Qué escondes en la mano

Benjamín Prado

Fragmento

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El traje blanco

 

 

 

 

Al abrir la puerta tuvo la desagradable sensación de que la luz llegaba de algún otro país en el que aún era de día, un lugar inhóspito y vacío donde el sol era violento y las sombras hervían bajo los árboles como charcos de petróleo caliente. Echó a andar calle arriba y en cuanto se alejó unos metros de la casa en la que había estado, le pareció que su verdadera vida se iba reconstruyendo frente a él con cada paso que daba, lo mismo que una ciudad que aparece poco a poco en el horizonte, mientras que a su espalda, la mujer de la que acababa de despedirse se convertía en algo remoto, impreciso, una figura de arena que ya empezaba a deshacer el viento. Se miró las manos para asegurarse de que estaban limpias y no podía manchar con ellas su americana.

Esa chaqueta era la mitad de un traje blanco con el que aquella noche pensaba asistir a una cena familiar que en su superficie era una fiesta en la que celebraban las bodas de platino de los padres de su mujer y, en su subsuelo, una reunión de negocios de la que él pensaba salir con el futuro pintado de rosa. El traje era un príncipe de Gales, armado en las hombreras, con solapas cortas y pantalones de raya perfecta que morían elegantemente en los zapatos de color caramelo. Metió cuidadosamente las manos en los bolsillos y tiró de la cintura hacia arriba, con disimulo, para que los bajos no se ensuciasen con la mugre de las aceras.

Se detuvo en una esquina a esperar un taxi, sabiendo que en cuanto el coche empezase a rodar sentiría que se alejaba para siempre del mundo clandestino donde había pasado aquella larga noche parecida a tantas otras, en el que la música olía a tabaco y, al volver a casa, el silencio humeaba como el cañón de una pistola y los recuerdos dejaban en la boca un sabor a la vez amargo y dulce, parecido al de la fruta verde. ¿Dónde estuvo? ¿De qué habló y con quién? No estuvo en ningún sitio determinado y no dijo nada concreto, sólo frases de ocasión, palabras que según pasaban las horas se iban disolviendo en el aire caudaloso de los bares hasta convertirse en un idioma distinto, una lengua que sólo hablaban y entendían los habitantes de la oscuridad, la tripulación de aquel barco que navegaba ríos de alcohol rumbo a una madrugada de bordes anaranjados, hecha de amapolas quemadas y cristales rotos.

Miró el reloj y se dio cuenta de que era demasiado pronto, así que aún le daba tiempo a adoptar algunas precauciones antes de ir a la cita; de manera que cruzó la calle y entró en un bar para tomar un café: eso le ayudaría a borrar aún más profundamente los ecos de la bebida. Se acababa de lavar los dientes y no debía de quedar en su boca ningún olor reconocible, pero por qué no ser cauteloso si tenía la oportunidad de asegurarse. Pidió su consumición. Cuando le sirvieron, tuvo cuidado de no acercarse a la barra, que sin duda estaría sucia; y al ir a beber adoptó una postura tan ridícula, para no salpicarse, que hizo sonreír a los demás clientes del establecimiento. Desvió los ojos de su vaso para lanzarles una mirada colérica y después pasó un momento de pánico, al sentir que unas gotas de agua condensada en el cristal estaban a punto de caer en su americana. Dio un salto hacia atrás que, esta vez, provocó la carcajada de uno de los camareros, quien después de secar unas copas y negar con la cabeza lo observó con una combinación de burla y lástima, como diciendo: pobre estúpido. A modo de represalia, se fue sin dejar propina.

La noche antes sí que la había dejado, sobre la mesa del último bar en el que estuvo, que tampoco era ninguno en particular y también era el mismo de siempre, qué más daba un sitio que otro o quién fuera la mujer sentada a su lado que le hablaba a gritos, intentando hacerse oír en medio del tumulto, mientras la música retrocedía hasta el simple ruido y el hielo de los vasos cambiaba de sólido a líquido igual que una pregunta desemboca en una respuesta. Él no entendía lo que le estaba diciendo aquella desconocida a quien, por no entretenernos en detalles intrascendentes, llamaremos por ejemplo igual que a ti, la mujer que lee ahora mismo esta historia, o sea que unas veces será Alicia y otras Matilde o Fátima o Nuria o Marta, y otras veces Carmen, Verónica o Elvira; y si eres un hombre, pues igual, ponle la versión femenina de tu nombre, llámala Carlota, Enriqueta, Mariana o Luisa, o Antonia, o Ramona... No la comprendía por mucho que levantase la voz y no le importaba, porque lo único que esperaba era el momento propicio para lanzarse a su boca; pero seguro que lo que le estaba contando era algo íntimo y que le hablaba con la sinceridad con que sólo se habla a un extraño, porque no hay nada más sencillo que confiar en alguien que no te importa y al que, seguramente, no vas a ver nunca más. «Algunas parejas son así», dijo la chica que se llama como tú y que, según le contó, era bióloga; «o sea, que se parecen a la balsamina y la cicuta, no sé si sabes que la primera crece junto a la segunda y es su mejor antídoto».

Al día siguiente, una hora después de haber salido del apartamento de esa chica, miró de nuevo el reloj y, entonces ya sí, se dispuso a parar un taxi. Le hubiera dado tiempo a ir a casa de sus suegros andando para llegar puntual a la cena, pero no quiso arriesgarse a sufrir cualquier contratiempo que le impidiera presentarse allí como quería: impecable, con el aspecto de alguien pulcro, lleno de distinción, digno de confianza. Imaginó mil peligros: un charco de aceite que hubiera en el asfalto y que le echasen encima las ruedas de un coche; o cualquier líquido herrumbroso que pudiera caer de un aparato de aire acondicionado o desde las macetas que alguien regaba en un balcón; o el descuido de otro transeúnte que, al pasar, le quemara con un cigarrillo. De hecho, mientras caminaba hacia la siguiente esquina, en la que pensó que sería más fácil encontrar un taxi, se cruzó con varias personas que fumaban y, como mínimo, podrían haberle llenado la ropa de ceniza; y al rato, un grupo de tres o cuatro niños pasó junto a él comiendo palmeras de chocolate, y vio aterrorizado sus dedos pringosos, que casi lo rozaban al adelantarlo persiguiéndose y dándose empujones.

No detuvo el primer coche que vio aproximarse con el cartel de libre y la luz verde encendida, ni el segundo, ni el tercero, porque todos le dieron una impresión de abandono que le hizo imaginar tapicerías aceitosas y puertas llenas de grasa al acecho. Así que los dejó pasar de largo, seguro de que a la semana siguiente iban a estar en un desguace y a servirle de guarida a una camada de gatos callejeros. A los diez minutos, cuando ya llevaba un buen rato luchando contra la tentación que suponía un quiosco de helados que había en la esquina, se detuvo junto a él un automóvil reluciente, con aspecto de recién comprado. Se sintió seguro al ver que los asientos brillaban de pura l

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