Trabajo, piso, pareja

Zahara

Fragmento

Trabajo-4

1. ELLA

El mensaje es claramente una declaración de intenciones y otra cosa no, pero intención tengo de sobra.

Quedamos a las cinco y media en una cafetería del centro y la música está tan alta que para entender lo que me dice tiene que acercar su boca a mi oreja. Sus palabras estallan contra mi cerebro y ríos de hormonas piden como lava cayendo por nuestra piel que se acabe el teatrillo y nos vayamos directamente a mi casa.

Remuevo innecesariamente la cuchara en la taza y me oigo decir:

—No busco a nadie... Acabo de salir de una relación de seis años, imagínate. ¿Quién querría otra relación? Pero quede con quien quede nadie me sorprende, ¿entiendes? Y estaría bien alguna sorpresa.

Y confío en haber dejado claro que esa sorpresa tiene que ver con un arrebato, un beso inesperado, ahí, en mitad de la cafetería, un levantarse y llevarme a algún lugar..., qué sé yo. Una sorpresa.

No sucede nada, así que bebo despacio y me paso la lengua sutilmente por la comisura de los labios. Noto un cambio en su mirada. No el cambio que esperaba. Me fijo bien y me doy cuenta de que ya no es cazador, quiere algo más, quiere ser el salvador que cree que busco. Al ser tan clara, mi mensaje ha llegado completamente a la inversa de lo que pienso. El lenguaje es una trampa. Deberíamos no estar hablando. Debería estar pasando su lengua también por mi comisura de los labios.

Lo invito a ir a casa pero él tiene una nueva estrategia. Sabe que acostarse conmigo ahora lo colocará en la estantería de «Nadie me sorprende» y él quiere ser algo más. Y ha decidido eso sobre la marcha, a pesar de haberme escrito en varias ocasiones expresando cuánto y cómo quiere estar conmigo, a pesar de haber definido muy bien en qué posición exacta. Ahora tiene un nuevo objetivo. Pone por excusa a mi ex, que es pronto. Yo le digo «No hay problema» y le cojo la mano para que entienda que, joder, lo que quiero es echar un polvo, que no es para tanto. No busco al amor de mi vida, solo un rato de diversión. Pero veo cómo mi objetivo se desvanece.

Dos roiboos él y, dos cafés solos yo más tarde, acabamos en mi casa.

Mira las paredes medio vacías de mi salón y se sienta a mi lado en el sofá. Yo solo quiero que se ponga sobre mí, que me bese rápido y acabe todo pronto. Él pretende saborear cada segundo.

—¿Estás bien?

—Muy bien. —Y mi sonrisa es una puerta abierta a lo que quiera.

Pero él parece más interesado en mirar mi salón que a mí. Y habla, y habla y hablablabla sobre la casa, sobre vivir con «él» aquí, la incomodidad de estar ahora con otra persona...

No sé cómo hacerle ver que no, que no estoy incómoda; que estoy, de hecho, muy bien; que vamos ya, joder; que solo necesito un satélite, que no tiene que ser mi sol ni mis estrellas; que lo único que quiero es ahogar este dolor con fluidos corporales; que encienda del córtex sensorial al sistema límbico todos los interruptores que encuentre; que ilumine el cerebelo y el córtex frontal. Quiero ríos de oxcitocina, joder, eso es lo que quiero.

Lo llevo a mi estudio.

—Este era mi santuario. —Y abro los ojos mientras sonrío—. Él nunca venía aquí. Era mi lugar, mi espacio.

Separo las sílabas, acentúo todas las vocales y dejo la boca en forma de «o» más tiempo del habitual. En mi cabeza parecía sexi. No lo es.

Me acerco más a él, clavo mi mirada en la suya de colores ocres y respiro muy lento pensando que por fin va a pasar algo.

—Qué pena —me dice—, no me quiero imaginar lo triste que ha tenido que ser tu relación.

Su mano me acaricia como a un cachorrillo abandonado.

Pues una relación fallida, como tantas otras... ¿Qué más tengo que hacer? Tal vez he perdido facultades. Tanto tiempo con novio que he olvidado cómo se liga. Tiene que ser eso.

—Entonces..., este espacio era solo tuyo...

—Exacto.

Y sucede el milagro.

Se acerca lo suficiente para besarme. Pero no es un beso. Su boca abierta busca la mía pero, como si hubiera una capa de film transparente entre nosotros, no llega a rozarme del todo. Besos en el aire en una coreografía descoordinada. El ritual de apareamiento con menos futuro del mundo.

Lo intento de nuevo, pero cada milímetro que gano él lo recupera. Lo mismo pasa con su cuerpo. Me coloca contra la pared y se apoya levemente sobre mí, en un intento de petting que no es más que un simulacro, como si no fuera suficiente simulacro ya el petting en sí mismo. Choco mi cadera contra la suya y me para.

—Hey... Ese movimiento está mal.

—¿Cómo?

—Eso es un movimiento de...

—Sexo —interrumpo.

—Exacto.

—Y ¿no quieres tener sexo? —A ver si es que de verdad me estoy confundiendo.

—Sí.

Tomo su sí como un sí y acerco su cara a la mía, esta vez cogiéndola con las manos tratando de que el roce de labios sea algo más que eso. Él me separa.

—Hey, hey... Pero no aquí. No en la casa donde vivías con tu ex.

Lo miro fijamente tratando de entender cuál es el paso siguiente. Me debato entre echarlo o fingir que tiene razón y que no es lugar. Las dos anteriores son la respuesta correcta.

Respiro hondo antes de mentir.

—Tienes razón. Tienes toda la razón.

Le digo que he interpretado mal nuestros mensajes, esos en los que nos decíamos las ganas que teníamos de follarnos. Él me dice que claro que tiene ganas pero que es obvio que no busco lo de siempre y que siente que puede pasar algo más interesante entre nosotros si lo dejamos aquí. Que él tiene más ganas que yo. Ahogo un «ja». Pero no estaría bien. Continúa.

Lo consuelo. Yo a él. Estoy siendo tan amable que no sé cuánto tiempo tengo antes de volver a ser yo misma. Él parece conmovido y me da un abrazo que no necesito.

Lo acompaño a la salida. Él sonríe. Yo no entiendo por qué. En el marco de la puerta acerca su cara a la mía y me da uno de sus no besos. No veo el momento de que se marche. Cuando por fin lo hace recibo un mensaje: «Ha sido una tarde increíble. Eres muy especial».

Contesto con una flamenca.

Trabajo-5

2. ÉL

Nochevieja de 2014.

Madrid se atiborra de luces navideñas y castañas asadas, el centro huele a sobrepoblación y ahora mismo mataría por una caña y un pincho de tortilla sin tener que verme empujado por carros, gorros de Papá Noel y bolsas de regalos.

Miguel y Luis defienden nuestra esquina del bar a capa y espada. Una cerveza en alto me marca el camino a seguir. La felicidad está tan solo a cuarenta guiris de distancia. Siento que Walking Dead es más realidad que ficción cuando intento alargar la mano para llegar a la barra y un borracho me escupe en el brazo mientras habla; una mezcla de asco e hipocondría me hacen estremecer. Calculo mis posibilidades de supervivencia si todos estos zombies ansiosos por tragar cerveza barata cambiaran de apetencias y decidieran devorar cerebros vivos ahora mismo: cero por c

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