Por la tangente

Jesús Silva-Herzog Márquez

Fragmento

Por la tangente

KERTÉSZ Y EL OJO QUE SE VE

Cuando Imre Kertész preparaba notas para su discurso en Estocolmo, recibió una carta del doctor Volkhard Knigge, director del memorial de Buchenwald, el campo de concentración donde vivió de adolescente. Le enviaba, naturalmente, felicitaciones por haber ganado el Premio Nobel y le adjuntaba un documento. En la carta le describía el contenido del papel por si no se animaba a verlo directamente. Era el reporte de los presos del 18 de febrero de 1945. En la columna de los “decrementos”, es decir, de las muertes, aparece el registro del prisionero número 64 921, Imre Kertész, obrero nacido en 1927. La hoja contenía dos datos falsos: el año de su nacimiento y el de su oficio. Cuando fue llevado de Auschwitz a Buchenwald se agregó dos años para no ser clasificado como niño y se describió como obrero para parecerle útil a sus captores. Había, desde luego, otro dato falso: su muerte. Tal vez esas mentiras sean la razón de mi vida, dijo: morí para vivir, y tal vez aquella muerte sea mi verdadera historia.

Técnicas de la sobrevivencia: inventarse otra vida y otra muerte. Si la cinta de Spielberg sobre Schindler le resultaba un kitsch insoportable, La vida es bella, la película de Benigni, le parecía impecable. No por la ambientación, sino por el espíritu de esa tragedia escondida en los chistes de un bufón. Aquel encierro atroz sólo podía sobrepasarse con una fuga de la imaginación, con un rechazo a la realidad que tunde. Cuando el olor de la carne quemada nos revolvía el estómago, cuenta, nos fugábamos con fantasías absurdas. “El campo de concentración, dice en su Diario de la galera, sólo puede ser comprendido como literatura, no como realidad.” El protagonista de Sin destino lo pone así:

Sé que en un campo de concentración hay tres formas de evadirse, puesto que había visto y oído cómo otros lo hacían y yo mismo llegué a ponerlas en práctica. Yo escogí la primera forma, quizá la menos pretenciosa, pues existe una parcela de nuestra naturaleza que —según aprendí— es verdaderamente un don eterno que le impide al hombre caer en la locura. Es un hecho demostrado que nuestra imaginación permanece libre incluso en condiciones de privación de libertad. Yo podía, por ejemplo, hacer lo siguiente: mientras mis manos estaban ocupadas con la pala y el pico —ahorrando fuerzas, suministrándolas bien, limitándome a realizar sólo los movimientos más necesarios—, yo lograba escapar de ahí. […] Lo había oído decir, y ahora también puedo dar fe de ello: es verdad que las paredes de la cárcel no pueden poner límites a nuestra imaginación. El único problema era si mi imaginación me llevaba tan lejos como para olvidarme de mis manos, porque entonces la realidad restablecía sus derechos de la manera más concreta y contundente.

No dejó nunca de vivir en Auschwitz, no dejó nunca de fugarse de ahí. La antesala del exterminio debía inscribirse en la historia del espíritu humano como un mito eterno, universal: el poder absoluto, el mal perfecto. El trauma no son los millones de hombres asesinados, sino la posibilidad de asesinarlos. El moralista se desdobla para buscar sentido. Aparece así un doble con el que dialoga y discrepa. Una voz distinta a la suya que también le pertenece. El Señor K. desliza en algún apunte una reflexión teológica: Imposible abordar el campo de concentración sin Dios, dice el heterónimo. El genocidio ha de pensarse como una advertencia a los hombres si es que ellos están todavía dispuestos a prestar atención. De poco sirve la filosofía para escuchar su mensaje. Hablar de la banalidad del asesinato es mandar una “postal de los infiernos”. Auschwitz no puede haber sido en vano. “Así pues, en un escenario enorme y desolado —llamémosle Tierra—, donde bajo la luz grisácea sólo se vislumbran montones de escombros, trozos de alambrada, una cruz partida en dos y los restos de otros símbolos, bajo este cielo gris, digo, arrodillándome en el polvo y restregando el rostro en la ceniza, acepto Auschwitz bajo el signo monstruoso de la piedad.” El horno crematorio como un horror compasivo. Kertész, el otro (que también escribe), le reprocha el disparate: imaginas un perverso mensaje de Dios para darle sentido a tu existencia. Renuncia a ambos, le sugiere. No busquemos sentido donde no lo existe. “K., el escritor, ya no contestó a esto. Desde entonces no ha dejado de callar.”

No es cierto. Ese interlocutor lo acompañó hasta su última anotación. El protagonista de la obra de Kertész es el fantasma de sí mismo. No solamente en su ficción, ha de decirse, sino también en sus ensayos, en sus conferencias, en sus cartas, en sus cuadernos de notas. “ ‘Yo’: una ficción de la que, a lo sumo, somos coautores”, escribió para adherir de inmediato tres palabras de Rimbaud: “Yo es otro”. En esa clave escribió en 1997 su Crónica del cambio. Era la reflexión de un hombre que se advierte fluctuante, movedizo, múltiple. Tras el encierro y la dictadura, el escritor se reconoce perdido. Odia su nombre, adora el anonimato. Le incomoda el reconocimiento que empieza a recibir.

Al yo de Kertesz le fue, desde luego, negado el nosotros. La Academia Sueca, al premiarlo, destacó el sentido moral de su literatura: se rehusó a verter al individuo en la abstracción de la identidad. Citaba con admiración el consejo de Flaubert a Maupassant: observa el árbol durante mucho tiempo. Míralo hasta que te percates de lo distinto que es de todos los demás árboles. Cuando no sea un simple elemento del bosque, podrás retratarlo. Fue perseguido como judío pero no se sintió judío. Su país lo definió en varios momentos como “enemigo interno”. Hungría no ha sido mi país, dijo; yo he sido su propiedad. Durante cuatro décadas mi país fue más cárcel que hogar. Sólo aceptaba una pertenencia y una lealtad: la escritura y la lengua.

Huidizo, intimidado por la mirada del otro, Kertész escucha las voces que lo contradicen. No vienen de la calle, sino de dentro. En los cuadernos de apuntes que recuerdan las libretas de Elias Canetti —aforismos, bocetos, planes de trabajo, diarios de lectura— puede atestiguarse la riqueza de esa polémica. Kertész habla y el Señor K. lo contradice. El ensayista encuentra al otro en sí mismo. El ensayo es la afirmación de una subjetividad múltiple. Se escribirá en primera persona del singular pero asume, necesariamente, la fragmentación del solitario. Tal vez podría decirse jugando con un famoso proverbio de Machado: el ojo del ensayista no es ojo porque te vea, es ojo porque se ve.

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