Más allá del olvido

Patrick Modiano

Fragmento

libro-4

 

Ella era de estatura media, y él, Gérard van Bever, ligeramente más bajo. La tarde de nuestro primer encuentro, aquel invierno de hace treinta años, yo los había acompañado hasta un hotel del Quai de la Tournelle y luego me habían hecho pasar a su habitación. Dos camas, una cerca de la puerta, la otra bajo la ventana. La ventana no daba al muelle, creo que se trataba de una buhardilla.

Todo parecía estar en orden. Las camas estaban hechas. No había maletas ni ropa a la vista. Solo un gran reloj despertador, sobre una de las mesitas de noche. Y a pesar de aquel despertador, se hubiera dicho que vivían allí de manera clandestina y evitaban dejar rastros de su presencia. Por otra parte, aquella vez solo permanecimos un instante en la habitación, el tiempo justo para dejar en el suelo los libros de arte que me había cansado de cargar, y que no había conseguido vender en una librería de la Place Saint-Michel.

Y era precisamente en la Place Saint-Michel donde me habían abordado, al final de la tarde, en medio del río de gente que se sumergía en la boca del metro y de los que, en sentido inverso, se alejaban por el bulevar. Me habían preguntado dónde podían encontrar la oficina de correos más cercana. Temí que mis explicaciones fueran demasiado vagas, ya que nunca he sabido indicar el trayecto más corto de un punto a otro, razón por la que preferí guiarlos personalmente hasta la estafeta del Odéon. Por el camino, ella se detuvo en una tienda y compró tres sellos. Los pegó en el dorso del sobre, de modo que tuve tiempo de leer: Mallorca.

Deslizó la carta a través de la ranura de uno de los buzones sin verificar si era el indicado para las cartas al extranjero. Luego dimos la vuelta hacia la Place Saint-Michel y los muelles. Parecía preocupada al verme llevar los libros, porque debían de «pesar mucho». Entonces le dijo a Gérard van Bever con una voz seca:

—Podrías ayudarlo.

Él me sonrió y se puso bajo el brazo uno de los libros, el más grande.

En la habitación del Quai de la Tournelle deposité los libros en el suelo, junto a la mesilla sobre la que se encontraba el reloj despertador. No se oía el tic-tac. Las agujas marcaban las tres. Una mancha en la almohada. Al inclinarme para dejar los libros en el suelo había percibido un olor a éter proveniente de la almohada y la cama. Su brazo me había rozado al encender la lámpara.

Cenamos en uno de los cafés del muelle, junto al hotel. Solo pedimos el plato principal del menú. Van Bever pagó la cuenta. Yo no llevaba dinero aquella noche y Van Bever creía que le faltaban cinco francos. Hurgó en los bolsillos de su abrigo y finalmente consiguió reunir la suma en pequeñas monedas. Ella lo dejaba hacer y lo miraba distraídamente mientras fumaba un cigarrillo. Nos había cedido su plato para que lo compartiéramos y se había contentado con probar algunos bocados del plato de Van Bever. Se volvió hacia mí y me dijo con su voz algo ronca:

—La próxima vez iremos a un verdadero restaurante...

Más tarde nos quedamos solos delante de la puerta del hotel mientras Van Bever subía a buscar mis libros a la habitación. Para romper el silencio le pregunté si vivían allí desde hacía mucho tiempo y si venían del interior del país o del extranjero. No, eran de los alrededores de París. Hacía dos meses que vivían allí. Fue todo lo que me dijo aquella noche. Y su nombre: Jacqueline.

Van Bever regresó con los libros. Quería saber si todavía intentaría venderlos al día siguiente y si ese tipo de negocio dejaba alguna ganancia. Me dijeron que podíamos volver a vernos. Y que, aunque iba a resultar difícil citarnos a una hora determinada, frecuentaban un café en la esquina de la Rue Dante.

He vuelto allí algunas veces en mis sueños. La otra noche, el sol de un atardecer de febrero me cegaba, caminando por la Rue Dante, y nada había cambiado después de todo este tiempo.

Me detenía delante de los ventanales y miraba a través del cristal la barra, el flipper y las pocas mesas dispuestas en círculo, como si rodearan una pista de baile.

Cuando llegué a la mitad de la calle, el gran edificio del Boulevard Saint-Germain proyectaba su sombra. Pero a mis espaldas la acera todavía estaba soleada.

Al despertar, el período de mi vida en el que conocí a Jacqueline se me presentó bajo el mismo contraste de luz y sombra. Calles descoloridas, invernales, y también el sol filtrándose a través de los postigos.

libro-5

 

Gérard van Bever llevaba un abrigo de tweed que le quedaba demasiado grande. Aún puedo verlo en el café de la Rue Dante, de pie frente al flipper. Pero es Jacqueline la que juega. Sus brazos y su torso apenas se mueven mientras se suceden los restallidos y las señales luminosas del flipper. El abrigo de Van Bever era largo y le cubría las rodillas. Se mantenía muy erguido, con las solapas del cuello alzadas, las manos en los bolsillos. Jacqueline llevaba un jersey gris de ochos, de cuello alto, y una chaqueta de cuero liviana color marrón.

La primera vez que volvimos a vernos, en la Rue Dante, Jacqueline se giró, me sonrió y retomó su partida de flipper. Yo me senté a una de las mesas. Sus brazos y su torso me parecían gráciles frente a aquel aparato macizo cuyas sacudidas amenazaban con arrojarla lejos de un momento a otro. Ella se esforzaba por permanecer de pie, como si se hallara en la cubierta de un barco y corriera el riesgo de perder el equilibrio y caer. Se acercó para hacerme compañía y Van Bever la reemplazó en el flipper. Al principio me llamaba la atención que pasaran tanto tiempo frente a aquella máquina. Muchas veces era yo quien interrumpía la partida, que de lo contrario habría podido durar indefinidamente.

Después del mediodía el café permanecía prácticamente vacío, pero a partir de las seis de la tarde los clientes se amontonaban en la barra y en las mesas de la sala. Me llevaba cierto tiempo distinguir a Van Bever y a Jacqueline en medio del bullicio de las conversaciones, los restallidos del flipper y toda aquella gente apretujada. Primero reconocía el abrigo de tweed de Van Bever, y luego a Jacqueline. Muchas veces regresé sin haberlos encontrado, tras haber esperado largo rato sentado a una de las mesas. Pensaba entonces que nunca más volvería a verlos, que se habían perdido para siempre entre el gentío y la confusión. Hasta que un día allí estaban, al fondo de la sala desierta, uno junto al otro, frente a la máquina.

Apenas recuerdo otros detalles de aquel período de mi vida. He olvidado casi por completo el rostro de mis padres. Había vivido con ellos durante un tiempo, luego abandoné mis estudios y ganaba algún dinero con la venta de libros antiguos.

Poco después de conocer a Jacqueline y Van Bever me instalé en un hotel que estaba cerca del suyo, el hotel de Lima. Me puse un año de más en la fecha de nacimiento que figuraba en mi pasaporte, y obtuve de ese mod

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