Shosha

Isaac Bashevis Singer

Fragmento

Shosha

CAPÍTULO PRIMERO

1

Yo fui educado en tres lenguas muertas —hebreo, arameo y yiddish (algunos consideran que ésta no es en absoluto una lengua)— y en una cultura que se desarrolló en Babilonia: el Talmud. El cheder donde estudiaba era un cuarto en el que el maestro comía y dormía y su mujer cocinaba. No estudiaba allí aritmética, geografía, física, química o historia, sino las leyes que rigen un huevo puesto en día de fiesta y los sacrificios en un templo destruido hace dos mil años. Aunque mis antepasados se habían establecido en Polonia unos seiscientos o setecientos años antes de mi nacimiento, yo solamente conocía unas cuantas palabras de la lengua polaca. Vivíamos en Varsovia, en la calle Krochmalna, a la que muy bien podría haberse calificado de ghetto. En realidad, los judíos de la Polonia ocupada por los rusos eran libres de vivir donde quisieran. Yo era un anacronismo en todos los sentidos, pero no lo sabía, del mismo modo que no sabía que mi amistad con Shosha, la hija de nuestra vecina Bashele y su marido, Zelig, tuviera nada que ver con el amor. Las relaciones amorosas se daban entre jóvenes mundanos que se afeitaban la barba y fumaban cigarrillos en el Sabbath y muchachas que llevaban blusas de manga corta y vestidos escotados. Esas frivolidades no afectaban a un estudiante de cheder de siete u ocho años perteneciente a una familia hasídica.

Sin embargo, me sentía atraído hacia Shosha y, siempre que podía, cruzaba el oscuro pasillo que conducía desde nuestro apartamento hasta el de Bashele. Shosha tenía aproximadamente la misma edad que yo, pero, mientras que yo estaba considerado como un prodigio, sabía de memoria varias páginas de la Guemará y capítulos enteros de la Mishná, era capaz de escribir en yiddish y en hebreo y había empezado ya a reflexionar sobre Dios, la Providencia, el tiempo, el espacio y el infinito, Shosha era considerada una tontuela en nuestro edificio, el número 10. A sus nueve años, hablaba como una niña de seis. Iba retrasada dos cursos en la escuela pública a que la mandaban sus padres. Shosha tenía cabellos rubios que le caían hasta los hombros cuando se soltaba las trenzas. Sus ojos eran azules, tenía la nariz recta y el cuello largo. Salió a su madre, que en su juventud había sido famosa por su belleza. Su hermana Yppe, dos años menor que Shosha, era morena, como su padre, llevaba un aparato ortopédico en la pierna izquierda y cojeaba. Teibele, la menor, era todavía un bebé cuando empecé a visitar la casa de Bashele. Acababan de destetarla, y dormía en una cuna.

Un día, Shosha volvió de la escuela a casa llorando; el maestro la había expulsado, con una carta en la que decía que no había allí lugar para ella. Se llevó a casa dos libros —uno en ruso y otro en polaco—, así como varios cuadernos y un estuche con plumas y lápices. No había aprendido nada en ruso, pero sabía leer despacio el polaco. El libro polaco tenía ilustraciones de una choza en un pueblo, una vaca, un gallo, un gato, un perro, una liebre y una cigüeña alimentando en su nido a su prole recién salida del cascarón. Shosha se sabía de memoria algunos de los poemas del libro.

Su padre, Zelig, trabajaba en una tienda de cueros. Salía de casa por la mañana temprano y regresaba al anochecer. Su negra barba la llevaba siempre corta y redondeada, y los hasidim de nuestro edificio decían que se la recortaba, lo que constituye una violación de la regla hasídica. Usaba gabardina corta, cuello almidonado, corbata y zapatos de cabritilla con remates de goma. Los sábados iba a una sinagoga frecuentada por comerciantes y obreros.

Bashele, aunque llevaba peluca, no se afeitaba la cabeza como mi madre, la esposa del rabino Menahem Mendl Greidinger. Mamá solía decirme que no estaba bien que el hijo de un rabino, un estudiante de la Guemará, frecuentase la compañía de una chica, y además de una casa vulgar como aquélla. Me advertía que nunca comiese nada allí, ya que Bashele podría darme alimentos que no fuesen estrictamente kosher. Los Greidinger descendían de generaciones de rabinos, autores de libros sagrados, mientras que el padre de Bashele era peletero y Zelig había servido en el Ejército ruso antes de casarse. Los niños de nuestra casa imitaban burlonamente la forma de hablar de Shosha. Shosha cometía estúpidos errores con su yiddish; empezaba una frase y rara vez la terminaba. Cuando la mandaban a la tienda de comestibles a comprar algo, perdía el dinero. Los vecinos de Bashele le decían que debería llevar a Shosha a un médico, porque su cerebro no parecía estar desarrollándose, pero Bashele no tenía ni tiempo ni dinero para médicos. ¿Y qué podían hacer ellos? La misma Bashele era tan ingenua como una niña. Michael, el zapatero, decía que se le podía hacer creer que estaba embarazada con un gatito y que una vaca volaba por encima del tejado y ponía huevos de bronce.

¡Qué diferente del nuestro era el apartamento de Bashele! Nosotros no teníamos apenas muebles. Las paredes estaban llenas de libros, desde el suelo hasta el techo. Mi hermano Moishe y yo no teníamos juguetes. Jugábamos con los libros de mi padre, con una pluma rota, un tintero vacío o trozos de papel. Nuestro cuarto de estar no tenía sofá, ni sillas tapizadas, ni cómoda, sólo un arca para rollos, una mesa larga y bancos. La gente rezaba allí durante el Sabbath. Mi padre permanecía todo el día ante un facistol y consultaba gruesos libros que yacían abiertos en un gran montón. Escribía comentarios, tratando de replicar a las contradicciones que un comentarista encontraba en las obras de otro. Era bajo de estatura, tenía barba roja y ojos azules y fumaba una larga pipa. Desde que puedo recordar lo oía repetir la frase «Está prohibido». Todo lo que yo quería hacer era una transgresión. No se me permitía dibujar o pintar a una persona, eso violaba el Segundo Mandamiento. No podía decir una palabra contra otro chico; eso era maledicencia. No podía reírme de nadie, eso era mofa. No podía inventar un cuento, eso representaba una mentira.

En el Sabbath no se nos permitía tocar ninguna palmatoria, ninguna moneda, ninguna de las cosas con las que nos divertíamos. Papá nos recordaba constantemente que este mundo era un pasillo en el que había que estudiar la Torá y realizar acciones virtuosas, de modo que, cuando llegara uno al palacio que era el mundo siguiente, estuvieran allí esperando las recompensas. Solía decir: «¿Cuánto tiempo vive uno? Antes de que quieras darte cuenta, todo ha terminado. Cuando una persona peca, sus pecados se convierten en diablos, demonios, duendes. Después de la muerte, persiguen el cadáver y lo arrastran a través de abandonados bosques y desiertos por los que la gente no anda ni pisa el ganado.»

A veces, mamá se enfadaba con papá por hablarnos tan desalentadoramente, pero ella misma era una moralizadora. Era delgada, de mejillas hundidas, barbilla puntiaguda y grandes ojos grises que expresaban amargura y melancolía. Mis padres habían perdido tres hijos antes de que yo naciese.

En la casa de Bashele, antes incluso de abrir la puerta, yo podía oler sus guisados, sus asados y sus postres. Su cocina contenía filas de pucheros y sart

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