La corredora

Carrie Snyder

Fragmento

libro-1

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Mapa

Prólogo. Canción de amor

1. Visitas

2. Hermanas y hermanos

3. Conspiradores

4. Velocidad

5. Proyecto

6. Volver a casa

7. Caída

8. Grietas

9. El Club de Atletismo Femenino Rosebud

10. La corredora de oro

11. La casa

12. Volver a casa

13. Amor de juventud

14. Dos historias

15. Creo que lo sé

16. Sola

17. Las necrológicas

18. Tattie

19. La huella

20. La tierra

Nota de la autora

Agradecimientos

Árbol genealógico de la familia Smart

Sobre la autora

Créditos

libro-2

A Kevin, que me ayudó a encontrar la atleta que llevo dentro. Y a nuestros hijos, Angus, Annabella, Flora y Calvin, que siempre han sabido jugar.

libro-3
Mapa
libro-4

Prólogo. Canción de amor

Esta no es la canción de amor de Aganetha Smart.

No, y no me cuenten lo que es la fatiga y el derecho a disfrutar de un merecido descanso.

Me he pasado toda la vida corriendo hacia alguna parte, tratando de alcanzar un punto en el horizonte que nunca parece acercarse. Al principio lo perseguía con abandono, con confianza, y más adelante con frustración, luego con dolor, y aun después con la lucidez de una artista del escapismo. Ya es demasiado tarde para detenerme, aunque corra solo en mi imaginación, por la fuerza de la costumbre.

Haces lo que haces hasta que te agotas. Eres quien eres hasta que dejas de serlo.

Me llamo Aganetha Smart y tengo ciento cuatro años.

No crean que llegar a esa edad es un privilegio.

He vivido más que todas las personas a las que he amado, y que todas las que me han amado a mí. Y no he envejecido bien. Mírenme.

Vivo rodeada de extraños. Me paso el día en una silla de ruedas, aparcada en una sala que huele a grasa de pollo y pañales. Por la noche me acuestan en una cama rígida y me arropan con una manta que apesta a lejía. Esa rutina se repite desde hace tanto tiempo que ya no me molesto en calcularlo. Soy un poco dura de oído, aunque no tan sorda como la gente cree, y me falla la vista, así que reconozco que he perdido facultades para describir lo que ocurre a mi alrededor. Puede que en realidad viva en una catedral de luz y duerma en una enorme cama con dosel y no me dé ni cuenta, pero sospecho que no es así: conservo intacto el sentido del olfato.

En cuanto al habla, las palabras no salen de mi boca enteramente a mi antojo. Solo con un gran esfuerzo consigo hacerme entender. Es mucho más fácil ceder a la pereza de farfullar una retahíla de frases incoherentes pero socorridas, fórmulas que siempre están en la punta de la lengua en caso de emergencia o cuando debe hacerse alguna cortesía: «Bueno, qué sé yo, pero en fin…».

Es un obstáculo, para qué negarlo.

Me encuentro en un estado que en apariencia es simple. Impedida. Mermada. Una sombra de lo que fui.

Y sin embargo, lo que más me cuesta aceptar es que me iré sin apenas dejar huella… ¿Qué quedará? Una caja de zapatos llena de medallas renegridas que nadie reclama. Mi nombre olvidado en una columna de los anales del deporte. Ráfagas diarias de palabras, escritas a contrarreloj, impresas en tinta negra, desfasadas ya a la hora de la cena.

Mi mayor triunfo ha sido vivir lo suficiente para ver mi vida desvanecerse. ¿Quién escribirá mi obituario? No es que me preocupe demasiado, a decir verdad. Pero ahí está.

Es demasiado tarde para cambiar de táctica, para esquivar las dificultades, para reservar fuerzas en el tramo final. No hay vuelta atrás. Y aun así no dejo de correr. Corro sin descanso, como si incluso ahora hubiera tiempo y no fuera en vano, y al fin pudiera alcanzar, antes de que me engulla el silencio, lo que me falta por conocer.

libro-5

1. Visitas

—¿Vamos, Aggie? —dice Fannie, apretándome suavemente los dedos.

Echamos a andar de la mano por el camino polvoriento. Fannie es única, no hay nadie como ella. Se mueve como el agua de un arroyo turbio. Nos demoramos recogiendo flores silvestres, arrancamos los tallos ásperos, aunque los delicados pétalos se nos mueren enseguida en las manos. Los pastos altos se mecen con el calor. Nos abrimos paso entre las matas de frambuesas y seguimos por la orilla del sembrado. El maíz está muy crecido, más alto que yo, incluso más alto que Fannie.

Fannie lleva el pelo recogido en un moño, y los mechones sueltos forman un halo alrededor de su cara. Cuando me mira, parece la cara de la luna.

Vamos al cementerio. Siempre vamos al cementerio.

—Bueno, ya hemos llegado —dice Fannie con satisfacción.

Trepo a la cerca de troncos, cubierta de musgo. Siento en las rodillas los surcos oscuros de la madera fría y húmeda. Fannie entra por la cancela.

—Hola a todos —dice—. Hola, niños. Buenos días, mamá.

Doy un salto desde la cerca y tiro las florecillas moribundas que llevo en la mano. Mi tarea consiste en recoger las manzanas silvestres caídas de los árboles. Fannie se remanga la falda hacia un lado y se arrodilla sobre una tumba para arrancar las malas hierbas. Esa es su tarea.

Lanzo puñados de manzanas silvestres mientras imito el ruido de las armas de fuego, las explosiones de las granadas, como imagino que suena la guerra. Nuestro hermano Robbie está en la guerra; en realidad es mi hermanastro, igual que Fannie.

Fannie da unas palmadas en la hierba para que vaya a su lado. Parto una manzana de un mordisco y la escupo.

—Nacieron antes de tiempo —empieza Fannie. Me sé sus historias de memoria—. Nacieron antes de tiempo —repite, esperándome, sentada ahora con las rodillas abrazadas contra el pecho—. Tenían la piel más fina qu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos