Naturaleza muerta

A.S. Byatt

Fragmento

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Para Jenny Flowerdew

4 de mayo de 1936 - 11 de octubre de 1978

 

Talis, inquiens, mihi videtur, rex, vita hominum praesens in terris, ad comparationem eius, quod nobis incertum est, temporis, quale cum te residente ad caenam cum ducibus ac ministris tuis tempore brumali [...] adveniens unus passerum domum citissime pervolaverit; qui cum per unum ostium ingrediens, mox per aliud exierit. Mox de hieme in hiemem regrediens, tuis oculis elabitur.

 

 

BEDE, Historia ecclesiastica gentis Anglorum

 

«Tal —dijo— me parece, oh rey, la presente vida de los hombres en la tierra, en comparación con esa época que nos es incierta, como si, estando en un banquete una noche de invierno con tus magistrados y tus lores [...] un gorrión solitario se precipitara volando en la sala y, tras entrar por una puerta, saliera rápidamente por otra. Al punto, salido del invierno y vuelto otra vez al invierno, desaparecería de tu vista».

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Les mots nous présentent des choses une petite image claire et usuelle comme celles qu’on suspend aux murs des écoles pour donner aux enfants l’exemple de ce qu’est un établi, un oiseau, une fourmilière, choses conçues comme pareilles à toutes celles de même sorte.

 

MARCEL PROUST, Du côté de chez Swann

 

 

J’essayais de trouver la beauté là où je ne m’étais jamais figuré qu’elle fût, dans les choses les plus usuelles, dans la vie profonde des «natures mortes».

 

MARCEL PROUST, À l’ombre des jeunes filles en fleurs

 

 

Les substances mortes sont portées vers les corps vivants, disait Cuvier, pour y tenir une place, et y exercer une action déterminée par la nature des combinaisons où elles sont entrées, et pour s’en échapper un jour afin de rentrer sous les lois de la nature morte.

 

G. CUVIER, citado por Michel Foucault en Les mots et les choses

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Posimpresionismo: Academia Real de las Artes, Londres - 1980

 

 

 

 

Firmó el libro de visitas con su elegante caligrafía: Alexander Wedderburn, 22 de enero de 1980.

Ella le había dicho, tan autoritaria como siempre, que fuera directamente a la sala III, donde se encontraban «las obras milagrosas». Temprano. Así que allí estaba, un distinguido personaje público, un artista en cierto modo, atravesando con ánimo obediente la sala I (escuela francesa, década de 1880) y la sala II (escuela británica, décadas de 1880 y 1890), en una plomiza mañana, hasta el lugar gris claro, clásico y tranquilo donde la brillante luz resplandecía y hacía cantar los pigmentos, de tal modo que la frase «obras milagrosas» parecía simplemente apropiada.

En una larga pared había una sucesión de pinturas de Van Gogh, incluido un El jardín del poeta, de Arles, que Alexander nunca había visto, pero que reconoció de fotografías, de entusiastas descripciones en cartas del pintor. Tomó asiento y vio un camino que se bifurcaba, vibrante de calor dorado en torno a las agujas verdes, negras y azules de un gran pino, apuntadas al suelo y desplegadas como alas, que seguían extendiéndose allí donde el marco interrumpía su expansión. Dos decorosas figuras avanzaban, cogidas de la mano, bajo su espesura colgante. Y, más allá, hierba verdísima y geranios como manchas de sangre.

Alexander no estaba preocupado por cuándo aparecería Frederica. Ésta había perdido la costumbre de llegar tarde: la vida le había enseñado a ser puntual, quizá incluso considerada. En cuanto a él, a los sesenta y dos años, juzgaba —no con entera razón— que era ya demasiado viejo y dueño de una posición demasiado estable para dejarse desconcertar por ella o por quien fuera. Pensó con afecto en su segura llegada. Frederica siempre se había negado tajantemente a acomodarse a la pauta de su vida, a una clara repetición de hechos y relaciones. Había constituido una molestia, una amenaza, un tormento, y ahora era una amiga. Le había propuesto que estudiaran juntos los Van Gogh, con lo cual había establecido otra forma de repetición, deliberada, planeada y estética. La pieza de Alexander La silla amarilla se había estrenado en 1957; no le gustaba pensar con detenimiento en ella, como no le gustaba pensar con detenimiento en ninguna de sus obras pasadas. Contempló el jardín, de una exaltación serena y conformado por un remolino de pinceladas amarillas, una gruesa capa de pintura verdosa, una densa masa de líneas verde-azuladas violentamente estriadas, negras asas curvas aisladas, salpicaduras rojizas de dolorosa claridad. Le había costado lo suyo encontrar un lenguaje apropiado para la obsesión del pintor con el mundo material iluminado. Habría mentido si sólo hubiera dejado constancia del drama —mucho más accesible— de las tensas querellas del pintor con Gauguin en la casa amarilla de Arles, del hermano lejano e indispensable que le proporcionaba amor y pinturas, de la oreja cortada y entregada a la puta de un burdel, de los terrores del manicomio. En un principio había pensado que podría escribir versos simples, exactos, sin lenguaje figurado, en los que una silla amarilla era el objeto en sí, una silla amarilla, como una manzana redonda y dorada era una manzana, o un girasol, un girasol. A veces veía aún las pinceladas, por así decir, de esta escritura desnuda, de manera q

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