Tranvía a la Malvarrosa

Manuel Vicent

Fragmento

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Regreso de la Malvarrosa

 

El paso de la adolescencia a la juventud viene determinado por un rito, que en cualquier cultura equivale al sacrificio del héroe. En literatura el viaje es siempre una revelación. Caín expulsado del paraíso huye al Este del Edén, los argonautas navegan en busca del Vellocino de Oro, Ulises regresa a Ítaca, los profetas se refugian en el desierto o suben a la cima del Sinaí para recibir el mensaje o la ley que salvará al pueblo, el adalid se adentra en el bosque para rescatar a la princesa que está bajo el poder del dragón, el aventurero va a merced del viento dando la vuelta alrededor de su propio yo y en cualquiera de estos lances encuentra una salvación. En esta novela se narran hechos y sensaciones, que si bien sucedieron hacia la mitad del siglo pasado, permanecen de forma perenne en el aire como una categoría de la mente.

Un joven recién salido de la adolescencia viaja en un tranvía azul y su trayecto cotidiano, muy corto, se desarrolla desde la ciudad de Valencia a la playa de la Malvarrosa, pero su significado es el mismo que alentó a todos los héroes. En aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado, sensual, huertana, eclesiástica, reprimida bajo la bota franquista, los sentidos estaban a punto de reventar por todas las costuras del cuerpo. Sobre el color ala de mosca que envolvía todas las cosas había una línea azul que abría el horizonte. Esa línea no sólo era el mar como símbolo de la libertad y de la belleza, también era el destino final de todos los deseos y placeres. Tranvía a la Malvarrosa es un libro de iniciación que fue publicado hace veinte años. Esta es una edición de aniversario, revisada. Desde entonces las cosas han cambiado sin dejar de ser las mismas bajo otra sustancia.

En verano el tranvía azul con jardinera llevaba a la playa de la Malvarrosa a una gente que todo lo que esperaba de la vida era el regalo de pasar un día en el mar. Recuerdo una mañana de domingo de 1956, en Valencia. Mientras el tranvía rodaba junto al pretil del Turia hacia la avenida del Puerto iba dejando atrás un sonido de tambores y trompetas de una parada militar, que se celebraba junto al puente del Real, en la plaza de Capitanía. Sobre la alegre campana del tranvía y los gritos felices de los pasajeros se imponía el eco de un vozarrón oscuro, que a través del megáfono repetía una y otra vez las consignas patrióticas a una formación de excombatientes y falangistas. La brisa traía hacia el tranvía las palabras gangosas: victoria, caudillo, enemigos de España, comunismo. Pero poco después, sobre esta soflama contra los rojos se impuso la línea azul del mar con el olor a alga y a mejillones y en la arena de la Malvarrosa se imponía solo el rojo de las sandías.

Atrás quedó todo aquello. El sexo reprimido, la libertad aplastada, la imaginación sumergida, los sueños rotos. Más de medio siglo ha pasado. Si aquellos pasajeros hubieran repetido uno de estos años el viaje a la Malvarrosa en el nuevo tranvía de diseño, tal vez habrían encontrado Valencia también cortada al tráfico, pero en el aire tórrido del verano no les hubiera sorprendido el sonido de una arenga militar franquista con tambores y trompetas, sino el clamor de una inmensa plegaria religiosa que se elevaba a coro con mil decibelios a la atmósfera desde el puente de Monteolivete sobre el cauce del Turia. Allí se había montado a pleno sol un tinglado que no desmerecía al de los Rolling Stones, y unos cientos de miles de fieles perfumados con sudor de colonia e incienso elevaban loas al Señor junto a un apabullante engendro arquitectónico semejante al esqueleto de un inmenso dinosaurio con las vértebras, la espina dorsal y el cráneo a la intemperie, la Ciudad de las Artes, toda de cemento blanco, a modo de cómic galáctico fallero, creado con brutal despilfarro por el arquitecto Calatrava, que también había levantado un puente nuevo de diseño espacial. Sobre este sueño de espuma manierista enloquecida ahora un papa se movía dentro de un tinglado climatizado artificialmente por seis potentes cañones de aire acondicionado que regalaban al pontífice un clima semejante al de un centro comercial donde decenas de cardenales y obispos formaban un gran estofado litúrgico.

Tal vez las calles de Valencia también estaban cortadas por el circuito de la Fórmula 1, con el aire lleno de bramidos de motor; tal vez en los muelles del puerto ahora se estaban celebrando los fastos de la Copa América de Vela, que sustituían al boato de la llegada en 1954 del portaaviones Coral Sea de la VI Flota cuando Franco se hizo llevar una paella a bordo para conmemorar el Pacto de las Bases y los marines desbordados por el barrio chino habían reventado los precios del comercio de la carne femenina. Con el tiempo el barrio chino había dejado de ser huertano para caer en poder de la droga dura y acabar extendiendo la prostitución por los caminos vecinales de la huerta donde las prostitutas estaban plantadas cada doscientos metros en las cunetas como frutas o hitos carnales. En aquel tiempo los huertanos acudían al barrio chino en busca del placer; ahora el barrio chino iba en busca de clientes en medio de naranjos y campos de hortalizas. Todo había cambiado, todo era lo mismo. Los restaurantes de la playa con nombres de mujer, La Pepica, La Marcelina, Amparito, La Rosa, entonces sombreados con toldos y cañizos a merced del crepitar de los arroces y mariscos a la vista del público se habían trasformado en establecimientos asépticos con puertas de PVC y el litoral salvaje con acequias había sido domesticado con un paseo marítimo con mil farolas de diseño hasta la entonces derruida casa de Blasco Ibáñez, hoy levantada desde los cimientos con los leones mesopotámicos sosteniendo la mesa de mármol y cariátides nuevas en la terraza. En el derruido balneario de Las Arenas se erige ahora un hotel de lujo para ejecutivos.

La vida ha cambiado, pero la historia es siempre la misma. La tragedia de la gran riada ocurrida en octubre de 1957 llenó de cadáveres embarrados la ciudad; ahora la tragedia se había reproducido bajo otra forma, no debida a la naturaleza sino a la miseria moral de algunos políticos de la democracia. En Valencia el accidente del suburbano en la estación de Jesús, ocurrido en julio de 2006, había generado decenas de víctimas mortales, que fueron enterradas y silenciadas como si no hubiera pasado nada, mientras sobre el tinglado del puente de Monteolivete los políticos beatos o agnósticos, se extasiaban de incienso, la marihuana de los santos, y unas ratas de alcantarilla elevaban la corrupción a una sagrada liturgia del poder.

De regreso de la playa los pasajeros de aquel tranvía de la Malvarrosa detenido ante este altar galáctico ya de noche, en el viejo cauce del Turia, no oirían croar a las ranas ni verían a prostitutas nocturnas que iluminaban con una cerilla un amor, a duro el éxtasis. Ahora el cauce del Turia también se había transformado felizmente en un largo jardín lleno de campos de deportes, parques infantile

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