El corredor nocturno

Hugo Burel

Fragmento

1. EL AMIGO INVISIBLE

A Eduardo le gusta correr; ese hábito del deporte aeróbico lo adquirió hace unos años. Antes, jugó al básquetbol en forma amateur. Un día aceptó la invitación de un amigo para que corrieran por la rambla. Vive en una ciudad que ofrece veintidós kilómetros de vereda junto a la costa casi sin cruces u obstáculos para hacerlo. Cada vez son más los que corren. Temprano a la mañana o luego del atardecer, salen a extenuarse, a resoplar, a empaparse de sudor porque sí. No corren para superar a nadie, salvo a sí mismos. Para Eduardo, correr es un asunto solitario, una compulsión inexorable que lo obliga tres o cuatro veces por semana a lanzarse durante cinco, seis, siete kilómetros en busca del extraño éxtasis que provoca la producción acelerada de hormonas, la natural secreción de sustancias que invaden la sangre y ayudan a pensar diferente, a ver asuntos desde otros ángulos, a concebir ideas extrañas y —claro— a transformar dolor en placer. También es una forma de huir, de zafar de sí mismo. Eso es lo que le pasa últimamente: está bajo presión, por eso salir a correr es un alivio pasajero y una coartada. Las presiones son muchas y cada vez corre más, aunque lo hace sin método y sin un plan regular. Lo hace, en especial, cuando se siente a punto de estallar. No sabe qué podría hacer en vez de correr; probablemente bebería o sería un individuo violento. Correr es su vicio y también su salvación.

SOY TU SUEÑO Y TAMBIÉN LA PEOR DE TUS PESADILLAS. TU AMIGO INVISIBLE

Todavía recuerdo aquel escueto billete recibido en el festivo juego grupal con que celebrábamos el fin de año en la compañía de seguros. Una pista ambigua para que yo no descubriera la identidad de quien, a la postre, iba a regalarme un alfiler de corbata durante la ceremonia de la revelación, cuando todos perdimos el anonimato y supimos quién era el amigo invisible de cada uno.

Esa vez —hace quince años, calculo— me tocó de amigo mi propio jefe, el lacónico y severo Antonio Iribarne.

—Usted sueña con mi puesto —me dijo, inusualmente sonriente y afable—; y a la vez suelo ser su pesadilla, en especial los viernes a última hora, ¿verdad?

Cuando me entregó el obsequio, me palmeó la espalda y todos aplaudieron. Yo quedé sin posibilidad de respuesta y solo atiné a deshacer rápidamente el envoltorio para mostrar la pequeña baratija al resto de mis compañeros.

Casi dos años después, mi sueño se cumplió y pude ocupar el puesto de Iribarne, que murió de infarto lejos de su escritorio. El alfiler jamás lo usé y el billete del juego todavía lo guardo. Para mí es como una revelación, una guía condensada del alma humana.

Todos nuestros amigos tienen algo de invisibles si se los mira con atención. Todos esconden o escamotean una parte de lo que son. Esa es la condición de cualquier ser humano, el lado oscuro que a veces aflora y a veces no.

Por fortuna, a los amigos se los elige, o al menos eso es lo que sucede la mayoría de las veces.

Conocí a Raimundo Conti en un aeropuerto, pero ya nos habíamos visto, aunque no sé precisar dónde ni en qué circunstancias. Puede decirse que es una de esas personas que uno identifica sin que por ello las conozca: reuniones sociales, alguna oficina del Estado, el encuentro en un ascensor...

Su cara me resultó familiar cuando, al entrar en el bar de la zona de embarque del aeropuerto de El Galeão, nuestras miradas se cruzaron brevemente. Él bebía un café y leía Jornal do Brasil: parecía calmo y distendido. Yo estaba llegando demorado desde Europa para hacer escala en San Pablo, tomar la combinación a Buenos Aires y luego el puente aéreo a Montevideo. Pero por razones técnicas el avión descendió en Río. Había realizado un viaje a Milán pago por la compañía y regresaba sin los contratos previstos y con la posible deserción de nuestros socios italianos. Un resultado que el finado Iribarne no hubiera admitido. Milán me había parecido una ciudad gris, sucia y agobiante, y durante la semana que estuve no dejó un solo día de llover. Pese al excelente hotel ubicado a una cuadra del Duomo y al razonable viático concedido, me había dominado un raro desasosiego y el convencimiento de que mi visita a la filial italiana era un gestión inútil desde el comienzo. No me equivoqué.

Pedí una cerveza en el mostrador y me dispuse a esperar las siguientes tres horas hasta el nuevo embarque. Era alguien en tránsito, deprimido y con dolor en las cervicales, pese a la comodidad de la clase business. Cuando quise acordar, Conti —a quien, como ya dije, todavía no conocía y no podía llamarlo con nombre alguno— estaba junto a mí y me sonreía con afabilidad, como si hubiera estado esperándome.

—Nos hemos visto antes, ¿verdad? —dijo el hombre que enseguida habría de presentarse como Raimundo Conti, agente inmobiliario y asesor en bienes raíces. Buscó en el bolsillo superior de su saco y me extendió una sobria tarjeta que incluía su nombre y sus actividades.

Respondí que no y luego que sí. Aclaré que tal vez ya nos habíamos visto antes. Él mencionó algunos lugares donde pudimos cruzarnos, alabó su memoria visual y se jugó a adivinar mi profesión. Acertó.

Le dije mi nombre y me disculpé por no llevar tarjetas encima. Solo vestía camisa, pantalón y campera.

Pronto estuvimos hablando de temas generales: la decadencia de las líneas aéreas, la mala comida de a bordo, la recesión económica de la región y la crisis mundial. Noté que Conti era solvente en todos los tópicos, aunque evitaba contradecirme y solo reafirmaba mis opiniones. Me ofreció un habano, pero inmediatamente recordó que estaba prohibido fumar. No obstante, insistió en que me lo guardara para disfrutarlo en casa, “siempre y cuando el humo no le moleste a tu esposa”. Del mostrador pasamos a los sillones de la sala de espera y nuestra conversación ingresó en aspectos un poco más personales. Para entonces el agotamiento había hecho mella en mi interés en la conversación y creo que bostecé un par de veces. Conti lo notó y me recordó que teníamos una hora y cuarenta por delante antes de embarcar.

—Vos te dormís una siesta mientras yo voy al free shop. Cuando sea el momento de subir al avión, te despierto. Quedate tranquilo que no voy a olvidarme: si querés te dejo el pasaporte como garantía —propuso, amable y cordial.

El equipaje estaba en tránsito y yo no pegaba un ojo desde que saliera de Milán. Me cuesta dormir sobre cualquier cosa que se traslade.

—¿De dónde venís? —se me ocurrió por fin preguntar.

—De Marruecos —dijo Conti, que también debió haber hecho escala en Guarulhos.

—¿Marruecos? —repetí. Conti realizó un gesto de duro seductor y se levantó la solapa del saco.

—Sí, Marruecos, Tánger, Casablanca, Rick Blane y todo eso. Mucho desierto, pero vale la pena. ¿Y vos?

—¿Y yo qué? —dije.

—¿Dónde estuviste?

—Vengo de Milán, fui una semana por trabajo.

—¿Conocías?

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