La chica miedosa que fingía ser valiente muy mal

Barbijaputa

Fragmento

Miedosa-2.xhtml

CAPÍTULO 0
 
 
LA CHICA QUE TODO LO EMPEZABA POR EL FINAL

curva.jpg

 

 

 

 

 

El día que conocí a Lúa llovía tanto que no pudo notar que mi cara no estaba empapada por la lluvia, sino por las lágrimas. Me encontró en el portal de su casa a las ocho menos cuarto de una tarde de octubre; yo había quedado con ella por teléfono a en punto para echarle un ojo a una habitación de alquiler que tenía anunciada en Internet y, como llegué antes de tiempo, aproveché para llorar un poco y descargar un trozo de pena mientras ella venía. Así aguantaría mejor la visita.

Siempre que lloraba sentía que me desprendía de un poco de dolor. Cuando acababa, me limpiaba los mocos con la manga —solía quedarme sin existencias de kleenex más o menos a mitad del día— y volvía a creer que todo iba a salir bien. Sentía otra vez que el causante de mi mal de amores, El Hombre Más Maravilloso del Mundo (EHMMM), se daría cuenta de que la vida sin mí era una enorme mierda y que volvería, que seríamos felices para siempre con dos perros golden retriever —que adoptaríamos de una perrera, nada de comprarlos— en una casa con jardín —que alquilaríamos ad infinitum, nada de hipotecarnos—. Y todo iría bien, arcoíris de colores de día y luciérnagas danzarinas de noche. Al cabo de unas horas, ya se me había pasado el optimismo, el arcoíris y los golden retriever, y se apoderaban de mí la melancolía, el caos y la certeza de que todo iba a ir de mal en peor, así que tenía que volver a llorar y llorar para recuperar el norte. Norte que no era tal, pero así lo sentía entonces. Era un bucle destructivo del que no sabía salir y, de momento, tampoco quería.

—¿Eres Bárbara? —preguntó Lúa. Supe que era ella antes de que abriera la boca, no sabría decir por qué. Era alta, más o menos de mi estatura, muy morena de piel y con ojos enormes que me miraban con curiosidad. Tenía el pelo tan lacio y tan negro que daban ganas de acariciarlo. Me sequé la cara sonriendo —haciendo como que el chaparrón era lo que me había mojado la cara— y asentí.

Lúa me gustó desde ese instante. Su lenguaje corporal y su mirada parecían decir: «Mirad, el mundo no deja de sorprenderme, yo aquí no encajo ni de coña..., pero lo llevo bien, hay cosas peores». Era natural y espontánea, y tardé poco en darme cuenta de que las cosas más cotidianas del mundo, como que un boli dejara de pintar mientras escribía o que hubiera luna llena, le hacían abrir mucho los ojos, entre maravillada y confusa. Era como estar con una niña pequeña enjaulada en el cuerpo de una adulta.

Me enseñó su apartamento como si nos conociéramos de toda la vida. Nada más llegar, soltó el bolso sobre el sofá del salón, suspirando. Lúa se movía por el piso de acá para allá y me invitaba, sin palabras, a que me moviera por las estancias a mi aire. Era tremendamente expresiva solo con sus ademanes.

El apartamento era más bien pequeño: del saloncito salía un pasillo casi inexistente que daba a dos habitaciones y un baño, y la cocina, justo al lado de la entrada, era tan minúscula que di por hecho que para cocinar tendríamos que turnarnos. Pero estaba en el centro de Madrid, bien comunicado y el precio no era una auténtica locura; con eso me valía. Además, ella me gustaba.

Tras enseñarme el piso, es decir, cuarenta y cinco segundos después de haber entrado, me invitó a un café y me contó que tenía treinta años, como yo, y que era técnico de caracterización. Yo la miré sin saber qué cara poner, no quería meter la pata preguntando: «¿Qué coño es eso?»; solo deseaba caerle bien, que me eligiera entre todos los que habían visto la habitación, que fuera mi amiga, que me quisiera y me dejara mudarme ya, para hacerme un ovillo en mi nueva cama y dormir hasta que mi vida se hubiera solucionado. Así que enarqué las cejas y sonreí asintiendo.

—No sabes lo que es, ¿no? —Dios, qué mal se me daba disimular. Lúa no me dio tiempo a contestar—. Soy maquilladora de cine y teatro... Los de caracterización somos los que maquillamos las heridas de bala que ves en las pelis y hacemos que los actores parezcan otras personas... o monstruos o alienígenas. —Asentí, ahora de verdad. Ella apostilló—: Pero como no tengo curro de lo mío, malvivo maquillando a tertulianos en una cadena de televisión. En España, los que trabajamos en la industria del cine somos los más puteados por la crisis... Para que te hagas una idea —dijo abriendo una mano y enumerando con los dedos—: a la cola de los trabajos menos requeridos desde que empezó la crisis están los albañiles, los periodistas independientes y, al final del todo, nosotros. —Y añadió con frustración casi para ella misma—: Así que ahora más que maquillar a personas para que parezcan monstruos, lo que hago es intentar que los monstruos parezcan personas.

Solté una carcajada porque lo dijo en serio. Me encanta cuando la gente hace gracia sin querer. Ella me miró con los ojos muy abiertos, sorprendida por mi risa, y entonces también rio, a su pesar.

Y en ese momento supe que iba a elegirme a mí.

 

Con los días fui dándome cuenta de que resultaba imposible discutir con Lúa. No porque fuera intratable, al contrario, sino porque cuando la intratable era yo, me ignoraba con buen humor. La convivencia fue rodada desde el principio.

Unos años antes, Lúa había pasado por una ruptura especialmente dolorosa y empatizó enseguida con mis cambios de humor y mis lloreras espontáneas. Nunca se incomodaba o se distanciaba cuando me veía hecha un auténtico trapo. Me animaba a su manera: unas veces fingía no darse cuenta de que yo estaba triste y proponía planes, intentando no darle gravedad a mi estado, ya de por sí lamentable, y otras procuraba que me desahogara con ella, en unas interminables charlas donde yo acababa borracha o llorando. O ambas cosas a la vez. Era muy fácil estar triste a su lado, no me hacía sentir pesada, cobarde o pusilánime, que es justo como me veía yo por aquel entonces, por no saber recuperarme ni un poco con el transcurso de las semanas.

Comer había dejado de ser un placer para convertirse en una tarea inabarcable: cualquier plato se me hacía eterno; cualquier bocado, intragable. Me costaba dormir y odiaba despertar. Amanecía ya con el ceño fruncido por el dolor y soñaba casi cada noche con EHMMM. A veces con que volvía. Otras con que nunca se había ido. Por eso despertar era siempre, sin excepción, una decepción tras otra.

Yo trabajaba como auxiliar de vuelo, así que el despertador me sonaba cada día a una hora diferente y en un lugar distinto dependiendo de qué vuelo tuviera o en qué país me encontrara, por lo que a m

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos