Diálogos de otros tiempos

Victoriano Salado Álvarez

Fragmento

Diálogos de otros tiempos

Prólogo

Victoriano Salado Álvarez: una vida de libros

Sólo entre libros vi siempre a don Victoriano Salado Álvarez, entre libros, su ambiente natural.

Artemio de Valle-Arizpe,          

Don Victoriano Salado Álvarez

y la conversación en México    

Vida y obra

El 13 de octubre de 1931 Victoriano Salado Álvarez fallecía en su departamento ubicado en la calle Tabasco, en la colonia Roma de la Ciudad de México, debido a una septicemia causada con lo que bien pudo haber sido una “muela matriculada”, como El Pensador Mexicano Fernández de Lizardi expresaba en boca del Periquillo e irónicamente Victoriano toma como motivo de uno de los cuentos de esta recopilación.1 Símbolo de amor, como lo es en aquella pieza que nuestro autor dedica con fino sarcasmo a la profesión dental, es símbolo a su vez de muerte en alguien que, para seguir con las comparaciones, siempre fue un escritor incisivo, de mordedura franca y afilada. Cultivado humanista, por momentos teólogo, por momentos anticlerical, liberal convencido y antirrevolucionario, apasionado mexicanista en el exilio, hombre de libros y observador activo de la vida pública de su país, polemista al tiempo que espiritual, don Victoriano fue un escritor que siempre tuvo una relación ambigua, y un tanto amarga o tormentosa, con el destino. Entre libros había estado su vida entera y ese día de octubre entre ellos yacía tendido; los “viejos amigos de tantas vigilias, ahora le velaban el hondo sueño…”2

El 30 de septiembre de 1867, a poco más de tres meses del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo en el Cerro de las Campanas, en un pueblecillo de los Altos de Jalisco llamado Teocaltiche nacía Gerónimo Victoriano Salado Álvarez, primer nombre éste que, según sus palabras, “me habría gustado haber recibido”3 de acuerdo con el santoral de ese día. Otra de las ironías de su vida: al parecer nunca se dio cuenta que la fe bautismal le había destinado el mismo que al célebre traductor de la Biblia llamada Vulgata.4

Criado en una familia humilde pero ilustrada, en un pueblo en el que perduraba un fuerte nacionalismo liberal por haber resistido a los franceses en 1864, nuestro autor despertó su temprana afición por los libros merced a su “santísima madre”, que enseñó las letras al niño Victoriano con el “Silabario de San Miguel”, uno de los métodos de lectura más usados en el México del siglo XIX. Poco faltó para que dominase el “arte de decorar” —como se llamaba a la capacidad de juntar las letras de coro o de corrido— en una de sus visitas a casa del abuelo paterno, también de nombre Victoriano, con las Cartas de relación de Hernán Cortés. Esta experiencia marcó su vida a los escasos tres o cuatro años de edad y le abrió, como él mismo confiesa, “las puertas del cielo”,5 un cielo tan estrellado que le hizo brillar “el tesoro que tanto había ambicionado […y] que había de explotar durante mi vida entera”.6

Viendo en esto el presagio de una temprana comunión, su madre y su abuela paterna le pusieron al alcance la tradicional colección de libros piadosos: “un libro trunco llamado Vida y Excelencia de Nuestra Señora la Virgen María”,7 que el niño Victoriano descifraba todas las tardes con diletante emoción, junto a la Religión demostrada, de Jaume Balmes, Los gritos del infierno, de Joseph Boneta o La familia regulada, del padre Arbiol, además de memorizar la vida del santo de cada día en el Año Cristiano Mexicano, del editor José M. Fernández de Lara. Ello no impidió, no obstante, el contacto con la literatura ilustrada de su abuelo paterno, viejo escribano liberal, ardiente defensor del pueblo en tiempos de la Intervención, de cuya biblioteca el inquieto Victoriano se las ingenió para hacerse con la llave. Revistas literarias como El Museo Mexicano, de Ignacio Cumplido, órgano literario de la Academia de Letrán; colecciones de periódicos como El Siglo XIX, de Cumplido, o El Monitor Republicano, de Vicente García Torres; novelas como Malvina, de Sophie R. Cottin; Pablo y Virginia, de Jacques-Henri Bernardin de Saint Pierre, u otras como Red Gauntlet, de Walter Scott, El manto verde de Venecia o Cándido, de Voltaire, sus primeros acercamientos con la novela histórica y filosófica, fueron poco a poco forjando su temple ideológico y literario, fungiendo como “minas cargadas con que derribaba el edificio que había alzado la piedad de mi abuela”.8

Contaba con escasos ocho años de edad y ya había salido de su tercera escuela, a petición expresa del profesor a sus padres: “nada más tenía que enseñarme”,9 recuerda Salado de su modesto mentor Francisco Gómez Carrión. Al año siguiente ingresó al colegio fundado por el cura local José María Rodríguez y arraigó su afición por la cultura clásica sembrada por su difunto abuelo, “excelente poeta latino”,10 de quien se había encontrado el borrador de una traducción a O Navis, de Horacio. Debido tanto a su abuelo como a Rodríguez y al cura José María Galaviz —del mismo colegio— el niño, casi adolescente Victoriano, se inició en complejas traducciones de Virgilio, de Juvenal y de Cicerón, entre otros, descubriendo una más de sus grandes vocaciones: la de latinista y filólogo clásico, que seguirá cultivando hasta sus últimos días si bien no con la destreza e inquietud de espíritu de esos años de formación: “Ya necesito diccionario —confiesa en sus Memorias— para traducir pasajes que antes habría leído ‘a libro abierto’ y sólo afronto con serenidad el latín de la Biblia o el de alguna ley; pero como perfume que contuvo un ánfora antigua, conservo el recuerdo de mi niñez, que me sirve en las tareas diarias y aprovecho como línea de conducta”.11

Sus credenciales en este colegio, pero sobre todo su habilidad para traducir “de corrido” una epístola de Cicerón, le merecieron un lugar en el Liceo de Varones de Guadalajara, ciudad adonde el joven Victoriano emigró a los catorce años, en 1881. Entre los estudios de Teología en el Seminario Conciliar —que prefería su madre— o las opciones disponibles en el Liceo de Varones: Medicina, a la que se veía entonces como “la profesión más noble, más bella y más lucrativa”,12 y Derecho —discreta predilección del padre—, Victoriano se inclinó por esta última. Se licenció y rápidamente se incrustó en los círculos literarios tapatíos con gentes como Esther Tapia de Castellanos, Manuel Puga y Acal, José López Portillo y Rojas, Enrique González Martínez, Manuel Álvarez del Castillo, y otros, que poco a poco le fueron abriendo las puertas del periodismo en órganos como El Diario de Jalisco, Juan Panadero, El Correo de Jalisco, Flor de Lis, La República Literaria y, a partir de 1896, co

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