Caterina Da Vinci

Erma Cardenas

Fragmento

Caterina da Vinci, el origen

Durante siglos el arado había abierto surcos en las entrañas de la tierra, penetrándola, desmenuzándola, hasta que, oscura y fértil, fructificó. El río, cercado por olivares cuyas ramas se movían con el viento, bordeaba un caserío, Anchiano. Diez o doce chozas se apiñaban junto a una vereda, como si su cercanía las protegiera del peligro. En los campos las espigas despuntaban; las higueras reverdecían.

Caterina salió de una de aquellas casuchas. Sus muros mostraban cuarteaduras y el techo revelaba tejas rotas. No obstante esa pobreza, por una ventanilla se podía entrever un jarrón lleno de flores. La moza cargaba un cesto que balanceaba suavemente, al compás de sus pasos. Cuando llegó a la arboleda se detuvo y, alzando la vista… las hojas, al moverse con el viento, reflejan la luz, por eso brillan. Aspiró la fragancia del roble: resalta contra el olor a laurel y, más todavía, el perfume dulce del castaño. Tan distraída estaba, captando los aromas y el paisaje, que tropezó con una raíz. Asustada, levantó el paño para revisar el contenido de la canasta. Gracias al Cielo, ningún huevo se rompió.

Desde una colina, el pueblo más cercano, Vinci, deslumbró sus ojos: las torres gemelas del puente levadizo simbolizaban el poderío terrestre; la iglesia, la mano de Dios sobre la Toscana. Fuera de las murallas se alzaba el barrio medieval. Sus primeros moradores debieron sentir un miedo terrible porque sus hogares estaban a merced del enemigo, pero las épocas cambiaron y ahora la paz se mantenía por medio de tratados que incluían todas las posesiones de los Medici.

Caterina bajó la vereda sin apresurarse. Saludó al herrero, Giusto di Pietro, quien se le quedó mirando con un deseo apenas disimulado. La chica ni siquiera apresuró el paso: estaba acostumbrada a la admiración de sus vecinos. Luego hizo una reverencia a Bartolomeo di Pagneca, el párroco. La sotana, ondulando con la brisa, le recordó sus obligaciones: Debo confesarme. El sacerdote preguntaría: “¿Pecaste? ¿Dónde? ¿Cómo, cuándo?” Y el rubor cubriría sus mejillas, delatándola. Ante su silencio, aquel juez terrible tomaría la palabra: “Te regodeas en tu belleza, aunque constituya una trampa. ¡La peor! Si los hombres vieran bajo la piel, tu alma les causaría asco porque intentas seducir por medio de los sentidos. Al menos, cubre tu cabello”. Ella asentiría, tapándose con la capa, de tan raída casi transparente. Y las acusaciones proseguirían, implacables: “Varias devotas te acusan: metes la nariz en todas partes. Tu curiosidad, muchacha, conduce al infierno”. Caterina se estremeció: había visto pinturas y frescos donde los diablos torturaban a los pecadores: “Te semejas a Eva, cuya soberbia la llevó a indagar sobre el bien y el mal. Hoy, la humanidad padece las nefastas consecuencias de ese fisgoneo”. Tras una pausa, la exhortaría: “¡Obedece! Reza más y averigua menos. Sólo así te salvarás”.

Sin embargo, todavía no estaba hincada ante el sacerdote, quien pasó a su lado sin tan siquiera mirarla. Pospondría unos días su confesión y la penitencia que sin duda merecía. La mañana tibia, clara, despejó esos pensamientos. Además, había llegado a su destino: la puerta entreabierta de la casona de los Da Vinci invitaba a pasar.

Tantas veces vio el león alado sobre el pórtico, que ya no le causaba asombro ese imponente escudo de piedra. Atravesó el patio y entró en la cocina. Cerca del fogón, la quietud parecía materializarse. Bajo aquel sosiego, que inmovilizaba tiempo y espacio, los rayos solares se estrellaban contra el suelo. Por un momento contempló los haces luminosos, luego trató de calcular cuánto podía tardarse. Las campanas aún no llaman al Angelus.

Colocó la canasta sobre la mesa y nuevamente se distrajo: Unos huevos tienen la cáscara blanca; otros, rojiza. ¿Por qué? Domenica, la cocinera, ni siquiera la saludó. Tras echar un vistazo a la mercancía, dijo lo de siempre:

—El ama enviará el pago a tu madre.

—Nos falta harina.

Estaba consciente de que la patrona perdía con el trueque. Sin embargo, Sea Lucia jamás nos ha negado su ayuda. Su mirada vagó por la mesa y de pronto se detuvo. El pollo a medio desplumar llamó su atención: pellejos, plumas, entrañas, patas. Contuvo una arcada. Nunca se acostumbraría a la matanza de animales domésticos y consideró una bendición que rara vez hubiera carne en su hogar. Si los grandes señores relacionaran los manjares servidos en platones dorados con los despojos que tenía ante la vista, seguramente se alimentarían, como ella, de hortalizas. Entonces expresó sus dudas:

—Domenica, ¿sabes por qué los cascarones son de diferentes colores?

—No —refunfuñó la cocinera.

Caterina era famosa por sus preguntas absurdas. Algunas personas hasta la juzgaban idiota. Sólo su hermosura la salvaba del repudio. Tenía un perfil de madonna.* Rostro ovalado, sonrisa tenue, casi displicente, y aquel cabello, de un oro semejante al durazno, que caía en rizos sobre su espalda, hasta las corvas. Mas, si tanta belleza atraía, también presagiaba tribulaciones. Como afirmaba don Bartolomeo, era tentación, abismo, podredumbre, raíz del mal, cuna de vicios.

—Minestra?** —indagó la criada, señalando la cazuela—. Sírvete.

—Grazie.

Tras llenar un tazón, estrujó las hierbas que guardaba en su bolsillo y las echó al caldo. Mezcladas con nabos, zanahorias y col, producían un olor delicioso. Domenica aún no agrega los trozos de res que aderezarán esta sopa. ¿Lo hace para complacerme? Volvió a distraerse. ¿Por qué el vapor sube al cielo? Iba a formular esa interrogante y se contuvo. En ocasiones practicaba la prudencia.

Sin pedir permiso, usó la cuchara de las salsas. Domenica suspiró: ¡Muchacha quisquillosa! ¿Qué de malo tiene sorber de la escudilla? Y, ¿para qué tenemos dedos sino para comer? Caterina se limpió la boca con un lienzo bordado. ¡Vaya, esta niña trae un montón de sorpresas bajo el delantal! Tantos melindres la impacientaban; también le provocaban ternura. Sufrirá mucho pues no nació para pobre. Mientras la observaba, la chica enjuagó los enseres y se despidió.

—Dios te acompañe, criatura.

Retomó el camino hacia su casa, contenta por haber cumplido su tarea. Al final de la vereda la esperaba el primogénito de Ser Antonio, dos años mayor que ella y tan diferente a Caterina como el agua del aceite. Piero poseía, aunque no lo apreciaba demasiado, un don negado a los campesinos: podía elegir su destino. Gracias a la riqueza de su familia escogería el oficio que le agradara.

—Mañana parto para Florencia —anunció, acoplándose a la muchacha—. Y hoy tienes que decirme adiós con un beso.

Ambos se dirigieron hacia los árboles que entrelazaban sus ramas, profundizando la penumbra. No obstante la soledad, cómplice de amores y pecados, Caterina se opuso a cumplir aquella petición. El recato era una virtud esencial si aspiraba al matrimonio. Y, con sus catorce años a cuestas, l

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