Las lágrimas de san Lorenzo

Julio Llamazares

Fragmento

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Índice

Portadilla

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Dedicatoria

Citas

Una...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

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Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Otra...

Sobre el autor

Créditos

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A mis amigos de Ibiza
(los que están y los que ya no están)

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Encima de nosotros la Vía Láctea. Si miro verticalmente, veo el Cisne y Casiopea. Son las mismas estrellas que veía de niño... Me cuesta creer que soy la misma persona.

W. G. SEBALD

 

 

¡Dichosa edad en la que vuelan las estrellas!

JOSÉ ANTONIO LLAMAS

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Una...

 

El verano empezaba cuando llegaban los veraneantes. No el 21 de junio, que es cuando dice el horóscopo, ni siquiera la noche de San Juan, la más corta y misteriosa del solsticio, cuando la gente se sanjuanea sumergiéndose en las aguas de los ríos y las fuentes, prendiendo y saltando hogueras o buscando al amanecer el trébol de cuatro hojas, ese que da buena suerte, sino cuando llegaban los afortunados que podían permitirse el lujo de descansar los meses de más calor, al contrario que el resto de la gente.

Yo, en cierto modo, era uno de ellos. Aunque descendía del pueblo, vivía lejos de él y mis abuelos ya eran mayores, por lo que habían dejado de trabajar. A falta de algún hijo que se hiciera cargo de ellas, habían arrendado las fincas al llegar a la jubilación. Por lo que yo no tenía nada que hacer en todo el verano, cuando llegaba desde Bilbao para pasar con ellos las vacaciones, al revés que mis amigos, que tenían que ayudar a sus familias en las distintas labores de la labranza. Que eran muchas todavía en aquel tiempo. Con una mecanización incipiente aún, la agricultura en aquellos pueblos era todavía manual, lo que obligaba a un enorme esfuerzo a todos los campesinos; sobre todo en el verano, que era cuando trabajaban más. A la recolección de la hierba y del cereal, que se realizaba en el mes de julio, se unían otras faenas, como la trilla, que se prolongaban durante todo agosto, incluso parte de septiembre —el año que venía retrasado—, y que exigían el concurso de todas las personas en condiciones de trabajar. Ni siquiera los niños eran liberados de ellas, aunque sus faenas fueran las menos penosas, tales como cuidar del ganado o llevarles a sus padres la comida al mediodía hasta el lugar en el que estuvieran.

Yo, ya digo, estaba libre de ello. Como en mi casa no había labranza (tan sólo el huerto que mis abuelos cultivaban por entretenerse), yo no tenía nada que hacer en todo el verano, como no fuera estudiar las asignaturas que hubiese suspendido en aquel curso. Que fueron pocas, que ahora recuerde. Así que disponía de todo el tiempo del mundo, al revés que mis amigos, que tenían que trabajar.

Fuera por aburrimiento o por solidaridad con ellos, lo cierto es, no obstante lo dicho, que la mayor parte del verano la pasaba ayudándoles. Me sentía mejor en su compañía que con los hijos de los veraneantes. Pertenecientes a clases muy diferentes, nuestras vidas apenas se cruzaban, salvo en las fiestas y en la lejanía. Ellos eran las cigarras y nosotros las hormigas de la fábula, aunque, ya digo, yo hubiera podido ser las dos cosas.

Además, los chicos del pueblo eran más entretenidos. Sabían cosas que yo desconocía a pesar de estar estudiando. Por ejemplo: los nombres de los pájaros que surcaban el cielo continuamente sobre nosotros y los de los árboles en los que hacían sus nidos. Y, también, costumbres y tradiciones que en la ciudad habían desaparecido hacía ya mucho tiempo.

Una de ellas, la noche de San Lorenzo, era la de salir al campo para ver la lluvia de estrellas. Lo hacían en grupos, de madrugada, con el permiso de sus padres, que esa noche les dejaban regresar más tarde a casa, quizá para compensarles de los trabajos a los que les sometían. Incluso, a veces, les acompañaban ellos, ya fuera por propio gusto, ya fuera porque la n

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