Si te vieras con mis ojos

Carlos Franz

Fragmento

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I. 1834

La radiante mañana de junio en que conociste a Carmen brilló tras una semana de tormentas sobre el Pacífico. Tu barco había estado a punto de hundirse frente a las costas de Chile. Varias veces te preparaste para morir. Pero ahora, por fin, con las velas desgarradas, andrajoso, el velero entraba lentamente en la bahía luminosa de Valparaíso. Lo hacía con el ansia y la suavidad de un hombre enamorado entrando en la mujer amada.

Cada vez que llegabas a un puerto volvías a sentir eso, Moro. ¡Aun habiendo conocido tantos! Al penetrar en la nueva tierra que te acogía, te enamorabas de ella. Pero algo en ese amanecer despejado, luego de tantos temporales, te decía que, quizás, este amor no iba a ser como los anteriores.

La bóveda del invierno austral relucía azul, límpida y fría como una ventana recién lavada. El aire estaba tan cargado de éter que dolía respirarlo. La dura belleza del país era sobrecogedora. Tú lo dibujabas afanosamente desde la cubierta del velero. Te bebías el paisaje con los ojos.

Unas horas antes, aún lejos de la costa y tras abrirse las nubes de la tormenta, habías avistado la distante muralla de los Andes, totalmente nevada. El sol naciente subrayaba con un hilo de cobre la sierra de sus cumbres. Sobre todas ellas descollaba la ancha espalda del Aconcagua. Su cabeza piramidal, torcida sobre un hombro, parecía mirarte y retarte desde su inconcebible altura. Como si te preguntara: ¿qué se te ha perdido acá, en este fin del mundo, pintor viajero?

Pintor viajero. Pintor navegante. Pintor jinete. Hijo de Lorenz, el pintor de caballos, biznieto de Georg Philipp, el gran pintor de batallas que anduvo por media Europa siguiendo ejércitos. Tus antepasados eran cátaros ocultos —contabas, alardeabas— que en el siglo XVII emigraron desde Cataluña para establecerse en Augsburgo, al servicio de los Fugger. Pero ahora tú, Johann Moritz Rugendas, eras el último pintor viajero de tu estirpe. Y, sí, llegabas hasta el fin del mundo buscando algo que habías perdido antes de tenerlo.

Mírate, a ver si te reconoces (si te ves en esta memoria mía). Eras alto. Llevabas el pelo rubio, largo y ensortijado, recogido en una coleta mediante una cinta negra. Tenías treinta y tres años, las facciones rectas y largas, la piel mate de tus antepasados catalanes y los ojos de un azul profundo, ultramarino. Como si se te hubiera pegado en ellos el mar de tanto viajar por él, o de tanto pintarlo. Llevabas botas de media caña, muy gastadas; un capote gris con esclavina, abierto; y el sombrero colgando a la espalda, a la mexicana. Venías de pie, mirando a babor, en el castillo de popa del barco que te traía desde el puerto de El Callao, en el Perú, hasta Valparaíso. Y tan pintor eras, en cada minuto de tu vida, que ya estabas bosquejando en tu gran cuaderno, apoyado sobre el antebrazo izquierdo, el animado espectáculo de la bahía.

Habías dibujado de esa forma, para pintarlos después, todos los puertos principales del Pacífico hispanoamericano. Desde Acapulco —cuando tuviste que huir precipitadamente de México— a Panamá, Buenaventura, Guayaquil... Desembarcabas y te internabas en esas regiones, por semanas o meses, para pintar sus paisajes y a su gente. Luego esperabas otro barco y seguías viaje. El que abordaste en El Callao había surcado el océano trazando un largo rodeo, apartándose de la costa sudamericana, internándose cien leguas en el Pacífico. Después el buque enfiló al sur hasta avistar las islas Desventuradas y enseguida el archipiélago de Juan Fernández, en cuya isla de Más a Tierra —la de Robinson Crusoe— recalaron para aprovisionarse de agua. Seguían la vieja ruta de los pilotos coloniales para evitar la poderosa corriente de Humboldt que fluía en contra, hacia el norte. Pero tú pensaste que el Barón —cuyo nombre llevaba esa corriente— reclutaba incluso a aquella fuerza de la naturaleza para alejarte de las tierras que él, intransigente, te había prohibido: «Apártese de las regiones temperadas de Chile y de Argentina. ¡Allí no hay nada que ver!».

Por fin, desde el archipiélago de Juan Fernández cruzaron a lo ancho ese río marino, cabeceando sobre sus ondas, en una travesía tan mala que hasta tú, que jamás te mareabas, casi echaste el hígado por la borda. Encima, una larga tormenta los sorprendió ya cerca de la costa. Durante una semana el temporal arrastró a la nave hacia el norte, intentando devolverte, impedirte conocer esas tierras y lo que te esperaba en ellas...

La corriente de Humboldt —y el sabio mismo— oponiéndose a tu venida; la tormenta de una semana que los había alejado de esa costa; y luego la silueta torva de esa montaña, la más alta conocida, parecían ser todos signos ominosos. No vengas a esta tierra, te decían...

Eras tan supersticioso, Moro. Nunca lograbas evitarlo. Y en los últimos años te habías agravado: comenzabas a creer que eras la encarnación de aquel personaje de Durero, en el grabado que tanto estudiaste y copiaste en el taller de tu padre: El caballero, la muerte y el diablo.

Un jinete con armadura que cabalga lentamente, lanza al hombro. Quizás viene de regreso de la guerra o de las guerras de la vida. No se sabe. Lo probable es que ahora vaya en pos del castillo que se divisa en lo alto de una montaña, a lo lejos. Atrás del caballero, un diablo deforme y burlón lo sigue a pie. Mientras la muerte viene montada al lado del jinete, mostrándole un reloj de arena: el tiempo que le queda.

Fantaseabas con que ese caballero errante eras tú: pintor viajero en territorios remotos. El diablo, confiésalo, era el diablo de tus deberes y ambiciones, contrariando siempre tus inclinaciones y placeres. Habías llegado al extremo de identificar a ese demonio tiránico con el Barón von Humboldt, que desde Europa te enviaba cartas con órdenes e instrucciones de que pintaras sólo lo que a él le interesaba. El Barón que había querido —aparte de otras cosas peores— convertirte en un pintor naturalista, un artista científico. Un pintor de la realidad, ¡cuando tú habías nacido para ser un pintor de la sensibilidad!

¿Y esa muerte coronada que en el grabado acompaña al caballero? Ah, eso era más complicado de explicar. No le temías demasiado a la muerte. Como tantos jóvenes, te creías punto menos que inmortal. Excepto por un detalle: todos tus amores, mucho más temprano que tarde, se morían. Sí, morían en tu corazón. Dejabas de sentirlos. Apenas empezabas a enamorarte de una mujer, cuando ya tu implacable ojo de retratista descubría unos tobillos gruesos que la falda había tapado, unos dientes menos blancos de lo que deberían ser, una mirada un poco boba acompañando unas palabras huecas. Las manchas de la piel y del alma, las irregularidades del cuerpo y del espíritu que te mataban la ilusión y te desengañaban.

Primero tu cuerpo se apartaba de la mujer, y enseguida lo hacía tu corazón. Y, por último, tú entero tenías que fugarte de su lado. ¿Era un acto reflejo y defensivo? ¿Sospechabas que apenas alguien ama, le concede al otro el poder de dañarlo?

Desdeñabas esas hipótesis razonables. Según tú, Moro supersticioso, era la muerte quien se había enamorado de tus amores. Y los ases

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