Alice

Milena Agus

Fragmento

alice-1.xhtml
Índice

Portadilla

Índice

Cita

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Segunda parte. Fin de la novela

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tercera parte

Capítulo 1

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

alice-2.xhtml

—Ya ve lo guapa que era antes de los acontecimientos. Deberían ustedes casarse [...]

—Quizá me hubiera casado con ella hace cincuenta años, de haberla conocido, Mohamed.

—En cincuenta años hubieran quedado hartos el uno del otro. Ahora, en cambio, ni siquiera pueden verse bien y para hartarse ya no les queda tiempo.

 

ROMAIN GARY, La vida ante sí

alice-3.xhtml

Primera parte

alice-4.xhtml

Capítulo 1

 

Antes de conocer a la señora de abajo y al señor de arriba la vejez nunca me había interesado. A mis padres no les dio tiempo de hacerse viejos; mi padre se suicidó muy pronto y mi madre ha vuelto a ser una niña. A mis abuelos no los veo nunca y la chica que cuida a mi madre es joven.

De todas maneras, una cosa es segura, ningún viejo habría podido despertar jamás mi imaginación. Ninguno salvo la señora de abajo y el señor de arriba. Y ahora ya no veo la vejez como la oscuridad, sino como un destello de luz, tal vez el último.

alice-5.xhtml

Capítulo 2

 

Hace un tiempo, Mr. Johnson, el señor de arriba, llamó a mi puerta. Vestía con sobria elegancia de gentleman, pero llevaba los zapatos desatados, el dobladillo del pantalón descosido y los calcetines de distinto color.

—Vivo en el piso de arriba —dijo—. Soy su vecino.

—Ya lo sé. Nuestro edificio no ha sido concebido para que no nos cruzáramos.

Tenía algo urgente que pedirme: si por favor podía regarle las plantas, porque él tocaba el violín en barcos de crucero, se iba de viaje y a su mujer le gustaban mucho las flores, sobre todo las rosas y las plantas de guisantes rojos, y se habría disgustado si al regresar llegaba a encontrárselas secas.

—No existen los guisantes rojos, Mr. Johnson, seguramente serán bayas.

Hace unos días, al volver del crucero, llamó otra vez a mi puerta para darme las gracias, se había encontrado las rosas y los guisantes rojos en plena forma, pero no era ése el propósito de su visita. Me preguntó un tanto cohibido si entre mis amigas estudiantes no podía buscarle a alguna que fuera competente y pudiera trabajar de ama de llaves a cambio de alojamiento y comida, porque su mujer se había marchado, tal vez para siempre, y ahora ya no necesitaba una asistenta y punto, sino alguien que se ocupara de toda la casa y no sólo de la limpieza. Como me veía siempre con muchos libros estaba seguro de poder fiarse de mí.

No lo pensé dos veces y fui enseguida a ver a Anna, la señora de abajo, enferma del corazón, pero que anda corta de dinero y todos los días coge dos autobuses para ir al trabajo y dos para volver. Sin duda, trabajar de ama de llaves en el piso de arriba le iba a parecer una suerte.

Esperamos al señor de arriba sentadas en el sofá, la señora de abajo y yo, ella me mira como queriendo decir: «¡La casa del señor de arriba! ¡Ah, la casa del señor de arriba! ¡Has visto qué sol, qué terraza con vistas al mar, qué espejos!».

Una criada con uniforme nos hace pasar y dice: «Enseguida viene».

Después entra Mr. Johnson, vestido con sobria elegancia de gentleman, pero con una manga de la chaqueta rasgada.

—¡Tiene la manga de la chaqueta rasgada! —le advierto indicándole el codo.

Se disculpa y vuelve sobre sus pasos, seguramente para cambiarse, y Anna me mira enojada, pero cuando Mr. Johnson regresa, lleva la misma chaqueta.

—Mr. Johns

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos