Los muertos indóciles

Cristina Rivera Garza

Fragmento

Título

INTRODUCCIÓN

Necropolítica y escritura

No son pocos los escritores que introducen con gracia, con cierta facilidad, la figura de la muerte al analizar las relaciones de la escritura con los contextos en que se produce. Lo dice la narradora experimental estadounidense Camilla Roy: «En cierto sentido, el escritor siempre está ya muerto, en lo que concierne al lector».1 Lo dice Hélène Cixous: «Cada uno de nosotros de manera individual y libremente debemos hacer el trabajo que consiste en repensar lo que es tu muerte y mi muerte, ambas inseparables. La escritura se origina en esa relación».2 Lo dice, desde el título mismo, Margaret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura Negotiating with the Dead. A Writer on Writing.3 Lo dice el escritor libanés Elias Khoury, autor de La Cueva del Sol, un libro en el que la memoria colectiva y la tragedia histórica no se escatiman en lo más mínimo.4 Lo dice, claro está, Juan Rulfo. Todos sus murmullos. Esos que suben o bajan por la colina detrás de la cual se asoman, ateridas, las luces de Comala, la gran necrópolis poblada de exmuertos.5 Basten éstos, entre tantos otros ejemplos, para demostrar que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que además se trata de una relación reconocida —e incluso buscada activamente— por escritores de la más variada índole. Poetas y narradores por igual. Lo que para muchos es una metáfora a la vez iluminadora y terrorífica, se ha convertido para otros, sin embargo, en realidad cotidiana. México es un país en el que han muerto, dependiendo de las fuentes, entre 60 y 80 mil ciudadanos en circunstancias de violencia extrema durante los años de un sexenio al que pocos dudan en denominar como el de la guerra calderonista.6 En efecto, en 2006, justo después de unas reñidas elecciones que algunos señalaron como fraudulentas, el presidente Felipe Calderón ordenó el inicio de una confrontación militar contra las feroces bandas de narcotraficantes que presumiblemente habían mantenido hasta entonces pactos de estabilidad con el poder político. Los diarios, las crónicas urbanas y, sobre todo, el rumor cotidiano, todos dieron cuenta de la creciente espectacularidad y saña de los crímenes de guerra, de la rampante impunidad del sistema penal y, en general, de la incapacidad del Estado para responder por la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos. Poco a poco, pero de manera ineluctable, no quedó nadie que no hubiera perdido a alguien durante la guerra. El centro del mal que, según Roberto Bolaño en «La parte de los crímenes» de 2666, latía en las inmediaciones de Santa Teresa —es decir, en la fronteriza Ciudad Juárez—7 se deslizó hacia otras geografías. Rodeadas de narcofosas, sitiadas por el horror y el miedo, nuevas y más brutales necrópolis fueron surgiendo en el hemisferio norte del continente americano: muy notoriamente Monterrey, antes conocida como la Sultana del Norte y, sobre todo, en el estado septentrional de Tamaulipas, donde en 2010 se encontraron las fosas con los restos de los 72 migrantes centroamericanos asesinados brutalmente por el crimen organizado.8 Culiacán. Morelia. Veracruz. Los nombres de más ciudades y estados de la república pronto se sumaron a la lista de las necrópolis contemporáneas. Palestina. África Central. Chernóbil.

¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? ¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos? Éstas y otras preguntas se plantean a lo largo de las páginas que siguen, sin olvidar, tampoco, que las comunidades literarias de nuestros mundos posthumanos atraviesan lo que ha llegado a ser acaso la revolución de nuestra era: el auge y la expansión del uso de las tecnologías digitales. En efecto, la muerte se extiende a menudo en los mismos territorios por donde avanzan, cual legión contemporánea, las conexiones de internet. La sangre y las pantallas, confundidas. Si la escritura se pretende crítica del estado de las cosas, cómo es posible, desde y con la escritura, desarticular la gramática del poder depredador del neoliberalismo exacerbado y sus mortales máquinas de guerra?

En los Estados contemporáneos, tal como argumenta Achille Mbembe en «Necropolitics», el artículo que publicó en Public Culture en 2003, «la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir [...] Ejercer la soberanía —añade— es ejercer el control sobre la mortalidad y definir la vida como una manifestación de ese poder».9 Si alguna vez la categoría de biopoder, acuñada por Michel Foucault, ayudó a explicar «el dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control», Mbembe contrapone ahora el concepto de necropoder, es decir; «el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control», para entender la compleja red que se teje, entre la violencia y la política, en vastos territorios del orbe. México, sin duda, es uno de ellos. México, que inicia el siglo XXI, como antes el XX, padeciendo la reformulación de los términos de la explotación capitalista por su cercanía con el imperio, y reconfigurando también los términos de su resistencia, igual que en la Revolución de 1910. Como pocas naciones en el globo terráqueo, México se enfrenta a las prácticas de lo que Adriana Cavarero llama el horrorismo contemporáneo: formas de violencia espectacular y extrema que no sólo atentan contra la vida humana, sino además —y acaso sobre todo— contra la condición humana.10

Las máquinas de guerra actuales no pretenden, como lo hicieron las de la era moderna, establecer estados de emergencia y generar conflictos bélicos con el fin de dominar territorios. En un contexto de movilidad global y en mayor concordancia con nociones nomádicas del espacio en tanto entidad desterritorializada o en segmentos, las máquinas de guerra de la necropolítica reconocen que «ni las operaciones militares ni el ejercicio del «derecho a matar» son ya el monopolio de los Estados; y el «ejército regular» ya no es, por tanto, la única forma de llevar a cabo estas funciones». Tal como lo ha ejemplificado el narcotráfico en México, ya sea en una relación de autonomía o de incorporación con respecto al Estado mismo, estas máquinas de guerra toman prestados elementos de los ejércitos regulares, pero también añaden sus propios miembros. Ante todo, la máquina de guerra adquiere múltiples funciones, desde la organización política hasta las operaciones mercantiles. De hecho, en estas circunstancias, el Estado puede convertirse en una máquina de guerra en sí mismo.

Enfrentados a las estructuras y quehaceres del Estado moderno, gran parte de las escrituras de la resistencia de la segunda mitad del siglo XX trabajaron, en un sentido o en otro, con el lema adornia

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