Índice
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Índice
El silencio amigo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
El silencio mudo
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Sobre el autor
Créditos
El silencio amigo
I
La boca no es para hablar. Es para callar.
Era un dicho de Mariscal que su padre repetía como una letanía y que Víctor Rumbo, Brinco, recordó cuando el otro muchacho, aterrado, vio lo que había en el raro envoltorio que él había sacado del cesto de pescador y preguntó lo que no tenía que preguntar.
—¿Y eso qué es? ¿Qué vas a hacer?
—Tienen boca y no hablan —respondió lacónico.
La marea estaba baja o pensando en subir, en una calma atónita y destellante que allí resultaba extraña. Estaban los dos, Brinco y Fins, en las rocas próximas al rompiente, al pie del faro del cabo de Cons, y no muy lejos de las cruces de piedra que recuerdan a náufragos y pescadores muertos.
En el cielo, teniendo como epicentro la linterna del faro, las gaviotas picoteaban el silencio. Había un saber burlón en aquella alerta de las aves del mar. Un cuchicheo de forajidos. Se alejaban para luego retornar más cercanas, en círculos cada vez más insolentes. Se tomaban esa confianza, compartiendo con jactancia un secreto que el resto de la existencia prefería ignorar. Brinco miró de soslayo, divertido con el escándalo de las aves del mar. Sabía que él era la causa de la excitación. Que estaban al acecho.
Que esperaban la señal decisiva.
—Mi padre sabe el nombre de todas estas piedras —dijo Fins, intentando desatarse del curso de las cosas—. Las que se ven y las que no se ven.
Brinco ya había aprendido a tener desdén. Le gustaba ese sabor de las frases urticantes en el paladar.
—Las piedras no son más que piedras.
Brinco empuñó el cartucho de dinamita, ya montado con la mecha. Con el estilo de quien sabe cómo se usan.
—Tu padre será un lobo de mar, no lo niego. Pero vas a ver cómo se pesca de verdad.
Prendió al fin la mecha del cartucho. Tuvo la sangre fría de sostenerlo un instante en alto, ante la mirada espantada de Fins. Lo arrojó luego con fuerza, con entrenada destreza, por encima de las cruces de piedra. Al poco, se oyó el retumbe del estallido en el mar.
Ellos esperaban. Las gaviotas se agitaban más, en jauría voladora, con un chillar cómplice, jaleando cada salto de Brinco en las rocas. Fins tiene la mirada clavada en el mar.
—Ahora va a ser una marca de miedo.
—¿El qué?
—Los peces no vuelven. Donde estalla la dinamita, no vuelven.
—¿Por qué? ¿Porque lo dice tu padre?
—Eso se sabe. Es el esquilme.
—Sí, hombre, sí —se burló Brinco.
En el Ultramar había oído conversaciones parecidas y sabía la respuesta para acallarlas: «¡Ahora va a resultar que los peces tienen memoria!».
Se sonrió de repente. Una fuerza puede con otra en el interior y es la que articula la sonrisa. Lo que le vino a la boca fue una sentencia de Mariscal. Una de esas frases que otorgan un triunfo, mientras Fins Malpica está cada vez más intimidado en la espera, callado y pálido como un penitente. El hijo del Palo de la Santa Cruz.
—Si eres pobre mucho tiempo —dijo Brinco con la medida contundencia—, acabas cagando blanco como las gaviotas.
Sabe que con cada sentencia de Mariscal queda el campo despejado. No fallan. Le fastidia, por otra parte, tener esa fuente de inspiración. Pero le ocurre algo curioso con el lenguaje de Mariscal. Aunque quiera evitarlo, le viene a la boca, se apodera de él. Como ponerle el rabo a las cerezas. Ésa es otra. Otra frase que se enganchó. No falla.
Brinco y Fins se sentaron en una roca y metieron los pies descalzos en una poza de agua, de las que deja la bajamar. En aquella pecera, la única vida visible era el jardín de las anémonas. Jugaron a acercar los dedos de los pies. Ese simple movimiento provocaba que la falsaria floración agitase sus tentáculos.
—Las muy putas —dijo Brinco—. Simulan ser flores y son sanguijuelas.
—La boca es también el culo —dijo Fins—. En las anémonas es el mismo agujero.
El otro lo miró incrédulo. Iba a soltar una bravata. Pero se lo pensó mejor y calló. Fins Malpica sabía mucho más qu