La noche se me fue de las manos

Max Ehrsam

Fragmento

Título

Andersonville, leí en alguna parte, es un barrio sueco, pero fuera de algunas panaderías que se anuncian como tales, no me parece ni más ni menos sueco que el resto de Chicago. Si las pocas personas que caminan por la calle tienen pinta de suecas —si son rubias como la cerveza clara y tienen la nariz de cochinito— es difícil saberlo, porque todas van abrigadas con gorros y bufandas de lana que casi les tapan la cara por completo. Llevan también abrigos y chamarras que les deforman el cuerpo. Hace un frío polar.

Camino sin rumbo específico. Sobre la calle Clark, la avenida principal, hay establecimientos de ropa usada y muebles de segunda mano. En una tienda encuentro una playera de los años ochenta, tal vez incluso de la década anterior. Es casi toda blanca, con excepción de un toque optimista: franjas horizontales a la altura del pecho que circundan la prenda con los colores del arcoíris. Decido comprarla sin probármela y pago por ella lo mismo que habría pagado por una playera nueva en una tienda cara.

Salgo otra vez a la calle. En la esquina de enfrente está el Starbucks en el que quedé de encontrarme al mediodía con mi amigo Fadi, que esta mañana tiene una clase en la universidad. Entro, me siento junto a la ventana que da a Clark y miro el reloj. Son apenas las once y media. Lamento no haber traído mi libro: una novela contemporánea sobre vaqueros adolescentes que, sin proponérselo, me provoca erecciones a cada rato. Miro a la gente que ocupa las otras mesas: estudiantes la mayoría. Algunos leen libros universitarios de temas áridos, otros escriben en sus computadoras. Descubro, al fondo del café, junto a la puerta de atrás, a una pareja que discute furiosa en voz baja. De vez en cuando se les escapa una sílaba resonante y alguien cerca de ellos se vuelve furtivamente para observarlos. Ella es más o menos bonita, de un tipo de belleza que es genérica en este país. Se ha de llamar Jennifer: facciones delicadas, casi sin maquillaje; pelo castaño claro, recortado a la altura de los hombros. No está peinada con mucho esmero: quizá Jennifer haya perdido ya la ilusión de gustarle al hombre que tiene enfrente. De él —Brad, tal vez— solo puedo ver la parte de atrás de la cabeza y dos centímetros de nuca que quedan al descubierto de un abrigo de lana pesado. Es posible que no se haya quitado el abrigo para evitar que la conversación se alargue; para escaparse, a la primera oportunidad, por la puerta de atrás.

Jennifer levanta un dedo acusatorio y con la cabeza le dice que no; para nada, estás muy equivocado, al tiempo que fuerza una risa sarcástica. Brad alza ambas manos y las extiende con las palmas hacia arriba, tal vez para explicarle algo o para implorar ecuanimidad. Le murmura unas palabras, consciente de que hay gente alrededor que los escucha. Jennifer, exasperada, da un manotazo contra la mesa; un manotazo que da por terminada la conversación y que hace que varias personas del café que no se habían percatado del pleito se vuelvan a verlos. Se pone de pie, recoge su bolsa y abrigo, y sale por la puerta de atrás.

Brad la observa partir sin intentar detenerla; la mira marcharse por la calle y se queda fijo en esa posición dos, tres, cuatro minutos, tal vez con la esperanza de que vuelva, como hacen los perros día tras día cuando el amo los deja solos en casa. Al final, el hombre acepta la derrota: baja la cabeza y se tapa la cara con las manos; los codos sobre la mesa. Después de un rato se pone de pie y sale por la misma puerta que Jennifer, pero en dirección opuesta.

Los clientes del Starbucks vuelven a sus libros de texto, sus computadoras, sus conversaciones templadas. Me quedo sin nada que hacer, más que esperar a Fadi. Observo por la ventana a la poca gente que está en la calle: bultos de ropa que intentan caminar con prisa sobre las aceras cubiertas de hielo. A mi lado, del otro lado de la ventana, pasa un hombre que me llama la atención porque no lleva gorro de invierno y porque, sin detener el paso, vuelve la cabeza para verme la cara. Entra al Starbucks por la puerta principal, que está a tres metros de mí. Una vez que ha entrado, me mira otra vez. Le sostengo la mirada, no tanto por curiosidad o valentía, sino porque —desprevenido— no sé qué hacer con los ojos. Entonces me sonríe: una sonrisa de calendario, de anfitrión de programa de concursos. Su sonrisa es ensayada, pero efectiva: me ha persuadido. Le sonrío también. Abro la boca para decir hola, pero no digo nada.

Lo veo caminar hacia el mostrador y hablar con la cajera. Lleva botas de invierno, jeans y una chamarra de edredón negra. Es perfectamente rubio; tanto, que a la distancia es difícil saber dónde termina su nuca blanca y dónde empieza su pelo, cortado a la usanza de los militares. Tiene las orejas coloradas por el frío.

Mientras habla con la cajera, ambos ríen un poco. Debe de ser un cliente cotidiano, porque se comunican como si fueran grandes amigos. La cajera tuerce los ojos y señala algo en el mostrador de pan dulce. El rubio se ríe con más ganas y la señala a ella. La cajera vuelve a girar los ojos y se tienta la cadera con ambas manos en busca de una gordura imaginaria. Así pasan un rato, hasta que la empleada a cargo de preparar el café le trae al rubio su bebida en un vaso de cartón. El rubio paga, recibe el cambio con una mano y al instante lo deja caer en la cubeta de las propinas. Luego saca otro billete del bolsillo delantero de su pantalón y lo agrega a la cubeta. La cajera le dice, con voz muy entusiasta, gracias, nos vemos mañana; el rubio, creo, le guiña un ojo. En todo este tiempo no ha vuelto a mirarme. Camina hacia la salida de atrás, abre la puerta y gira la cabeza en el último momento. Sabe que lo he estado observando. Me dedica otra sonrisa antes de irse.

Siento que acabo de ver un comercial de pasta de dientes.

Me levanto a comprar un té. La cajera me atiende con cortesía profesional, pero sin alharaca. Regreso a mi mesa junto a la ventana que da a la calle Clark y pongo el saquito de té en el agua a punto de hervor. A la vez que el té se hunde en la taza, se forma en el agua una nube color arándano que poco a poco crece y se apropia del líquido caliente hasta teñirlo por completo. El té se llama Pasión. Absorto, contemplo el proceso sin importarme que el té se enfríe. Fadi llega unos minutos más tarde.

Al día siguiente, le pido a Fadi que me lleve a conocer la escultura abstracta de Picasso que el artista le regaló a Chicago en 1965, cuando la tradición de la ciudad era la de solo exhibir monumentos en honor a personajes y eventos históricos.

En el metro, Fadi va sombrío. Sigue molesto por causa de la conversación que tuvimos anoche.

Nos bajamos en la estación Washington y caminamos la cuadra y media hasta Daley Plaza, donde está la escultura sin título. El viento nos impide caminar a buen paso. Llevo calzones largos, pero esta precaución resulta casi nimia, porque el aire helado se cuela por la parte inferior de mis pantalones.

La escultura es gigantesca; de unos quince o veinte metros de altura. El diseño es intricado.

—¿Es un caballo? —le pregunto a Fadi.

—No, es una mu

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