El juramento

Ignacio Solares

Fragmento

Título

4

Mi mejor amigo, mi único amigo mejor dicho, Héctor, era en todo diferente a mí. Una mañana, mientras tomábamos el lonche y la soda, me preguntó por qué los esquivaba y nunca hablaba con ninguno de los compañeros.

—Por timidez, ¿por qué otra cosa?

—Dicen que te crees mucho porque eres el más estudioso de la clase, muy carita y muy bueno para los cates. Ya ves con Quintana, quién sabe qué te dijo que no te gustó y a la salida le pusiste una madriza de santo y señor mío. Y con Caraveo y el Pato Pineda, a la menor provocación te les vas encima.

—Ni tanto. Me aguanto todo lo que puedo. Y acuérdate de la madriza que me pegó Terrazas. Hasta un diente me aflojó y me dejó un ojo del color de una berenjena.

—Sí, pero le costó trabajo y tampoco le fue tan bien a él. Además, es mucho más alto que tú.

Pepe Terrazas era un bato cretino y pedante porque su familia tenía mucho dinero y él siempre pagaba las cuentas cuando íbamos a tomar leches malteadas a la Cafetería del Parque —a la que yo muy pocas veces los acompañaba—, pero tenía pegue con las chavalas porque era alto y güero. Aunque no tenía edad para manejar, llegaba al Regional en un Hudson que seguro heredó de su papá porque estaba medio destartalado. Sabíamos que su papá le había conseguido una licencia chueca con algún amigo del gobierno.

El caso es que una vez nos regresamos con él en su auto después de haber ido a beber unas cervezas —lo que tampoco hacía con frecuencia— en las afueras de la ciudad, pasando las residencias de San Felipe, tomando un tramo de carretera. Al Güero —quizá porque se le subieron las cervezas—, le pareció muy divertido atropellar a cuanto perro se cruzaba con nosotros, soltando ruidosas carcajadas, ante el silencio sepulcral de quienes lo acompañábamos. Al tercer perro, no me aguanté y le di un sonoro golpe con el puño en la nuca —yo iba en la parte de atrás del auto—. Frenó bruscamente y me miró por el retrovisor.

—¿Qué te pasa, buey? ¿Con quién crees que estás tratando para darme un golpe así?

—Bájate y te explico —le contesté.

—Órale.

Apenas nos bajamos, lo sorprendí tirándole el primer madrazo a la nariz, que soltó un chorro de sangre. El problema es que a partir de ahí, nos trenzamos en una pelea muy dispareja porque, en efecto, era más alto que yo y me pegó cuanto quiso en la cabeza, en la cara y en el estómago, aunque, como dice Héctor, a él tampoco le fue muy bien y se llevó sus muy buenos cates.

—Yo por mí, no me pelearía con nadie, pero no me puedo aguantar. Trato, pero no puedo. Hay algo que se enciende, como un fuego, dentro de mí —le expliqué a Héctor.

—Por eso no te invitan a jugar futbol con nosotros, ni basquetbol, ni vas a la cafetería del Parque, en donde nos reunimos todos los viernes por la tarde.

Estábamos sentados en la banca más escondida del patio para que él pudiera fumar su cigarro sin que lo sorprendiera el prefecto. Al fondo veíamos la cancha de futbol donde jugaban unos chavalos. Las recámaras de los sacerdotes estaban al otro extremo del patio, en la residencia. Una construcción rojiza, con techo de dos aguas, pequeñas ventanas simétricas y un macizo barandal herrumbroso. Junto a la residencia se veían, recortados, el refectorio y la sala de labores, que era donde los niños tarahumaras aprendían a hablar en cristiano, a deletrear, a sumar. We gara nátame hu. Era increíble lo que habían ayudado los jesuitas a los tarahumaras. “Nadie, ni el gobierno, ha hecho tanto por los tarahumaras como los jesuitas”, había escrito Fernando Benítez. El gobierno menos que nadie. Me consta que en una ocasión les mandaron unos rollos de alambre para demarcar sus casas y se los robaron apenas llegaron, para venderlos y darle el dinero al presidente municipal.

En otra esquina del patio estaba una cocina con su alta chimenea que despedía rizos de humo.

Por lo pronto, Héctor se burlaba de que yo quisiera entrar al noviciado.

—Ser sacerdote es una profesión para putos o para volverse puto.

Y aprovechaba el tema para presumirme de sus masturbaciones diarias (compraba cuanta revista de mujeres desnudas encontraba) y, sobre todo, de sus aventuras con las putas a las que se cogía. Ya le habían pegado una buena gonorrea, pero le inyectaron penicilina y se le quitó. Sus papás pusieron el grito en el cielo, lo castigaron de quién sabe cuántas formas, pero él siguió con las andanzas y siendo el mismo.

Le confesé que yo no me masturbaba y que nunca había cogido.

—¿Estás pendejo? Eso hace daño o te vuelve puto. Dime la verdad, ¿te gustan o medio te gustan los chavalos?

—Para nada. Una vez el padre Ramos me tomó del brazo de tal forma que le di un madrazo y le saqué el mole de la boca. Luego, en su clase de inglés, rehuía mi mirada y siempre me calificaba con un diez.

—¿Entonces por qué no te metes con una vieja? Ahí sacarías toda esa furia que llevas dentro de ti. Hay un montón de mujeres frustradas en su matrimonio que siempre están dispuestas. Pero también hay putas deliciosas.

—Yo simplemente no pienso en sexo y trato de no caer en tentaciones. Por eso no veo películas de erotismo manifiesto, ni he leído libros como El amante de Lady Chatterley.

—¡A los dieciocho años, buey, a punto de salir de la preparatoria! Déjame llevarte con una buena puta que te inicie y quítate de tonterías. Lo que pasa es que eres un pobre bato reprimido, como dicen. Aunque seas carita y estés ponchado, no hablas con nadie y tienes esa cara de siempre estar enojado con el mundo.

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