarlo ahora que ha fallecido, progenitor), y no has dejado de pensar en cada uno de los actos que han llenado este año terrible —tu annus horribilis— en que tu vida se puso de cabeza y la muerte estuvo rondándote. Tengo la impresión (que quizá compartes conmigo), que desde el principio intentaste sortear el peligro incierto que percibiste al salir de la apendicectomía, pero que al enfrentarlo sólo conseguiste que te arrastrara con más fuerza al fondo de las tinieblas. Suena como si estuvieras dentro de una fábula en la que la palabra tinieblas hubiera adquirido un sentido aterrador, pero ninguno de los sucesos que han venido a tu cabeza podrían pertenecer a una fábula (aunque encerraran una moraleja) sino que son parte de una experiencia que te despojó de todo lo que considerabas valioso, y aquel presentimiento que te dominó desde el principio sólo podría significar que habías roto, o se habían roto, los asideros que conservabas con la vida, dejándote en las tinieblas.

Javier Rodríguez, quien estuvo tan cerca de ti en la Universidad, había llegado tres horas antes para ver si necesitabas algo, y le dijiste —la verdad, como si le hablaras al vacío— que tenías la tentación de iniciar un recuento de tu vida con una frase que te había rondado durante todo el día, y que ahí, en el Reposet, acababa de regresar a tu mente como si fuera un letrero de luz neón: Hoy murió papá. Eran las únicas palabras que, por escuetas y simples, desvelaban el sentido, la sinrazón, que te abatía. Supongo que te dabas cuenta de que evocaban el espíritu de El extranjero, la novela de Albert Camus que leíste en tu juventud, aunque los sentimientos que experimentabas no se parecieran en nada a los de Meursault, el protagonista de ese prodigioso relato, antes al contrario, la indiferencia que invadió al argelino desde que le comunicaron la muerte de su madre no tenía ningún parecido con el remolino emocional que el deceso de tu padre había levantado en ti, mucho menos con la amargura que te embargó cuando descubriste su cadáver. Era posible, empero (y tal vez era la razón de que hubieras usado esa frase), que como a Meursault ese lamentable hecho —tan esperado como destructivo— te hubiera hecho sentir extranjero: extranjero de la vida, de tus recuerdos, de lo que sentiste cuando, sin saber qué hacer, te hincaste para acariciar su frente helada y alisar los escasos cabellos, blancos y despeinados, que quedaban en la cabeza de tu papá.

—El espíritu de El extranjero —repetiste, yo creo que para ti mismo.

Aunque quizá fue para que yo te ayudara a analizar todo lo que se venía a tu mente en tumulto, no lo sé, pues nunca habías pensado que la ficción tuviera alma (y se pudiera decir el espíritu de El extranjero), pero sí, la tenía. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer”. Eran las palabras de Camus, no las tuyas, las del espíritu de esa novela que habían venido a posarse en tu mente para cargar de significado lo que te había sucedido.

—La muerte nos sume en un tiempo sin tiempo — murmuraste con la intención de que Javier se acercara—, en una sensación que no te permite saber si hoy es hoy, fue ayer, o ya es mañana, si un año transcurre en un solo momento, o cuándo empezó este que nunca hubieras querido que empezara.

Era como preguntarse cuál es el sonido de una mano en un aplauso.

Javier no lo sabía todavía, esa mañana te habías citado con tus hermanos para que decidieran qué hacer con tu papá. Mireya, quien más lo frecuentaba, les había dicho que no lo veía bien, que el jueves anterior, cuando fue a recogerlo para ir a comer, se había rehusado a salir, lo que le pareció extraño, pues tu padre siempre esperaba con ansias esas salidas semanales. Lo notó cansado, sin apetito, con una persistente tos que lo atacaba sin aviso. Decidió entonces quedarse a comer con él, conversaron, lo distrajo, y lo dejó de mejor humor. Ante la negativa constante de tu padre para ir a vivir a una casa de reposo o mudarse con alguno de ustedes, un mes antes habían contratado a una chica (con ciertos conocimientos de enfermería) para que lo acompañara de tiempo completo. Él no quería, pero tuvo que aceptar su decisión (aunque por todo se quejara de la pobre muchacha), pues ustedes se sentían más tranquilos sabiendo que alguien lo cuidaba. Ese jueves, a pesar de ello, Mireya le pidió que pusiera atención especial en el comportamiento del enfermo y le avisara cualquier anomalía.

En la noche, Mireya habló con Adriana, tu otra hermana, y le dijo que había dejado a tu papá sintiéndose mal, y le pidió que se reunieran el domingo, pues a pesar de la presencia de Mónica —así se llamaba la cuasi enfermera— sentía que tu padre se había deteriorado considerablemente. Adriana llamó a tu hermano Gabriel y después a ti. “Creo que debe vivir conmigo”, te dijo, “haré algunos arreglos en mi casa para que pueda estar ahí”. “No le preguntemos”, dijiste con cierto enfado, “hagamos lo que es mejor y ya está”. Recordaste que poco antes Gabriel también había querido llevárselo a vivir con él; tu hermano tiene una casa en las afueras de la ciudad, con un gran jardín, le podía adaptar una especie de departamento para que se sintiera independiente, aunque siempre habría alguien que pudiera atenderlo. Era lo mejor. “Ven a vivir conmigo, papá”, le había pedido, pero sin rechazar su propuesta, tu padre sólo dijo que lo pensaría. Como era costumbre cuando se presentaban estas situaciones, una noche de la siguiente semana fuiste a hablar con él (según tus hermanos tu padre era proclive a seguir tus sugerencias), y le pediste que aceptara la invitación de Gabriel. “Ya no puedes hacerte responsable de ti, casi no escuchas, ves mal, y para colmo, el deterioro de tu cadera se ha agravado y un día te vas a caer, la andadera te va a jugar una mala pasada y no podrás sostenerte en pie”. Después de escucharte (era cierto, tenía debilidad por tus opiniones) te aseguró que iba a hacerlo. “Hoy mismo hablo con tu hermano y arreglo la mudanza”. “Por favor

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