El último día de Terranova

Manuel Rivas

Fragmento

libro-3

Liquidación Final

Galicia, otoño de 2014

Están ahí los dos, al pie del Faro, en las rocas fronterizas. Ella y él. Los furtivos.

Estoy de pie frente al mar y tengo miedo a girarme, a darles la espalda, y que todo desaparezca para siempre. También ellos. Que cuando me vuelva, solo encuentre un inmenso vacío partido por la Línea del Horizonte, una línea fósil, sin recuerdos que se muevan en ella como ahora lo hace Garúa en bicicleta con su lote de libros en las alforjas. Que de pronto se encienda de día la linterna del Faro y un destello de luz negra, humeante, recorra la ciudad y enfoque acusador la fachada de Terranova y el letrero del escaparate en el que escribí: Liquidación final de existencias por cierre inminente.

No, no debería haber escrito ese aviso.

Imagino las miradas examinando las últimas existencias, sopesando el valor, el estado de salud, el color, la musculatura, la resistencia del lomo, y las existencias atónitas, empezando a no sentir el suelo, en un estado de desaparición.

Tengo que volver y retirarlo, el letrero.

Mejor mentir y escribir: Liquidación por defunción. Y estar allí, en primera línea.

¿Qué hace usted aquí, señor Fontana?

Esperar al muerto, como todo el mundo.

Eso tal vez provocaría un aplauso. Qué menos que un aplauso, que una ovación. Eso sería una chispa de esperanza. Yo viví esa profecía, la llevé en una chapa cuando dejé de ser el Duque Blanco: No Future. No hay futuro. Me estremece saber que teníamos razón. Era lo último que queríamos tener, la razón. Como descubrir ahora que nuestra fealdad intencionada era una forma de belleza. Que la costra de suciedad era una capa protectora.

Povertade poverina,

ma del cielo cittadina…

Qué bien me sienta este rezo. Mi poeta, Jacopone da Todi. Un regalo del tío Eliseo cuando yo estaba en el Pulmón de Acero: Y te daré pan y agua y hierbabuena, y un puñado de sal a quien venga de fuera.

Debo volver y retirar ese letrero, pero tengo miedo a irme.

Estoy hecho de agua, aire y miedo. De nuevo.

Cuando estaba allí, en el Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo, era el burbujeo de las olas el que arrullaba y adormecía mi miedo a extinguirme. La poliomielitis, ¡la polio!, me afectó a mí, pero cayó como un obús en Terranova. Había una gran epidemia de la que apenas se informaba. Cuando golpeaba cerca, la gente descubría, atónita, que la peste acechaba hacía tiempo. A mí no solo me paralizó piernas y brazos. El aparato respiratorio se olvidó de respirar.

Me salvó el Pulmón de Acero.

El cuerpo metido en un tanque cilíndrico. La máquina lo hacía trabajar y recordar. Presionaba para expulsar el aire, cedía para expandir el tórax y animarlo a entrar. Solo la cabeza permanecía fuera, sellada por el cuello. Es curioso. Observar el mundo exterior mientras la vida, tu vida, lucha en la oscuridad. Me sentía en un batiscafo, en una nave a modo de cápsula que parecía hecha a mi medida. El espejo, colocado en lo alto para ver sin tener que mover la cabeza, era mi periscopio. En esa posición, la del enfermo inmovilizado, penosa, tenía a veces la sensación de ver lo que los otros no veían. Lo invisible.

No debería haber escrito ese letrero. No debería haberlo puesto en el cristal con esa orla de esquela mortuoria.

Camino del Faro, me había ido encontrando con carteles semejantes. El kiosco de prensa Sócrates: Liquidación por cierre. La tienda de lámparas Boreal: Liquidación de existencias. La confitería Ambrosía: Liquidación obligatoria. Incluso la taberna Ovidio, ya sin letrero, cómo protestan los ojos cuando paso por delante. La lencería La Donna Moderna: Liquidación total. Esa fue la liquidación en la que más me paré. Dicen que los libreros, cuando salen de paseo, se dedican a ver librerías. Pero no es mi caso. Yo siempre me fijé más en las ferreterías, en los ultramarinos, en las tiendas de juguetes, y en las lencerías, sobre todo en las lencerías donde hay maniquíes. Ah, mi ruta de la seda. La Maja, Las Tres Bes, La Gloria de las Medias, La Crisálida. Y también la sombrerería Dandy. ¡Pruébese un sombrero, señor Fontana! Yo necesito uno de gánster, señor Piñón. No hay problema, ¡se lo hacemos a la medida de Chicago! Pero hoy, en el escaparate de La Donna Moderna, solo hay maniquíes desnudos con el letrero de Liquidación total. Una parada para el desasosiego. Y yo necesito un respiro. Mi memoria es una prolongación del aparato respiratorio. En estos casos, no hay tanta distancia entre el viejo y el niño que fui. Me apoyo, por fin, en el árbol de la horca. En el mismo parque donde colgaron al héroe de la ciudad, el general liberal Díaz Porlier, como corresponde al hijo más querido, el ahorcarlo. Y para calentarle los pies y aliviar lo incómodo de tal posición, quemaron bajo el péndulo del cuerpo sus papeles, las memorias, los manifiestos y también las cartas de amor. Ese árbol me da ánimos. Por eso no me molestó, me alegré como un héroe el día en que oí un murmullo travieso a mi espalda: ¡Qué bien cojea ese cabrón!

Ahora me siento culpable de todos los cierres. Por haber escrito ese letrero. Una rebelión de los ojos. Por haber metido la jodida mano en la intimidad de las palabras. Debería abrir día y noche. Poner luces de barco. Hace tiempo que no veo a jóvenes robando libros. Esa excitación que se produce en el cuerpo, en la mirada. Tengo que volver rápido a la librería. A lo mejor hay alguien que quiere robar un libro. Qué chasco se va a llevar. Qué desilusión.

Son los furtivos. Son ellos. Mi compañía en el fin de la tierra.

Somos, los tres, inconfundibles. Él, el guerrero, la rasqueta como lanza en ristre, arrancando las piñas de percebes en la roca que llaman Gaivoteiro. Cuando se agacha, semeja un cefalópodo. Cada vez que se yergue parece más alto, se alarga metros como un trazo vertical del horizonte. En el cinturón lleva unas bolsas de red donde guarda su captura. Cuando llena una, se la arroja a ella, a la chica menuda. Lo normal es que estén unidos por un chicote. Estoy acostumbrado a verlos así, un extraño ser anfibio con dos cuerpos. Yo, el vigía de la Línea del Horizonte, ¿qué seré para ellos?

Lo sé. Quien está mirando lo que no debería mirar. Quien está donde no debería estar.

Un ángel caído y con muletas. Una liquidación.

La razón de que estén solos en las rocas, de que aprovechen la ausencia de los otros mariscadores, de los profesionales, es el tiempo. Se acerca un temporal. Ahora mismo, nadie lo diría. Porque el mar parece inquieto, pero más frágil y resentido que poderoso y enojado. La impresión es que está a punto de hacerse añicos, tembloroso y agrietado por todas partes, escupiendo y supurando espuma.

Los pronósticos se dan ahora con mucha precisión. Dentro de poco, calculo que en dos horas y media, al paseo del Orzán, con todo el panorama de la ensenada, acudirá una multitud armada con sus herramientas de grabación. Se espera una ciclogénesis explosiva. Es decir, un temporal, incluso una tempestad. Pero esos dos términos están en desuso, como miedos antiguos.

Lo que está a punto de hundir

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