El libro de las horas contadas

José María Merino

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
1. El meteorito
2. La vida del cuerpo
3. Fulgor amigo
4. Metacósmica
La tacita
Reverso de postal
Proceso interrumpido
Pico Catoute
El ciclo del agua
Aspergillus
La epidemia
Náufrago
La rabia de Vulcano
¿Yo?
Iidentidad
La voz pequeña
5. Zambulianos
6. Abandonos
7. La telaraña
8. Espaciosueñotiempo
Desvelo
El pasado
El futuro
Con retraso
Exploradores
El del espejo
Noche de espíritus
Una revelación
El canto del cuco
El otro sueño
9. La chica sola
10. El Más Acá
11. La otra casa
12. Anderseniana
Paraguada
Amor de conferencia
Luna llena
Maletas agresivas
Nube
Estrategias comunicativas
La sirenita
El dragón del hambre
13. La pena del mundo
14. El gato azul
15. Una semana de ficción
Lunes
La creación imposible
El joven deconstructor
Martes
Las noventa y nueve palabras
Arte sideral
Miércoles
Homo insciens
Jueves
Prometeica
Viernes
Hipótesis invisible
El tren de hojalata
Calaveras
Sábado
La carta en el árbol
Imaginación y realidad
Domingo
Arcimboldiana residual
De libros y de rosas
16. La mirada de Noemí
17. Avatares
18. Siete novelas al minuto
I. Las parejas imaginarias
II. La historia menor
III. El exterior del drama
IV. Arte y vida
V. Obligaciones pendientes
VI. Sinopsis futurista
VII. Desolación
19. El estanque
20. Círculos
21. Edénica menor
1. Un reencuentro
2. El poder del narrador
3. El huerto abandonado
4. Divina decepción
5. Divina acercanza
22. La tristeza del árbol
23. El innombrable
Dedicatorias
Sobre el autor
Créditos
horas-1.xhtml

1. El meteorito

 

Pedro se sobresaltó al advertir el resplandeciente recorrido de aquella estrella fugaz que rasgaba la negrura del cielo.

—¿No la habéis visto?

Perplejos, Mónica y Fran volvieron hacia él sus miradas.

—¿Ver qué? —preguntó Fran.

—Una estrella fugaz, enorme.

 

 

 

Un matrimonio veterano y un solitario que solamente durante algún tiempo de su vida vivió en compañía: el pequeño grupo fraguado en una ligazón antigua, al parecer inquebrantable, se había reunido otro verano más. «Acaso el último verano», solía pensar Pedro con incómoda resignación.

Aunque estaban a principios de agosto, los días seguían siendo muy plácidos. «Agosto, frío en rostro», se decía en otros tiempos, y ciertamente había en el ambiente un frescor que hacía gustosos esos momentos de la noche, a sus espaldas los crujidos tenues del monte, ante ellos la invisible serenidad del valle marcada por el crepitar de los insectos, o algún ladrido disperso, a lo lejos las luces de la capital.

La placidez enlazaba aquella noche con muchas otras semejantes de tantos veranos del pasado, desde los tiempos de la lejana adolescencia, los tres sentados en la galería de una vieja casa de campo.

Fran y él eran primos, tenían casi la misma edad y habían estudiado juntos la carrera. En los tiempos de la adolescencia, un verano a la orilla del mar, conocieron a Mónica, y Pedro y ella habían comenzado un noviazgo cimentado en besos ocasionales y caricias furtivas que haría reír a los jóvenes de ahora.

—No la he visto —dijo Fran.

—Tampoco yo —confirmó Mónica.

—Un resplandor muy intenso. Como si fuese un meteorito importante.

Al pronunciar aquella palabra, meteorito, Pedro encontró la clave de su sobresalto.

 

 

 

El tercero de los años de su noviazgo con Mónica, último de la carrera, ya muy consolidada la relación amorosa, invitó a la muchacha a pasar una temporada en el lugar del valle montañés, la casa de los abuelos, donde habían transcurrido los veranos de la infancia en compañía del inseparable Fran y de otros primos, ahora ya ausentes o desaparecidos.

También aquel verano estuvo con ellos Fran, y también por las noches se sentaban en la galería y tomaban el fresco mientras charlaban, con la mirada perdida en las es

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos