Había ensayado ese camino decenas de veces. El callejón, los puestos de emoliente, el olor a fritanga, el ruido de la gente. En Barrios Altos, entre el laberinto de casuchas viejas, túneles y tugurios, podía pasar inadvertido.
Incluso su peligrosa carga sería invisible entre la multitud. Metida en una mochila roja que llevaba sobre el pecho, su encomienda no tenía por qué llamar la atención. No más que las bocinas de los automóviles, los gritos de los vendedores ambulantes y la prisa gris de cualquier sábado al mediodía.
Pero ese sábado, todo era diferente. Esta vez, todo estaba lleno de banderas del Perú. Colgaban de las ventanas, de las puertas, de las esquinas sin ruido, como mortajas rojiblancas de una ciudad muerta.
Dobló una esquina, subió unas escaleras y cruzó el patio interior de una vieja quinta, hasta la siguiente salida. Lo recibió un silencio fúnebre. Le pareció que alguien lo seguía, pero en todo el patio sólo se sentía el sonido de sus propios pasos.
Sin duda, más adelante encontraría a los vecinos. En dos o tres curvas, si la memoria no lo engañaba, alcanzaría el caño de agua. Era el único caño de esa parte del barrio. Estaría lleno de familias llenando recipientes para lavar la ropa o a los niños. Madres bulliciosas y niños revueltos.
Necesitaba toda esa actividad callejera. La algarabía era el refugio perfecto para su objetivo: un intercambio rápido y seguro. Una entrega sigilosa y profesional, sin palabras ni aspavientos. Dos hombres se encuentran en la multitud, se saludan, un paquete cambia de manos y se despiden. No debía tomar más de cinco segundos.
Había recorrido el camino muchas veces, y volvería a hacerlo esta vez. Sólo le faltaban dos o tres curvas. En el reparador de calzado, a la izquierda. En el vendedor de cigarrillos, de frente. Entregaría su carga y desaparecería. Literalmente. En la panadera gorda, a la derecha. Ya debía estar cerca.
Al menos, Barrios Altos era un buen lugar para la entrega. Resultaba imposible que lo siguieran en esa endiablada enredadera de callejuelas y casas superpuestas. A él mismo, a pesar de todas las veces que había ensayado la ruta, le costaba reencontrarla. Vacía de vida entre sus apretados muros, Barrios Altos parecía otro distrito, en otra ciudad. Sólo el cielo color panza de burro le recordaba que seguía en su Lima de siempre.
¿Era por aquí? ¿O por ahí?
Algo estaba ocurriendo. Algo anormal. ¿Por qué no había nadie ahí afuera?
Aseguró su carga suavemente entre el pecho y el hombro y olfateó el aire. Incluso olía diferente que otros días. Pero lo peor era el silencio. Le llegaban ruidos de dentro de las casas, en sordina. Botellas chocando. Risas. Conversaciones. A veces, de repente, un niño con el uniforme escolar gris pasaba corriendo a su lado, sin mirarlo. Cajones de cervezas vacíos yacían en las puertas. Pero afuera, ni un ruido, como una gigantesca tumba al aire libre.
¿Dónde carajo estaba ese caño? ¿En qué calle se había confundido? En ese lugar no había ni direcciones. La carga se movió en sus brazos. Él la apretó con firmeza, pero con suavidad.
Oyó un sonido familiar. Un clamor apagado. Salía de todas las puertas cerradas. Al principio era un murmullo sin forma. Un rugido lejano. Pero se fue convirtiendo en una melodía machacona y exaltada. Posiblemente, La Internacional o algún himno comunista. No lo sabía ni quería averiguarlo. Sólo quería salir de ahí. Encontrar el caño o la salida, con o sin su mochila roja.
Se apostó en un cruce de caminos y aguzó el oído. Reconoció algunas palabras de la canción, y su cadencia solemne y orgullosa. Era el himno nacional. Y no lo estaban cantando los habitantes de las casas. Salía de los televisores.
«El fútbol», pensó. «Me había olvidado.»
Después del himno, un periodista anunció lo que se venía. Era la primera voz que se oía con claridad, y él la recibió aliviado.
—¡Esta vez sí, Perú! Con Chumpitaz en la defensa, el «Poeta de la Zurda» Cueto en el medio campo y el «Nene» Cubillas en la delantera, entra en la cancha de Córdoba el mejor equipo de nuestra historia. Nuestros muchachos llegan a Argentina 78 maduros y listos para dar la sorpresa. Escocia es un rival muy duro, acaba de ganar a Francia e Inglaterra, pero Perú seguro que tiene algo que decir...
Sonó el pitazo inicial y los jugadores se echaron a correr. Desde las casas, la gente los saludó con aplausos y gritos. Pero apoyado contra una pared mugrienta, con su mochila sobre el pecho, él suspiró. Sin duda, ése era el peor día de la historia para hacer su entrega.
Retomó la búsqueda del caño de agua. Debía estar por ahí. Los caños no se mueven. Por las ventanas entreabiertas de las casas le llegaban imágenes del partido como chispazos en blanco y negro. Los escoceses llevaban casaquillas oscuras, y los peruanos, su eterna camiseta blanca con la franja roja en diagonal, como un latigazo en el pecho. Frente a ellos, en sus casas, los habitantes de Barrios Altos bebían cervezas y se mordían las uñas, todos oyendo al mismo narrador del partido:
—Otra vez, Escocia atacando por la izquierda, en la parte baja de sus pantallas. Ése era Johnston. Lanza el disparo Masson, el portero Quiroga lo ataja a medias, cuidado con Jordan que arremete por el centroooo... ¡Gol! ¡Goooooooooooooooool de Escocia! ¡Gol de Jordan, número 9, con ese olfato de victoria que le caracteriza!
Desde las casas se elevó un gruñido de decepción. Y luego, centenares de voces individuales insultaron al árbitro, al número 9 de Escocia, a su madre, al Perú. Una nube negra atravesó el ánimo de los Barrios Altos.
Pero él encontró el caño. Sin duda era ése, aunque se viese diferente. Una salida de agua en un rincón relativamente amplio de la encrucijada. Normalmente, un sábado al mediodía, los vecinos se arremolinaban a su alrededor. Pero a la hora del partido, aquella esquina parecía un desierto.
Le pareció oír pasos a sus espaldas. Al voltear, se encontró como todo el tiempo, solo. No había nadie para recibir el paquete. Eso lo ponía muy nervioso. No era el tipo de trabajo en que se podían cometer errores. Y sin embargo, él había cometido un error. Entre su despiste y la falta de transporte público, llevaba casi una hora de retraso. Posiblemente, su contacto lo había esperado y luego se había ido. Quizá había decidido ver el fútbol.
Optó por esperar, al menos hasta el final del partido. Quizá su contacto prefería aguardar a que comience el bullicio habitual de las calles. Si Perú ganaba, el barrio entero saldría a celebrar. Y si perdía, el barrio entero saldría a lamentarse en los bares. En cualquier caso, el ambiente recuperaría su ritmo acostumbrado.
Él quería librarse de ese paquete cuanto antes. Aquello no era algo que pudiese guardar en su casa hasta otra ocasión.
El problema era qué hacer mientras tanto. Se aburría. Con disimulo, se acercó a una ventana abierta, donde una familia de tres niños estaba paralizada frente al televisor. Todos llevaban las casaquillas con la franja roja. Una de ellas ponía en letras negras a su espalda: CUBILLAS. Él se dejó mecer por la voz rítmica del narrador:
—Cubillas se la pasa a Velásquez. Marca férrea contra Velásquez, que cae al suelo. El árbitro no pita nada y Velásquez se levanta. Sigue Velásquez hacia delante. Se la devuelve a Cubillas ya en el límite del área. Peligro, que Cueto se cuela entre dos defensas, recibe la pelota, encara al portero, la cambia al palo izquierdo yyyyy... ¡Gol! ¡Goooooooooooooooooooooooool peruano! ¡Cueto, número 8, haciendo magia con la pierna izquierda y 1-1 en el marcador!
Las casas de Barrios Altos despertaron con un bramido ensordecedor. Se oyeron muebles golpeando contra el suelo, aplausos y, sobre todo, el grito de gol, una sola voz por todas partes, como si tronase en el cielo.
Agitada por el escándalo, la mochila roja se revolvió un poco y dejó escapar unos sollozos.
—Ya está, ya está —susurró él, acomodándola de nuevo contra su cuerpo—. Tranquilo nomás.
De todos los posibles paquetes del universo, hoy tenía que llevar precisamente ése. Un paquete sin nombre, sin instrucciones previas, sin control.
Debió haber preguntado. Alguien debió advertirle lo que iba a transportar.
Pero ya era demasiado tarde.
Se aseguraría de no repetirlo. Ésta era la última vez. No sabía adónde se iría, pero no volvería a hacer este tipo de trabajos. Nunca más. Ahora tenía con quién estar. Todo iba a cambiar. Al fin. Sólo tenía que quitarse de encima este paquete. Dejarlo en otros brazos. Salir de ahí. Y olvidarlo, si podía.
En las casas se elevó una nueva oleada de protestas. Sonaba como una revolución. Volvió a mirar hacia el televisor:
—¡Pena máxima! —decía el narrador, en ese y todos los televisores del Perú—. ¡Penal a favor de Escocia! Héctor Chumpitaz ha parado un ataque de Rioch y el árbitro ha señalado el punto de castigo. Oblitas y Toribio Díaz protestan, pero el referee es inflexible. Masson se prepara para patear. Lanza el disparo yyy... ¡lo tapa el portero! ¡Un heroico Quiroga bloquea el penal!
Un nuevo rugido sacudió Barrios Altos. A pesar de su contrariedad, él sonrió levemente. «Este país es incapaz de organizarse para nada útil», pensó. Pero frente a un partido de fútbol, actúa con la disciplina de un ejército. De hecho, ahora el aire sonaba como una estampida. En la casa que él veía, todos se habían puesto de pie, y les gritaban a los jugadores del televisor, como si ellos pudiesen escucharlos. El niño con la casaquilla de Cubillas llevaba en la mano una bandera bicolor que sacudía frenéticamente.
A pesar de la euforia desatada, él estaba lo bastante alerta para escuchar los pasos que, esta vez sí, se acercaban por una de las callejuelas. Iba a darse la vuelta cuando las cosas se aceleraron.
—Muñante por la derecha, se la pasa al «Chiquillo» Duarte. Pide Cueto, el «Poeta de la Zurda», que se la deja a Cubillas. Cubillas dispara por sorpresa desde fuera del área... ¡Gol! ¡Goooooooooooooooooool peruano! ¡Cubillas, en un tiro imposible para el portero, manda la pelota al rincón donde hacen nidos las arañas y pone al Perú por delante en el marcador!
Esta vez, incluso el suelo tembló. Pero no sólo por el delirio colectivo del gol. También por el disparo de un arma, y por la bala que le cruzó al lado de la cara para alojarse en la pared, justo detrás del caño, atravesando la pintura y perforando el ladrillo.
Corrió por reflejo. En zigzag, y pegado a las esquinas. Apretó la mochila tan fuerte como pudo y escapó entre los túneles. Aún sintió otro disparo zumbando junto a su brazo antes de que las celebraciones se acallasen.
Durante los siguientes minutos, volvió a hacerse el silencio. Sólo los pasos resonaban a sus espaldas, presurosos, amenazantes. Subió unas escaleras hasta el otro lado de la calle. Dobló por numerosos callejones desiertos. Se escurrió por todos los túneles que encontró. Pensaba que, internándose más en la jungla urbana, estaría más seguro. Pero quienquiera que lo estuviese persiguiendo no necesitaba correr. Conocía bien el terreno, y aparecía por esquinas insospechadas para darle caza. Mientras él trataba de escabullirse, la misma voz emergía desde todas las viviendas:
—Cueto... La pide Cubillas pero el pase va muy largo, hasta Oblitas que aparece de la nada y se descuelga de su marcador. Oblitas disparado, corre hacia el área rival, está en el borde, tiene un defensa detrás y... ¡falta! Peligrosísima falta en el borde del área. Oblitas protesta. Dice que lo han barrido dentro del área, pero el árbitro ya ha decretado el tiro libre...
Él se apoyó en un murito para tomar aire. Sudaba. Sentía un vacío en el estómago. El paquete de su mochila estaba inquieto. Dejaba escapar pucheros y gorgoteos.
—Por favor, cállate —le dijo—. No me hagas esto.
De la mochila surgió un ruido lastimero. Al principio podría haber parecido una gata en celo. Pero pronto se convirtió en un inconfundible llanto de bebé, el chillido de un niño asustado o hambriento, haciendo el mismo ruido que una sirena de ambulancia.
—Por favor... —suplicó él, meciendo la mochila, susurrando alguna nana cuya letra no conocía.
Pero sólo le respondió el narrador del partido:
—Tiro libre en el límite del área. Sotil, Muñante y Cubillas merodean alrededor de la pelota. Comentan el tiro. No sabemos quién va a patear. Cinco hombres se acomodan en la barrera escocesa...
El niño lloraba cada vez más fuerte. Él iba a reemprender la huida, pero comprendió que era tarde. Atraído por los llantos, alguien se había deslizado hasta su murito. Lo primero que él vio fue la sombra de la pistola sobre la superficie de adobe descascarado. Quiso hablar. Pero al girar la cabeza, apenas pudo articular palabra.
Conocía a esa persona. Al menos, creía conocerla, hasta encontrarla ahí.
—Tú... Tú no...
—Quítate la mochila.
Alguien subió el volumen del televisor. El narrador decía:
—Muñante corre hacia la pelota y la deja pasar...
Él intentó dialogar. Quizá no todo estaba perdido, como en el partido, cuando Escocia iba ganando:
—Cálmate. Por favor. Esto tiene arreglo.
—Quítate la mochila, carajo.
Con las palmas abiertas, él pidió tranquilidad. Se dio cuenta de que estaba llorando porque las lágrimas rodaban por sus mejillas. Con lentitud, se quitó la mochila roja y la depositó en el suelo. El bebé, inexplicablemente, se había calmado. Como si esperase el resultado de la jugada.
—Por favor, no...
—Cállate, imbécil.
—Cubillas dispara al fin, hacia el lado izquierdo del portero, arriba y...
—No...
—¡Gol! ¡Goooooooooooooooooool peruano! ¡Qué golazo! ¡El «Nene» Cubillas se estrena en la Copa del Mundo haciendo historia! ¡Perú 3-Escocia 1!
En ese momento, el fragor de la victoria eclipsó todos los sonidos de Barrios Altos. Durante el grito triunfal que siguió, durante los abrazos y los besos y las carcajadas, nadie escuchó los llantos, amargos y desesperados, de un bebé en una mochila roja, y mucho menos el disparo final de un arma de fuego.
Perú-Holanda
Un papel. No una denuncia.
El asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar volvió a mirar ese papel y suspiró tristemente. Una denuncia está llena de datos: nombre del denunciante y número de cédula de identidad. Fecha, hora y lugar de los hechos denunciados. Descripción detallada de tales hechos. Firma y sello del funcionario de turno. En ausencia de cualquiera de los mencionados ítems, el formulario es sólo un papel.
Chacaltana no se hacía ilusiones. Su escritorio era el basurero de todos los documentos confusos, borrosos e inservibles del Poder Judicial. Cuando los fiscales, jueces, abogados de oficio, amanuenses, limpiadores, conserjes o ujieres no sabían cómo rellenar un escrito, o simplemente sentían pereza de tramitarlo, lo relegaban al archivo, en la esperanza de librarse de él. Pero incluso en esos casos había formalidades que respetar.
Cada tarde, antes de abandonar su lugar en el sótano, el asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar se aseguraba de haber archivado escrupulosamente cada documento recibido. Los altercados públicos en el archivador 5ZCB3, las faltas contra los símbolos patrios en el fólder 6NOF45, los asaltos a mano armada en el pasillo 3BN45. El archivo del Poder Judicial era un compendio de todos los delitos, crímenes y faltas cometidos en un país, un registro vivo de todo lo que la sociedad podía hacer mejor. Y por eso, merecía respeto.
Sin embargo, ahí estaba: un papel sin más información que la irregularidad administrativa —de índole migratoria y de carácter menor— y el nombre del denunciado —Nepomuceno Valdivia—, todo escrito, por cierto, con una letra ininteligible. Si lo había remitido un fiscal desde alguno de los pisos superiores, no se había molestado en indicar su nombre, ni las diligencias a tomar. Un desastre. Una falta cometida sin número de documento ni coordenadas precisas ni siquiera era una falta. No podía archivarse. Y lo que no podía archivarse, en la práctica, no había ocurrido.
Indignado, Chacaltana decidió elevar una queja contra el autor de ese formulario. Se levantó de su silla y avanzó resuelto entre los legajos y las torres de papeles. Durante sus primeros días de prácticas en el archivo había echado de menos una ventana, pero después de un año comprendía que los estantes y los paquetes de documentos obstruirían cualquier ventana de todos modos. Ahora, el aire polvoriento del lugar incluso le agradaba, como el perfume de un hogar cálido. Además, no podía quejarse: del otro lado del sótano estaba la carceleta, donde se encerraba a los delincuentes en espera de juicio. Por lo menos, le había tocado el lado amable del subsuelo, el que encerraba papeles, no personas.
Llegó hasta la oficina del director, al extremo del pasillo, y aunque la puerta estaba abierta tocó con los nudillos. El director, un hombre de unos sesenta y tantos años con una calva como de setenta y unos anteojos como de ochenta, hablaba por teléfono:
—Éste es el equipo —decía riendo—, lo he esperado toda mi vida. Si tienes plata, apuéstala, que ahora vamos a ser campeones. Al menos subcampeones. Apuesta tu casa. Apuesta a tu mujer, je, je.
Le hizo señas a Chacaltana para que pasara. Como todo a su alrededor, el despacho del director estaba lleno de resmas de papel y documentos sueltos: en el escritorio, en las paredes, en el suelo. El poco espacio libre rebosaba de humo de tabaco negro Inca y un ligero, casi imperceptible, olor a alcohol. Chacaltana se sentó en la única silla y esperó. El director le dirigió alguna de sus risitas telefónicas, pero Chacaltana la evitó. En secreto, desaprobaba el uso de recursos públicos para llamadas telefónicas de carácter privado, como sin duda eran las referidas al fútbol. A menos que el director estuviese hablando con el entrenador del equipo nacional de fútbol, por ejemplo, que precisamente en ese momento desease consultar algún historial del archivo. Respecto al procedimiento, nada se podía descartar.
—¡Y los goles de Cubillas! —continuaba el director—. Un maestro. Cuánta clase.
Después de unos minutos regocijándose, el director colgó, pero la sonrisa no se borró de su cara. Tenía los dientes manchados de tabaco:
—Hijito, ¿qué me dices? ¿Qué te pareció?
El asistente de archivo Félix Chacaltana se preguntó si el director se refería a la negligencia de la denuncia sin datos. Pero era lunes por la mañana, y ese director no solía hablar de trabajo, ni siquiera solía estar presente, antes de la hora de almuerzo.
—¿Señor?
—El partido, pues, hijo. ¿Qué digo «partido»? La obra de arte del sábado. La hazaña.
Chacaltana no supo qué responder.
—Bien —balbuceó, porque le parecía que el director esperaba eso—. Muy bien.
—Tienes que decirme qué gol te gustó más. Estoy haciendo una encuesta.
—¿Qué gol? El... el primero.
El director cambió su mirada por una mueca de sorpresa:
—¿Cómo que el primero? ¡El primero fue de Escocia!
—Ah. Me refiero al primero de... pues de... ¿El Alianza Lima?
Ahora, la mueca de sorpresa se transformó en una de estupor:
—Flaco —recitó lentamente el director—, Perú está jugando el Mundial de Argentina 78. ¿Te has dado cuenta o no?
El fútbol quedaba fuera del universo mental de Félix Chacaltana, o si ocupaba un lugar, estaba cerca de los ornitorrincos y los marsupiales, muy lejos de todo lo que le importaba. En este momento en particular, muy lejos de su denuncia mal redactada. Al recordar que la tenía en la mano, la blandió en el aire, como si fuese el arma de un crimen.
—He encontrado esta denuncia en mi escritorio —se explicó—. Y presenta graves defectos de forma y fondo, señor.
El director ahora tenía semblante de preocupación:
—Sí, campeón. Pero sabes que Perú está jugando el Mundial, ¿no?
—Sí, señor. Ahora lo sé. Muchas gracias. En cuanto a la denuncia contra el señor Nepomuceno Valdivia, me ha sido remitida sin las propiedades que el reglamento estipula, de modo que se hace imposible proceder al acto normativo de registro y archivo, por lo cual debo manifestar...
—¿Cuántos años tienes, tigre?
El asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar no atinó a contestar. Era una pregunta demasiado personal, y totalmente inapropiada, aun viniendo de su jefe. Pero el director no necesitaba una respuesta. Movió la cabeza de un lado a otro y continuó:
—Felixito, tú necesitas una vida, ¿ah?
—S... ¿Señor?
—Y llámame Arturo, pues, que estamos en los juzgados, no en el Ejército de Tierra.
—Sí, señor.
—Arturo.
—Sí, señor.
El director hizo un gesto de resignación. Y añadió:
—Acabas de terminar la universidad, hijo. Ya te hemos hecho tu primer contrato. Ahora vive un poco. Anda al fútbol, tómate una cerveza, consíguete una enamorada. Ya tendrás tiempo de ser un plomo más adelante.
—Pero es que la cumplimentación descuidada de documentos da lugar a lamentables...
El director tenía los ojos cerrados. Chacaltana se preguntó si se había dormido. Como para desmentirlo, el director se quitó los anteojos y empezó a limpiarlos aburridamente con su corbata.
—A ver, pues, ¿de qué se trata tu denuncia?
—Irregularidad administrativa migratoria menor —se animó Chacaltana, sintiendo que al fin lo tomaban en serio. De hecho, el director dejó pasar un largo silencio antes de continuar:
—Menor.
—Positivamente.
—Pero migratoria.
—En efecto.
—Ufff —resopló el director con cansancio—. Hay que preguntarles a los militares.
—Estrictamente hablando, señor, a los efectivos de la policía de aduanas...
—Militares, pues, hijito. En este país, hasta los ministros de Agricultura son militares.
Chacaltana comprendió la carga laboral extra que eso implicaría:
—Si usted me permite, yo mismo puedo preguntarles, señor. Podría tener los oficios pertinentes esta misma tarde para su firma, y cursarlos en el transcurso de mañana.
Quería ser útil, pero sobre todo, quería escribir los oficios. Nada hacía más feliz a Félix Chacaltana Saldívar que la prosa elegante de un oficio legal.
El director no mostró ningún entusiasmo por su propuesta. Terminó de limpiar sus anteojos, que milagrosamente seguían igual de sucios, y se los calzó sobre la nariz.
—Chico, ¿sabes cuánto gana uno de los funcionarios de allá arriba? ¿Sabes cuánto ganarás tú mismo, cuando triunfes en la vida y alcances un puesto de importancia en el sector público?
—Mis motivaciones nunca han sido de índole pecuniaria, señor. Mi mayor recompensa es el honor de servir a mi patria y...
—Una mierda —continuó tranquilamente el jefe—. Vas a ganar una mierda, como yo y como todos aquí. Así que es normal que algún funcionario se desanime y, en caso de una... ¿Cómo la llamaste?
—Irregularidad administrativa migratoria menor.
—En un caso que importa poco y exige mucho, es normal que algún desaprensivo quiera deshacerse del papelito. Así que deshazte del papelito tú también. ¿No está lleno de errores? Pues ya está, no lo recibiste. Si nadie ha puesto su nombre ahí, nadie va a venir a reclamártelo. Ésta es la lección de vida de hoy.
Para el asistente de archivo Chacaltana, las palabras del director sonaban a blasfemia.
—Pero, señor, yo recomiendo abrir una investigación para determinar sin lugar a dudas el autor d...
—¿No tienes más trabajo que hacer? —empezó a impacientarse el director.
—No, señor —se apresuró a responder el asistente de archivo—. He archivado todo el material atrasado desde setiembre de 1976, creado un nuevo sistema de organización de la documentación, ampliado el registro de incidencias colaterales y solicitado nuevo material de escritorio a la secretaría de personal.
—Bien —dijo el director, sin ocultar su sorpresa—. Muy bien. Entonces tengo un nuevo encargo para ti.
—¿Señor?
—Busca un televisor.
—Me parece que no...
—Busca un televisor y siéntate delante de él. No te muevas de ahí hasta el partido contra Holanda, el miércoles.
—¿Señ... or?
—Y búscate una enamorada, tigre. O algo así.
—Pero...
—Es una orden. Ya te puedes ir.
Chacaltana se levantó sin protestar.
En algo se equivocaba el director.
Chacaltana sí tenía una enamorada. O algo así.
Y eso no era la solución a sus problemas. En ese momento, era su peor problema.
Pasó la tarde escribiendo el oficio para solicitar a la administración un televisor. Cuando terminó eran las seis, y el director ya había abandonado su puesto. Chacaltana dejó los documentos para la firma en un cenicero grande que parecía cumplir la función de bandeja de pendientes. Después, recogió su bufanda, entró en el baño a peinarse y acomodó su pañuelo en el bolsillo. Una vez aseado, atravesó el sótano, subió las escaleras, recorrió los largos pasillos del Palacio de Justicia y bajó las imponentes escalinatas, flanqueado por majestuosas columnas y leones esculpidos. Y entonces llegó al mundo real.
El paseo de la República lo recibió con un caos de bocinazos, olores de comida y gritos de conductores estresados. Los peatones se entrechocaban a su alrededor, todos en sentido contrario a todos los demás. El humo que salía de los tubos de escape se confundía con el cielo de Lima y con las viejas fachadas del centro histórico.
A Chacaltana le gustaba su trabajo precisamente por eso. Por el contraste. Ahí abajo, en su sótano forrado en papel, era posible establecer un orden, organizar la vida en acciones, autores y consecuencias. En cambio, afuera, en la confusión de la ciudad, reinaba el caos más absoluto, y él se sentía fuera de lugar. Su pasatiempo al salir del trabajo era redactar mentalmente denuncias contra los ciudadanos que iba viendo, ya que casi todos infringían alguna norma elemental de convivencia.
Enfiló por el jirón Carabaya y pasó junto a la plaza San Martín. Los descascarados edificios estaban empapelados de propaganda electoral con extrañas siglas: PAP, FOCEP, FRENATRACA, PPC. Chacaltana no había visto unas elecciones desde que tenía memoria. La profusión de paneles publicitarios, como las manifestaciones callejeras, le parecía un ejemplo más del caos urbano, igual que la basura amontonada en las esquinas. Uno de los candidatos de los carteles incluso llevaba un fusil en la mano. Chacaltana pensó que podría interponer una denuncia contra los políticos en general por atentado contra el ornato, y contra ese candidato en particular por apología de símbolos antipatrióticos.
Atravesó la plaza de Armas, rodeó un tanque y bordeó el Palacio de Gobierno, casi hasta la estación ferroviaria de Desamparados. Entró en el bar Cordano y se sentó en una mesa. Pidió un jugo de papaya y sacó un ejemplar del diario oficial El Peruano.
Trató de leer mientras esperaba a su amigo Joaquín, pero no podía concentrarse. Cada vez que algún parroquiano entraba en el Cordano, casi saltaba de la silla. La conversación que se avecinaba lo ponía nervioso. De hecho, ni siquiera sabía bien qué tipo de conversación sería. No se le ocurría cómo empezarla, ni tenía claro qué preguntar. Lo único que sabía era que sólo podía tenerla con Joaquín. Al fin y al cabo, era cosa de hombres.
Joaquín Calvo era el mejor amigo, por no decir el único, de Félix Chacaltana. Desde su llegada como practicante al archivo, Joaquín se había distinguido por ser un usuario ejemplar. Llegaba a las nueve y cuarto con puntualidad británica. Pedía los expedientes en sucesión alfabética, y apuntaba la información cuidadosamente en libretas con pestañas para las letras hechas por él mismo. Llenaba fichas de información, que luego pegaba en las libretas, y después de cada visita al archivo dejaba cada documento en su lugar. Chacaltana pensaba: si todos los usuarios del archivo fuesen como él, si todos los peruanos fuesen como él, este país iría mucho mejor.
Pero esta tarde, por primera vez, Joaquín no estaba a la hora convenida. Para distraerse, Chacaltana escuchó las conversaciones del Cordano. Fútbol. Fútbol. Fútbol. Supuso que su amistad con Joaquín se debía a que eran los dos únicos peruanos sin afición por el fútbol. Almorzaban juntos una o dos veces al mes, cuando Joaquín visitaba el archivo, y su conversación giraba en torno a la vida cotidiana en él. Y todos los fines de semana se encontraban en el pasaje Mártir Olaya para jugar ajedrez. Jamás habían hablado de temas personales, porque Félix Chacaltana carecía mayormente de temas personales. Pero ahora que había surgido uno, la persona con quien podía compartirlo era sin duda Joaquín.
Básicamente, el tema era que Chacaltana quería contraer nupcias. Estaba enamorado de una chica que trabajaba cerca del Palacio de Justicia: Cecilia. Llevaba varios meses saliendo con ella, y consideraba llegado el momento de formalizar su relación. Eso planteaba dos problemas: cómo decírselo a Cecilia, y el más difícil, cómo decírselo a su propia madre.
A sus cuarenta años, Joaquín era un hombre mucho más experimentado que su joven amigo. Y además, por su trabajo como profesor universitario, estaba acostumbrado a tratar con estudiantes de la edad del asistente de archivo. Él le ayudaría a resolver las dudas que lo carcomían... Si llegaba alguna vez.
Félix Chacaltana miró su reloj. Joaquín llevaba veinte minutos de retraso. Quizá había sufrido algún percance. El viernes, en el archivo, se le notaba tenso. Incluso pálido. Pero aun así, le había asegurado a Chacaltana que se presentaría el lunes en el Cordano, a las seis y cuarto. Por lo general, eso significaba que estaría desde las seis y diez.
A las siete y media, después de dos jugos de papaya y uno de piña, Chacaltana comprendió que su amigo nunca llegaría. Pagó la cuenta y se fue. No había leído ninguna noticia en su diario oficial. Pero afuera, en el patio del Palacio de Gobierno, la guardia cambiaba como todos los días.
—Félix Chacaltana Saldívar, llegas tarde.
Su madre lo llamaba así, con todos sus nombres y todos sus apellidos, cuando quería regañarlo.
—Lo siento, Mamacha. Es muy difícil salir del centro, ya sabes.
De hecho, para llegar a su casa de Santa Beatriz, habría sido más rápido caminar. Pero Chacaltana había decidido tomar un microbús, para retrasar este momento. A esa hora, el tráfico era una lenta procesión de motores tuberculosos, que tosían y renegaban al andar. A pesar de sus esfuerzos, había terminado llegando a casa. Y no era el único.
—Tu amiga te espera ahí dentro —anunció su madre.
Cecilia estaba sentada en las viejas sillas de la sala, frente a una taza de té. Para su horror, Chacaltana descubrió que llevaba puesta una minifalda. Eso era mucho más de lo que su madre podía soportar. Al saludar a Cecilia, él trató de no mirar en dirección a sus piernas, y de que su beso abandonase sus labios con la mayor frialdad posible.
Hasta ese momento de su relación, Chacaltana se había mostrado con Cecilia tan respetuoso como cabía esperar de un caballero. Durante los seis meses que llevaban viéndose, no había hecho el menor intento de propasarse. Pero no era de acero: cada vez más, el deseo lo roía por dentro. Cuando iban apretados en un autobús demasiado lleno, le costaba disimular el bulto de sus pantalones. Y al despedirse, se reprimía para no besarla profundamente en los labios.
—¿Y a mí no me saludas? —refunfuñó una voz seca.
—Perdona, Mamita.
Chacaltana besó la frente de su madre y se sentó frente a ella en el sofá, al lado de Cecilia pero sin tocarla. Se sirvió un té y bebió un trago, que le quemó la lengua. Devolvió la taza a la mesa. Aparte de los ruidos que hacía él con la tetera y el platito, la sala estaba sumida en el silencio.
Trató de romper el hielo. Hablar de la denuncia de esa mañana le pareció inadecuado. Pero entonces recordó su conversación con el director, y las conversaciones del bar Cordano. Se aclaró la garganta y proclamó:
—Ha habido un partido de fútbol.
—Sí —lo acogió la chica—. En mi casa estaban como locos celebrando que ganó Perú.
—Fútbol —protestó la madre—. Ayer no había en misa ni un solo hombre. Todos estaban viendo algún partido. Un horror.
—Pero todos están más felices —se alegró Cecilia—. Eso me gusta.
—Lo que aleja al hombre de Dios no lo hace feliz de verdad —sentenció la madre. Tras sus palabras, el silencio volvió a caer sobre la sala, como un manto oscuro.
Cecilia paseaba los ojos por los adornos de la casa. Aparte de los crucifijos y las imágenes de santos, todo rebosaba de figuras de porcelana barata, paisajes al óleo de bosques europeos y un retablo ayacuchano.
La mirada de la joven se detuvo en una foto familiar con marco de plata que reinaba solitaria en una mesita. Era la imagen de un oficial naval en uniforme de gala. El oficial llevaba del brazo a una chica joven de aspecto ingenuo, que cargaba a un bebé. Cecilia reconoció a sus anfitriones, menos de un cuarto de siglo antes, cuando aquella familia la formaban tres personas.
—¿El del uniforme es el señor Chacaltana? —preguntó Cecilia.
—No... —dijo Chacaltana.
—Sí —dijo su madre al mismo tiempo.
Una leve mirada de reproche se instaló en los ojos del joven.
—Mamá...
—Te guste o no, era tu padre y no puedes negarlo.
—Es sólo que no me gusta que tengamos esa foto —refunfuñó Chacaltana.
—Él merece un lugar de honor en esta casa, como todo padre. Sobre todo después de su terrible accidente...
A la madre se le quebró la voz al hablar, y se llevó la mano a los ojos como para limpiarse una legaña, lo cual avivó el interés de Cecilia:
—¿Murió? —preguntó, pero al ver el malestar de Chacaltana atemperó el tono—... si se puede preguntar.
—Es una larga historia —respondió huraño Chacaltana, e intentó reconducir la velada—: Hoy nos vamos al cine, Mamacita.
—¿Qué van a ver? —preguntó la madre.
—Fiebre de sábado por la noche —respondió Cecilia—. Con John Travolta. Es de baile.
Chacaltana se estremeció por dentro. Las palabras fiebre, noche y baile no presagiaban nada bueno. Su madre arremetió:
—Hoy es lunes. ¿Les parece una noche adecuada para salir?
—Iremos cerca, Mamita. Al cine Roma nomás.
—¿Y tus padres lo aprueban?
Cecilia se encogió de hombros:
—Bueno, estamos en los años setenta.
—La decencia y la moral no pasan de moda, jovencita.
—No se trata de moral, es que...
—Bueno —se levantó de un salto Chacaltana—, creo que es hora de irnos. No queremos perdernos el comienzo de la película, ¿verdad?
—¡Falta media hora! —protestó Cecilia—. Te había traído el disco de la película. Pero bueno, te lo pondré mañana.
—Mañana no puedes venir —ordenó la madre—. Yo no estoy.
Sin responder, Chacaltana consiguió llevar de la mano a Cecilia hasta salir de ahí. El aire de la calle le pareció más fresco que nunca, y recorrieron las tres cuadras en silencio. Chacaltana caminaba por el lado exterior de la vereda, como corresponde al varón.
El cine Roma era enorme y lujoso, e incluso en un lunes estaba lleno a rebosar. Todas las mujeres de la platea suspiraban por el protagonista. Y casi toda la película estaba dedicada a lucirlo. John Travolta hacía piruetas en la pista. Stayin’ Alive. John Travolta, un chico de su edad, ataviado con un chaleco, camisa de solapas y pantalones apretados. You Should Be Dancing. Subiéndose la bragueta. Peinándose. Cargando a la chica bajo una bola de luces. A Félix le dolió la cadera de sólo mirarlo. Pero a su lado, sentía la reconfortante respiración de Cecilia, un movimiento agradable, como un ronroneo.
Después de la función, mientras él la acompañaba a su casa en un autobús medio vacío, ella habló sin parar. Estaba radiante:
—¡Cómo bailaban! ¿Y viste esos vestidos? Debería haber una discoteca así en Lima.
—Sí —dijo Félix pensando que mejor no. Y añadió por deformación profesional—: Pero tendría que cerrar cuando hubiese toque de queda.
Ella se rio.
—¿Qué? —se defendió él—. Es la norma.
—Tú eres todo así, ¿no? Todo lo analizas.
Él carraspeó. Pero ella lo miraba provocadora:
—Seguro que nunca harías una locura. Como ponerte a bailar frente a todo el mundo o... No sé. Algo loco.
—Puedo hacer una locura.
—Quiero oírla.
Bajo la tenue luz del autobús, Cecilia se veía muy bella. No era alta, pero sus piernas parecían infinitamente largas y suaves. Chacaltana estuvo a punto de pedirla en matrimonio ahí mismo, sin más preámbulos. Pero luego recapacitó:
—La haré en el momento adecuado.
Ella se burló de él:
—¡No hay momentos adecuados para hacer locuras!
—El miércoles.
—¿El miércoles qué?
—El miércoles haré una locura. Te lo prometo.
Ella le regaló una mirada juguetona:
—La esperaré entonces. Una locura puntual y perfectamente calculada.
Él sonrió. No pudo evitar ruborizarse. Por las ventanillas, aparecían las casas de Jesús María.
—¿Qué pasó con tu Papá? —preguntó ella a quemarropa.
Chacaltana quería contarle. Todo. Sus malos recuerdos. Toda esa violencia. Incluso el de las llamas que consumieron su casa. Quería hablarle de su viaje a Lima para alejarse del pasado, y su apego posterior a su madre. Supuso que eran cosas que Cecilia debía saber. Pero en ese momento llegaron a la parada y tuvieron que bajar del autobús.
Caminaron las tres cuadras en silencio. Ya casi en su puerta, ella lo tomó del brazo:
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro que sí.
—¿Tenemos que estar con tu Mamá siempre que nos vemos? Es incómodo.
—Ella no aceptaría dejarnos a solas en casa. Por respeto a ti, sobre todo. Por lo que puedan pensar.
—¿Quién va a pensar algo? No hay nadie más en tu casa.
Chacaltana admitió:
—Bueno, quizá es por lo que ella pueda pensar.
—No le caigo bien.
—¿Que no...? Claro que le caes bien. Ella es así... A veces parece muy dura, pero ya verás.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
En realidad, no estaba nada seguro. Todo lo contrario. Cecilia no le caía bien a su madre. Posiblemente, nadie le caería bien nunca. Nadie que apartase a su hijo de su lado. Pero él ya era un adulto, tenía una posición, y ahora tend