Las flores de la guerra

Geling Yan

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Notas

Sobre la autora

Créditos

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1.

 

Meng Shujuan se levantó sobresaltada. No tardó en darse cuenta de que se encontraba de pie junto a la esterilla sobre la que dormía. Eran alrededor de las cinco de la madrugada, o quizás un poco más temprano, como mucho las cuatro y media. Se despertó en el mismo momento en que los estampidos de la artillería que habían sonado durante días enmudecieron. Aunque el silencio repentino de miles de cañones resultaba, de hecho, igual de aterrador que cuando tronaban todos a la vez, lo que en realidad interrumpió su sueño fue un fluido caliente que brotó de entre sus piernas. Sangre. Fue en ese instante cuando despertó del todo. Era su primera menstruación. Descalza sobre el pavimento, tuvo la sensación de que ese líquido que hacía un momento ardía se iba helando.

A su izquierda había una fila de siete camas improvisadas en el suelo y, separadas por un espacio de paso, se extendían otras ocho más. Por toda Nanjing había edificios en llamas. El resplandor del fuego penetraba por entre las cortinas negras que tapaban los ventanucos del desván, haciendo que las formas de la estancia se agitaran y ondularan sin descanso. Aprovechando esta claridad, Shujuan contempló a sus compañeras dormidas y escuchó su respiración larga y profunda. Soñaban como si siguieran viviendo en tiempos de paz.

Se echó una chaqueta sobre los hombros y se dirigió a tientas hacia la puerta del desván. No se trataba de una entrada que se alzara perpendicular al suelo sino que, vista desde el piso de abajo, era una tapa cuadrada colocada en el techo. Normalmente el desván estaba deshabitado y únicamente subían de manera ocasional los hombres que venían a reparar la instalación eléctrica o las goteras del tejado. La trampilla y la escalera estaban unidas por un ingenioso mecanismo que hacía que, en el momento en que se empujaba la portezuela, se extendiera la escalera.

Cuando Shujuan y sus quince compañeras llegaron el día anterior a la parroquia, el padre Engelmann les había explicado que debían permanecer en el desván todo el tiempo posible. Para orinar podían utilizar un cubo metálico. Sin embargo, la sangre de su camisón era en ese momento una emergencia: Shujuan necesitaba bajar al cuarto de baño.

El padre Engelmann no había contado con tener que dar cobijo a las estudiantes de la Escuela de Santa María Magdalena. La tarde anterior, él y su ayudante, el diácono Fabio Adornato, acompañados de sus dos empleados, Ah Gu y George Chen, habían llevado a las niñas hasta el río para tomar el ferry a Pukou. Tuvieron que esperar hasta poco antes del anochecer a que el barco regresara precisamente de esa ciudad. Sin embargo, no consiguieron subir a bordo. De repente había aparecido un grupo de soldados escoltando a otros heridos de gravedad que las empujaron a un lado. Uno de ellos le explicó al padre Engelmann que habían caído, no bajo las balas de los japoneses, sino bajo las de su propio bando. Cumpliendo órdenes de retirada inmediata, habían retrocedido con la mala fortuna de toparse con otras tropas chinas que aún no habían recibido la orden y que los tomaron por desertores. Los soldados en retirada habían obedecido también la orden de destruir su propia artillería pesada antes de abandonar las trincheras, por lo que, frente a las armas de las tropas defensivas, quedaron convertidos en dianas de carne y hueso. Se vieron así atacados por las ráfagas de sus metralletas, acribillados por sus pistolas y aplastados por sus tanques. Cuando por fin ambos bandos aclararon el malentendido, las bajas entre los soldados que habían retrocedido ascendían a varios centenares. Quizá movidas por un sentimiento de culpa, las tropas defensivas, como si hubieran enloquecido de repente, asaltaron el barco para entregárselo a los soldados que habían recibido sus disparos. Fue así como los clérigos y las estudiantes perdieron su oportunidad de marcharse en el ferry.

El padre Engelmann consideró que era demasiado peligroso quedarse por la noche a orillas del río. Llegaban ecos de disparos y cruce de bayonetas y podía resultar peor que encontrarse con los mismos japoneses. Se puso, por tanto, al frente del grupo junto con el diácono Adornato y, escoltados por Ah Gu y George Chen, llevaron de regreso a la iglesia a Shujuan y a sus compañeras atravesando las calles más oscuras y estrechas de Nanjing.

El padre Engelmann había prometido a las niñas que en cuanto amaneciera encontraría un barco y, si no lograba dar con uno, aún quedaría una salida: refugiarse en la Zona de Seguridad. Apenas un día antes, les había asegurado que la ciudad era inexpugnable. A juicio del sacerdote, las murallas en perfecto estado y la barrera natural que formaba el río Yangtsé impedirían a los japoneses tomar fácilmente Nanjing.

Shujuan descendió por los escalones de madera, que crujieron a cada paso a medida que bajaba del desván. Cuando sus pies se posaron sobre el suelo del taller de encuadernación sintió el frío pegajoso, húmedo y penetrante hasta los huesos del mes de diciembre. Aparte de unos disparos esporádicos en la lejanía, todo estaba en silencio a su alrededor; hasta sus propios pasos provocaban un roce contra la oscuridad apenas perceptible. En ese momento, ella aún desconocía la tragedia que envolvía a aquella calma, una calma producto del abandono de la lucha por la ciudad y de su progresiva resignación a ser ocupada. Atravesó la quietud fría y húmeda. Sus pies conocían muy bien el camino de un extremo del taller al otro. En total había veintidós pupitres donde las estudiantes solían encuadernar las biblias y las hojas de himnos que utilizaba la iglesia de Santa María Magdalena en sus servicios litúrgicos y otras activida

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