A la memoria de Leah, mi madre:
«Fíjate, hijo mío, algunos frutos maduran
con una mirada del sol, y otros
necesitan el verano entero.»
Prólogo
A veces se vuela
Yo estaba cortejando a una joven, si a aquella clase de atenciones bruscas, inseguras, equívocas que le prestaba se las podía llamar cortejar: en cualquier caso para mí lo era, pues nunca había hecho algo así antes.
La había conocido en Yaddo, la colonia de artistas, un sitio del que probablemente hayas oído hablar, donde se invitaba a escritores, pintores y músicos durante el verano, o parte de él, con la esperanza de que, aligerados de sus agobios y preocupaciones habituales, y con abundante tiempo libre a su disposición, crearían. Por desgracia la cosa no funcionaba de ese modo, como probablemente también hayas oído. La mayoría necesitábamos agobio y preocupaciones, pues una vez allí holgazaneábamos o perdíamos gran cantidad de tiempo en charlas frívolas y superfluas. Aquello era durante la época de la guerra civil española, en 1938 para ser exactos, y claro, de nuestra conversación formaba parte el hecho de que los leales a la República parecían a punto de lograr la victoria y sin embargo eran incapaces de conseguirla. También existía en aquella época una especie de preponderancia de inclinaciones marxistas entre los intelectuales jóvenes. Menciono esas cosas para recordar cuál me parecía que era el ambiente de esa época.
Entonces yo estaba dedicado a escribir una segunda novela, sobre cuya finalización había llegado a un acuerdo con mi editor. Ya había escrito una parte completa, y esa parte inicial había sido aceptada y celebrada. No necesitaba más que acabarla. Pero fue mal a partir de entonces; en realidad, había ido mal antes de que llegara a Yaddo; no puedo culpar a Yaddo de eso: me proporcionaron el ambiente necesario para escribir. Había ido mal: había desaparecido el objetivo, desaparecido la determinación, el impulso. Parecía que en mi interior se estaba produciendo un cambio profundo en la manera como abordaba mi oficio, en mi objetividad. Es difícil de decir. Por desgracia, no soy lo suficientemente analítico como para ser capaz de aislar el problema, aunque tampoco sé qué bien podría haber supuesto poder serlo.
Aquéllos fueron la época, el estado de ánimo general, la situación comprometida de los que procede esta narración. La joven a la que estaba cortejando —la llamaremos M.— era una joven muy agradable, alta, de pelo rubio, pianista y compositora, una joven con toda la paciencia, pragmatismo y autodisciplina del mundo, criada y formada en las mejores tradiciones de Nueva Inglaterra y el Medio Oeste, las tradiciones más sanas. En aquella época yo era lo bastante avanzado y arrogante para manifestar algo así como desdén por esas tradiciones. Me preguntaba si mi cortejo tenía alguna realidad, algún futuro, si, en resumen, saldría algo de él. Estaba plenamente dedicado a ser artista; a pesar de lo que fuera.
La colonia estaba cerca de Saratoga Springs, y yo tenía un Ford Modelo A, y a primera hora de la mañana, antes de desayunar, bajaba en el coche desde Yaddo al balneario. En aquellos días en éste había una especie de espacio público, un sitio donde se podían comprar vasos de plástico por un centavo, y una especie de manantial donde el agua con burbujas salía por un tubo delgado a una pila; y digo que tenía burbujas porque ése era uno de sus atractivos, el hecho de que tuviera burbujas.
Desde la infancia he considerado el agua mineral con gas una especie de delicia, algo que no se podía conseguir con facilidad, en realidad sólo comprándola, y recordaba al repartidor del agua de Seltz del East Side subiendo trabajosamente los muchos tramos de escalera con su docena de sifones en una caja. Y allí era algo gratuito, y no sólo gratuito, además bueno para la salud. El agua, unida a su efervescencia, tenía un ligero sabor a herrumbre o azufre, pero sus propiedades eran sorprendentemente beneficiosas.
Resultó que mencioné