Imitación de Guatemala

Rodrigo Rey Rosa

Fragmento

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Releerse a sí mismo no es necesariamente una experiencia agradable, aunque puede ser instructiva. No he corregido los textos más allá de lo gramatical y la eliminación de algunas líneas superfluas. No acometí ningún agregado; suprimí las dedicatorias. La tendencia a la llamada autoficción es gradual y un poco alarmante. La proliferación de rasgos autobiográficos puede resultar caprichosa; escribirlos se me hizo tan natural como necesario.

Que me maten si... es mi primera incursión en la ficción política —hecha el año en que volví a instalarme en Guatemala, después de catorce o quince años de vivir en el extranjero, poco antes de la firma de una supuesta paz—, y llegué a arrepentirme de ella, recién publicada, por su tono ligeramente tremendista. Hoy diría que de las piezas que componen este volumen no es la más malograda. El cojo bueno, escrita unos meses antes, en 1995, es un experimento quizá fallido (la influencia o el impulso cinematográfico es demasiado evidente: los párrafos hacen las veces de trozos de celuloide, que se han yuxtapuesto como en un montaje). Supongo que podría salvarla —al menos afectivamente— la extraña tesis del perdón que guarda y que se esboza apenas. Piedras encantadas, ejercicio evidentemente urbano, hoy me parece más «realista» que cuando se publicó, sobre todo en la representación de algunas estructuras del Estado y la «inteligencia» guatemaltecos. Caballeriza, que quizá debí suprimir (el cuarto número no me trae buena suerte), debe ser leída más en clave de farsa que como novela negra. Se hace lo que se puede y con lo que se tiene a mano.

Me complace, sin embargo, ver cómo en estas ficciones redactadas durante un punto de inflexión de la historia política de Guatemala, puede verse el carácter cíclico y cerrado que tiene todavía la historia social de una ex colonia española ya en plena era cibernética. El entramado y los personajes de 1980 o 1990 no funcionan de manera muy distinta de los de hoy. En muchos casos son literalmente los mismos.

—RRR

Ciudad de Guatemala, septiembre del 2013

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Que me maten si…

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Lucien Leigh
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Era el 30 de mayo de 1996, en el pueblecito de Fernchurch, Inglaterra. Lucien Leigh, que había vivido más de ochenta y cinco años —casi la mitad de los cuales pasó entre extraños y en lugares apartados—, levantó una mano a su grande oreja izquierda para extraer un minúsculo audífono, sin el que le era prácticamente imposible oír. Se sentó, mirando el pequeño objeto, querido para él como alguna joya.

Era temprano por la tarde y el sol brillaba precariamente entre largas nubes aburridas. El pequeño invernáculo, adyacente a la casa, olía a flores. Respiró, y el aroma de las flores, que él había escogido para plantar allí, le trajo gratos recuerdos de largos viajes. Luego —tal como él sabía que de un momento a otro iba a ocurrir— su mente, aunque aguda aún para sus años, comenzó a nublarse. Sintió vértigo. Recuerdos borrosos de una vida que le parecía vagamente propia, vagamente ajena. Imágenes lúgubres: cabezas de muerto, fémures, cauces de ojos vacíos. «Este mareo —pensó— está durando demasiado». Había cerrado los ojos, y se guardó cuidadosamente el audífono en un bolsillo. Puso las manos en los brazos del sillón de mimbre, irguió la cabeza. Tenía que expulsar las visiones, hacer que se alejaran, que se fueran haciendo cada vez más pequeñas, hasta desaparecer en una distancia imaginaria, en una nada rojiza y no más espesa que sus párpados. Sabía cómo hacerlas desaparecer, pero era necesario hacer un esfuerzo, como cuando uno quería vencer algún miedo: apretar el cardias, esperar el brote de saliva amarga, que no se debía tragar hasta más tarde, producir un chasquido con la lengua en la parte posterior del paladar, dejar salir lentamente el aire por la nariz, y entonces, tragar despacio. Y las imágenes se disociaban, se dispersaban, desaparecían.

Ahora podía abrir los ojos. Allí estaba, del otro lado del cristal, la gramilla verde y familiar, el comedero de los pájaros. Su esposa, la tercera, entró en el invernáculo, y una corriente de aire hizo variar levemente el olor de las flores.

—Can you hear me?

Él podía leerle los labios; dijo no con la cabeza. Vio la expresión de la mujer pasar de la impaciencia al enfado, y entonces se sacó el audífono del bolsillo y se lo colocó en la oreja. Era una invención prodigiosa, pensó. Uno de los contados adelantos debidos a la ciencia por el que sencillamente tenía que estar agradecido. Él siempre había estado a favor de las malas comunicaciones, los malos caminos… Quizá había vivido demasiados años: había sido inevitable envejecer.

Todavía estaba ajustándose el oído digital, que le haría percibir los sonidos como hacía muchos años: desde el crujido de la tierrecilla bajo la suela de sus zapatos, hasta el zumbar de una mosca, cuando la mujer siguió diciéndole:

—It’s Emilia… from London… says… Guatemala…

No pudo leer todas las palabras, pero había comprendido por los gestos que algo terrible hab

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