Donde crecen flores silvestres

Aminatta Forna

Fragmento

libro-1

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Agradecimientos

Notas de conversión

Sobre la autora

Créditos

libro-2

Para Mo

libro-3

1.

Septiembre de 2007

En el momento de escribir esto tengo cuarenta y seis años. Me llamo Duro Kolak.

Laura apareció en Gost la última semana de julio. Yo fui el primero en verla cuando llegó al pueblo en coche una mañana. Desde la colina se veía bien la carretera, una de las tres que comunican con el pueblo: la primera viene directa desde el norte, la segunda y la tercera del sudeste y el sudoeste, respectivamente. El coche iba por la carretera del sudoeste, es decir, la que viene de la costa. El primer sol había dado cuenta de casi toda la niebla, y como en días así es probable que los ciervos se animen a abandonar el bosque y bajen por la colina, entré a buscar el rifle pese a que no era temporada de caza.

Había elegido un sitio y sacado el desayuno. En la rama de un árbol una tórtola descansaba fuera del alcance de la vista de un halcón que sobrevolaba la zona. Estaba yo siguiendo perezosamente la rapaz a través de la mira de mi rifle cuando reparé en el coche. Era un todoterreno grande, bastante nuevo, y avanzaba muy despacio por la carretera desierta, como si su conductor estuviese buscando una entrada secreta. Bajé el arma de forma que el automóvil quedara en el centro de la mira, pero el ángulo y el reflejo del sol me impidieron ver quién iba al volante.

Una hora más tarde regresaba a casa por la calzada con el rifle y una bolsa vacía. En vez de atajar por el campo seguí la carretera hasta la altura de la casa azul. En el arcén de la parte de delante había una hilera de árboles. Yo había visto cómo tres de ellos superaban con los años la altura del tejado; el cuarto había acabado muriéndose tiempo atrás. Como nadie lo talaba, seguía en pie junto a sus compañeros vivos, exhibiendo unas ramas como huesos calcinados. La cornisa del tejado dejaba en densa sombra las paredes de la casa; por el encalado bajaban manchas desde las repisas de las ventanas; de un canalón brotaba una budleia: decadencia en pequeñas dosis. Nadie tenía un motivo para ir allí, ni siquiera los niños, que andaban sobrados de casas vacías, y en cualquier caso esta quedaba a las afueras del pueblo, demasiado lejos.

La puerta de la casa descansaba sobre sus goznes, los postigos estaban abiertos y una de las ventanas (su luna sucia de mugre surcada por franjas grisáceas), abierta también. El mismo todoterreno de antes, aparcado con dos ruedas encima de la hierba. Voces dentro de la casa. Una era de muchacha: joven, aguda, indecisa; la otra, de persona mayor. Hablaban en inglés (o eso me pareció; hacía mucho tiempo que no oía hablar en inglés) sobre algo que habían perdido. Estaba escuchando a una madre y su hija. La hija, entonces, dijo que iba a mirar en el coche.

Me aparté hacia el costado del edificio donde estaba colgada la vieja escalera de mano. Esperé pegado a la pared, oí sus pasos, el sonido de la puerta del coche. Fue en ese momento cuando advertí que no me encontraba solo: en la otra esquina de la casa había un chico de dieciséis o diecisiete años. Llevaba una camisa a cuadros, unos tejanos, zapatos blancos y negros de béisbol; estaba allí de pie con los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el sol. Escuchaba música por unos auriculares, las manos abocinadas sobre ellos, y no reparó en mi presencia. Retrocedí con sigilo hacia la carretera.

Una vez en casa, medité sobre los posibles significados de lo que había visto, mientras hacía mis ejercicios gimnásticos: veinticinco dominadas en la barra que tenía sobre la puerta. Veinticinco sentadillas. Veinticinco abdominales. Hice flexiones hasta que me ardieron los músculos de los brazos y luego fui a preparar café. Solo había tomado una taza antes de salir de casa, pero cambié de idea y dejé otra vez la cafetera sobre el fogón. Decidí ir al pueblo y tomar café en el Zodijak.

Habían sacado ya las sillas y las mesas a la terraza. Saludé a un par de tipos. Uno de ellos trabajaba en el taller de al lado. Fabjan había contratado a una chica nueva, para el verano, y la chica sonreía a todo el mundo, algo que aquí es tan desconcertante como ir cantando por la calle. Me dijo que Fabjan estaba al llegar. Pedí un café. Alguien alzó la voz para pedir una Karlovacko[1]. Nos quedamos en silencio, viendo pasar a los transeúntes.

Eran casi las nueve cuando apareció el BMW de Fabjan. Se lo hizo pintar a pedido; eso quiere decir que nadie más conduce uno del mismo color, así se evita tener que cerrarlo con llave. Llevaba puesta una cazadora de ante nueva, color mantequilla, y unos vaqueros recién lavados, de un azul descolorido y marcando paquete. Fabjan ha engordado un poco con los años, la cintura del pantalón se le clavaba en la tripa. Siempre estaba moreno y empezaba a lucir papada.

Se sentó a mi lado. No tenía muchas alternativas; yo había cogido su mesa, algo que suelo hacer para fastidiarle: pequeños placeres típicos de un pueblo tranquilo. Dejó las llaves del coche y un paquete de Marlboro Light encima de la mesa, pidió una Karlovacko y hurgó en el bolsillo. Últimamente venía quejándose de que le dolía un diente, pero como odia a los dentistas se tomó dos comprimidos con el primer trago de cerveza. Las encías se le retiran a la misma velocidad que el pelo, tiene un diente incisivo partido. Yo sabía cuándo y cómo se lo había roto; en todos esos años no se lo había hecho arreglar. La única prueba de su paso por el dentista era un brillo de oro en una muela del fondo. Me pregunté si Fabjan se acostaba con la chica nueva.

—Qué tal —dije.

Fabjan se encogió de hombros y echó un trago.

Seguimos allí sentados. Me terminé el café y pedí otro. En estas llegó el cartero, se bajó de la bici y la dejó apoyada en la baranda de enfrente del bar.

—Dobar dan —dijo.

Saludamos con un gesto de cabeza. Yo dije hola. Mi padre había trabajado en la estafeta de correos y yo conocía a varios colegas de este cartero, a pesar de que él mismo hacía solo diez años o menos que estaba en el pueblo y para entonces mi padre ya había muerto. La chica salió del interior para recoger la corre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos