Nunca falta nadie

Catherine Lacey

Fragmento

libro-3

Algo se instaló una vez en el corazón de Henry,

algo muy pesado, y ni aunque tuviera cien años

y más, y llorara, desvelado, en todo ese tiempo

Henry no podría enmendarlo.

Siempre empieza de nuevo en los oídos de Henry

esa leve tos en alguna parte, un olor, un repique.

Y hay otra cosa que tiene en mente,

esa grave cara sienesa cuyo reproche todavía de perfil

ni mil años conseguirían desdibujar. Aterrado,

con los ojos abiertos, espera, ciego.

Todas las campanas dicen: demasiado tarde. Y piensan:

esto no es para llorar.

Pero Henry, aunque creyera haberlo hecho,

nunca acabó con nadie ni lo descuartizó

ni escondió los trozos donde quizá pudieran encontrarlos.

Él lo sabe: hizo recuento y no faltaba nadie.

A menudo los cuenta, al alba.

Nunca falta nadie.

JOHN BERRYMAN, «Canción onírica, 29»

libro-4

1.

Es posible que haya en el mundo gente capaz de leer la mente en contra de su voluntad, y si dichas personas existen, estoy casi segura de que mi marido es una de ellas. Y lo creo por lo que ocurrió la semana en que supe que no tardaría en marcharme, cosa que él ignoraba; sabía que tenía que decírselo, pero no se me ocurría cómo conseguir que mi boca pronunciara esas palabras, y puesto que mi marido es capaz de leer la mente sin querer, aquella semana bebió mucho más de lo habitual, sobre todo ginebra, y también jarras de cerveza que compraba en la tienda gourmet. Entraba en casa dando un sorbo a una lata escondida dentro de una bolsa de papel, y sonreía como si fuera una broma.

Yo me reía.

Él se reía.

Por dentro, ninguno de los dos reía.

La mañana en que me marché, él se levantó de la cama, se vistió y salió del dormitorio. Yo permanecí totalmente despierta con los párpados cerrados hasta que oí cerrarse la puerta principal. Me fui del apartamento a mediodía con la mochila a la espalda, y me sentí tan asqueada y absurda que en lugar de entrar en el metro me metí en un bar. Pedí un bourbon doble, a pesar de que es algo que nunca bebo, y cuando el camarero me preguntó de dónde era, le dije que alemana sin motivo alguno, o quizá se lo dije para que no intentara entablar conversación, o a lo mejor porque necesitaba vivir otra historia durante media hora: ser una solitaria mujer alemana que había venido a ver la Estatua de la Libertad y la Square of Time y el Park of Central (en lugar de una mujer que coge un vuelo solo de ida hasta un país donde solo conoce a una persona, la cual solo en una ocasión le había ofrecido su cuarto de invitados, cosa que, al pensarlo detenidamente, parecía ser la clase de invitación que solo se hace a sabiendas de que no se aceptará, solo que ahora era demasiado tarde porque yo la estaba aceptando y… yo qué sé, yo qué sé).

Un hombre sentado en un taburete, a mi lado, a pesar de que ya tenía delante una larga hilera de botellas vacías, pidió un zumo de arándanos a palo seco.

¿Qué problema tienes?, me preguntó. Dime cuál es tu problema, nena.

Lo miré como si no tuviera ningún problema que contar, porque ese es mi problema, me dije, no saber cómo contarlo, y por eso lo que más me gusta del control de seguridad del aeropuerto es que lo puedes pasar sin parar de llorar y lo único que les importa es si llevas una bomba. De todas maneras, te registran si les apetece. Y te hacen pasar por el detector de metales. Y siguen chillando instrucciones acerca de los portátiles y líquidos y geles y zapatos, y no te preguntarán qué va mal porque ya todo va mal y no te mirarán dos veces porque solo les pagan para mirarte una. Y a veces hay gente que da gracias por eso.

libro-5

2.

Me echaban una mirada y efectuaban un cálculo rápido: un siete por ciento de probabilidades de ser una estafadora, un cuatro por ciento de ser prostituta, un cincuenta por ciento de padecer inestabilidad mental, un veinte por ciento de ponerme desagradable, un cuatro por ciento de manifestar un comportamiento violento. Posiblemente yo no encajaba en ninguna de esas categorías, al menos no en principio, pero para todos los conductores que pasaban, y para todas las demás personas de este país, yo podía ser cualquier cosa, así que aminoraban la velocidad, echaban una mirada, hacían una conjetura, seguían conduciendo.

Las mujeres: una rápida mirada entrecerrando los ojos, cara de preocupación, y adelante. Los hombres (como averigüé después) te observaban desde más distancia —estaban entrenados para fijarse en mí por si yo era algo a lo que tenían que disparar o capturar— pero casi nunca se detenían. De cerca yo tampoco presentaba una imagen halagüeña: no era más que una mujer que llevaba una mochila, una rebeca y unas deportivas verdes. De aspecto joven, desde luego, porque debes parecer joven para poder enfrentarte con éxito a la vulnerabilidad que implica permanecer en el arcén de la carretera mostrando la parte inferior del antebrazo. Has de parecer por completo inofensiva y al tiempo capaz, si es necesario, de clavar un cuchillo en cualquier tierna tripa.

Pero al principio yo no sabía nada de eso: simplemente estaba allí de pie, esperando, sin saber que llevar puestas las gafas de sol no ayudaría a que alguien me cogiera, sin saber que llevar el pelo suelto significaba algo que yo no quería dar a entender, sin saber que debía calibrar a conciencia mi postura y parecer siempre una bailarina dispuesta a dar un salto.

Todo lo que sabía era lo que había leído en el mapa que había en el aeropuerto: hacia el sur hasta llegar a Wellington, coger el ferri y luego Picton, Nelson, Takaka y la bahía Golden, la granja de Werner, la dirección garabateada en el papel que había iniciado todo aquello.

Cuando el avión aterrizó aquella mañana, yo llevaba unas treinta y siete horas sin dormir. Después de que atenuaran las luces, me quedé con los ojos como platos, con el cerebro viajando hasta un horizonte infinito. No había leído nada ni contemplado nada de la pantalla que había a pocos centímetros de mi cara. Escuché la respiración de los cuerpos que dormían; intenté discernir las palabras que pronunciaban unas voces casi inaudibles, a filas de distancia. Las azafatas recorrían los pasillos, guiñaban el ojo, fruncían los labios y me entregaban cantidades concretas de comida: un panecillo terso como una bombilla; un trozo de pollo del tamaño de una lengua; treinta y dos cacahuetes en una bolsa metálica. Le di un mordisco a una loncha de queso sin advertir que iba envuelta en plástico, y a continuación renuncié a comer.

Delante d

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