Diablo Guardián (Premio Alfaguara de novela 2003)

Xavier Velasco

Fragmento

Diablo Guardián

1. ¿Quién de ellos era yo?

El Señor esté con vosotros… El sepelio es el fin de la primera persona. Una ocasión pomposa donde unos cuantos ellos despiden a otro yo de su nosotros, a la vez que lo envían a otro ellos, más hondo e insondable. Ellos: los que no están, ni van a estar. Los que, si un día estuvieran, nos harían correr despavoridos. ¿O no es así, despavoridos, como dicen que corren los que huyen de los muertos? Lo más fácil, e incluso lo más lógico, sería que enterrásemos a nuestros difuntos en el jardín de la que fue su casa. Pero entonces ya nadie se sentiría en su casa, ni en su mundo, sino sólo en el de ellos: los temibles difuntos, a quienes conducimos al panteón para poner entre ellos y nosotros no sólo tierra, sino de preferencia un mundo de por medio. Por más que añoremos a nuestros muertos, no queremos estar ni un instante en su mundo. Ni respirar su aire, ni mirar su paisaje.

Desde la cripta de la familia Macotela, camuflado por el olvido de los vivos, Pig divide el paisaje de tumbas sobre tumbas sobre tumbas en dos: a izquierda y a derecha de la mole blanca: una grandilocuente cripta en condominio a cuyo borde abre las alas una gran paloma, entre chispas doradas que acusan la presencia de la Tercera Persona de la Trinidad. Son cinco pisos, con nueve bóvedas en cada uno: cuarentaicinco departamentos, amparados por el título impreso entre el cuarto y el quinto piso:

Hijos Predilectos del Espíritu Santo

Ocho criptas vacías: en ninguna cabría entero un muerto, pero sí las cenizas de varios. Cuarentaicinco menos ocho igual a treintaisiete. ¿Cuántas urnas por cripta? Cuatro, tal vez. Cuatro por treintaisiete igual a ciento cuarentaiocho. Eso, claro, si las que están ocupadas tienen ya sus cuatro. Potencialmente, la cripta en condominio podría albergar hasta ciento ochenta inquilinos. Pig calcula: un metro de profundidad por diez de ancho. Diez metros cuadrados. Es decir, a dieciocho difuntos por metro cuadrado. La familia Macotela, en cambio, posee un espacio que Pig estima en cuando menos tres por cuatro: doce metros cuadrados, todos ellos en honor a los cuatro inquilinos que para siempre y a sus anchas reposan en el sótano, cada uno con tres metros cuadrados de terreno a su disposición, en dos cómodas plantas. Por ahí de las cinco de la tarde de un lunes soleado que se mira sombrío a través de los vidrios opacos de la cripta Macotela, Pig concluye que una mujer como Violetta jamás toleraría —ni muerta, ni en cenizas— terminar sus días en ese palomar, soportando además el tácito desdén de los señores Macotela, condenados a contemplar a perpetuidad el paisaje de la miseria encaramada sobre sí misma. ¿Quién iba a convencer a Violetta de la predilección de la Tercera Persona del Verbo —quien es-pero-no-es una paloma— por lo que a todas luces era un palomar? ¿Tiene acaso mal gusto el Espíritu Santo?

Pig sofoca una risa nerviosa, inoportuna, estúpida. Podría andar por ahí un enterrador, un aguador, un deudo: nadie quiere escuchar risas idiotas saliendo de las criptas. Con frecuencia se ríe de chistes malos, insulsos, como si todo el acto de reírse fuese una suerte de certificación: Ah, ya entiendo. ¿Qué es lo que Pig entiende, en este caso? Concretamente, que no todos los fans de la Tercera Persona del Verbo tienen acceso a su camerino. Y entonces se le ocurre que Violetta no dudaría en tachar hijos y escribir en su lugar siervos, ni en un rato después volver para tachar siervos y escribir criados. Pero, ¿qué no un cristiano de verdad humilde tendría que considerarse criado, antes que siervo?

Cuando los vio venir, Pig llevaba tres horas esperando. Entró poco antes de las dos de la tarde, aprovechando el vuelo bajo de un avión para darle el jalón a la llave de cruz, y así probar el choque eléctrico del miedo tras el estruendo sordo del pestillo al quebrarse. Se habían roto las bisagras, además. En todo caso desde afuera no se notaba. La puerta se abría sola, pero Pig la cerró a fuerza de atorarla con la misma oficiosa herramienta.

Pasada medianoche, había llamado a la casa de la familia. La madre se quejó, pero apenas le mencionó la palabra ‘procuraduría’, su tono se hizo abruptamente dócil, y hasta obsequioso. Le dio todos los datos: el panteón, la sección, la cripta, la hora del sepelio: cinco de la tarde. Suficiente para estar ahí a tiempo, pero no todavía para no ser visto: cosa difícil un lunes por la tarde, cuando las tumbas están casi tan solas como de noche, y las raras visitas son más que notorias. Por eso Pig llegó tres horas antes, y no bien hubo reventado la chapa se tendió sobre los primeros escalones que llevan hacia el sótano, tras los cristales convenientemente oscuros de Chez Macotela: una trinchera tétrica que lo obliga a mirar todo el tiempo hacia arriba y hacia afuera. Desde entonces ha dedicado los minutos a contar las cruces en ambos lados del paisaje, a calcular la cantidad de criptas necesarias para enterrar a todos los habitantes de la ciudad, a imaginar los más probables comentarios de Violetta, y entonces cada vez ha vuelto a los números, como niño perdido a las faldas de su abuela. Cuando uno se ha quedado solo entre los muertos, decidido a fisgar un entierro al que no fue invitado, las matemáticas acuden como legítimas enviadas del Espíritu Santo.

Un entierro sin tierra, ni ataúd, ni gusanos; un encierro, más bien. No quería perderse los detalles, ni podía correr el riesgo de que lo vieran. El único peligro inevitable era que un deudo de los Macotela —muertos hacía treinta, cuarenta años— tuviera la fatal ocurrencia de ir a visitarlos en la tarde del lunes. ¿Se es todavía deudo luego de cuatro décadas del trágico suceso? Con tan escasos momios en su contra, Pig terminó por apreciar el privilegio de los Macotela sobre los Hijos Predilectos del Espíritu Santo. Especialmente luego de verlos venir: dos, cuatro, ocho en total. La familia Rosas, más dos enterradores —o encerradores—, el sacerdote y su ayudante. Un cortejo discreto y breve: dos calificativos que igual describen a un sepelio que al ánimo de pronto amedrentado de quienes prefirieron asistir sin otras compañías al evento.

No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban al multifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y en momentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un oso de peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en las bolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.

Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica y adolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singular cuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciar una escena que sería insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta se había cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente en ese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí, con el dolor vestido a tiempo de pudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramen

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