El río del Edén

José María Merino

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Sobre el autor

Créditos

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1.

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Son las diez y media de la mañana y Silvio te acompaña con sus pasos inseguros, que acentúan la habitual torpeza de los movimientos de ese cuerpo menudo que remata la pequeña cabeza de ancho cuello. A veces da verdaderos trompicones, aunque nunca pierda del todo el equilibrio. Hasta en esa manera de andar se manifiesta su diferencia natural, su desdichada insuficiencia. Caminas despacio para no forzarlo, pues os queda mucho trecho por delante, innumerables pasos, los suyos con esos pies un poco torcidos que repiten cada zancada con cierto titubeo antes de rematarla. Te preguntas con fastidio si no le habrás planteado al pobre chico un reto imposible de afrontar, si en tu decisión no habrá dominado, de los dos Danieles que cobijas dentro de ti, el intemperante, el insensible, el egoísta. Mas a pesar de sus restricciones, Silvio va caminando con regularidad y no parece cansado.

Se ha empeñado en llevar la urna con las cenizas de Tere y la transporta a la espalda en su pequeña mochila. Puesto que considera muy importante esa labor, una especie de misión, un sagrado acarreo, hay en la posición de sus hombros un aire forzado, como si pretendiese que la urna no sufriese por quedar demasiado apretada, como protegiéndola de algún agobio. Menos mal que un bastón de montañero, similar al tuyo, le sirve de ayuda, y lo cierto es que lo maneja con destreza. Le has pedido que guarde una actitud normal, que se relaje, que deje estar los hombros en su sitio, repitiendo varias veces la advertencia de que la urna no siente, que no es más que un objeto duro, consistente, no un ser vivo.

—Es solo una cosa, Silvio, una cosa, no le vas a hacer daño de ninguna manera —repites.

Pero él no abandona su gesto anquilosado, y al escuchar tus consejos desvía la mirada, como si quisiese aparentar que no se entera de tus palabras. Menos mal que la urna no pesa casi nada.

—Cuando te canses me la pasas, la meto en mi mochila y en paz, tengo sitio de sobra, y además puedes seguir hablando con ella aunque la lleve yo —le has dicho al fin, seguro de que no podrá aguantar todo el trayecto con esa postura.

Pero Silvio no parece cansarse, y a lo largo de la marcha habla muchas veces con la urna como si lo hiciese con Tere, hace la crónica de los lugares que recorréis, fijando su atención en los aspectos para ti más sorprendentes e imprevistos, la forma de unas ramas, de una roca, el revoloteo torpe de algún moscón tardío, la coincidencia de varias piñas tiradas a un lado del camino.

Aún no puedes discernir si Silvio ha entendido lo que es exactamente el abultado estuche cilíndrico que transporta, pero sabe que no guarda cualquier cosa, sino que se trata del envoltorio de la mismísima mamá, y a veces lo llama Urna, como si fuese un nombre de persona, aunque dirigiéndose a Tere, añadiendo acaso mamá, Urnamamá, en un enredo de identidades que, dentro de la confusión que desordena su inteligencia, debe de ser para él natural.

Cuando aquella mañana de domingo despertó y fue a dar un beso a su madre, no le dejaste entrar en la habitación y le dijiste que mamá estaba dormida y que no había que molestarla.

«Dormida para siempre», añadiste, muy serio.

Lo aceptó sin extrañeza, aunque más tarde te explicarías el motivo de su impasibilidad.

«¿Como Blancanieves?», preguntó.

«Más dormida todavía», respondiste.

Quedó mudo, y más tarde su tía Carla se ocupó de llevárselo de casa para que estuviese entretenido y alejado de la muerta, a quien sin embargo le permitiste besar por la tarde, para que fuese testigo de su sueño definitivo. Luego las cosas se fueron complicando y, entre el desconcierto propio de la jornada, no pudiste evitar que Silvio asistiese al laborioso trajín de los empleados de la funeraria mientras trasladaban el cuerpo de la cama al féretro, y al presenciar la introducción del cuerpo de Tere dentro de la caja y su acarreo por el pasillo, mostró mucha inquietud:

«¿Por qué se la llevan? —preguntaba, bastante agitado—, ¿por qué no la dejan en casa, en su cama, para que siga con nosotros, aunque sea dormida?».

Le explicaste que a los que se dormían para siempre había que llevárselos a un dormitorio hecho para ellos, para que permaneciesen acostados en compañía de los muchos otros a quienes les había pasado lo mismo. Se mantuvo en silencio durante un rato y no dijo nada.

A pesar de todo, Silvio ha esperado cada día el despertar de Tere y su regreso. Sin haberle mostrado todavía la urna en que están guardadas sus cenizas, decidiste ir a recogerlo tú mismo todos

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