El espejo roto

Elias Khoury

Fragmento

libro-4

1.

Karim Chammás se agachó y sacó el equipaje del maletero del taxi, un Mercedes negro que debía llevarlo al aeropuerto de Beirut para coger el avión de vuelta a Montpellier.

Eran casi las cinco y media de la mañana, estaba amaneciendo y el sol se teñía de polvo y tinieblas.

El día anterior había llovido. Así solía ser, que los truenos anunciaran la llegada del invierno, pero esta vez venían acompañados del estruendo de los bombardeos que sin rumbo fijo recorrían la ciudad.

Esa iba a ser la última noche de Karim Chammás en el Líbano y no había podido conciliar el sueño. Sentado en el sofá, bebió más de la cuenta, encadenó bostezos y esperó a que amaneciera escuchando el rumor cadencioso de la lluvia y el estallido de los truenos.

Acababa de cumplir cuarenta años en la más absoluta soledad. Gazale se había esfumado, Muna estaba en Canadá, labrándose un futuro, y él se había quedado solo. Bernadette lo había llamado dos días antes y le había pedido que regresara para el 4 de enero. Su esposa quería celebrar en familia el primer día de su quinta década de vida. Karim se excusó. No había encontrado plaza en ningún vuelo hasta el día 5. Bernadette murmuró algo, hizo ver que le creía y colgó el teléfono.

Estaba solo, y decidió que había llegado el momento de recomponer su vida ante un vaso de whisky, un plato de almendras saladas y tostadas y las tinieblas que lo envolvían. No había luz, y la vela bailaba transformando los objetos en sombras fantasmales que se proyectaban en las paredes. Sin electricidad, Karim tuvo que beberse el whisky sin hielo, y al poco rato el estómago le ardía.

Su vida era un espejo roto. Había mentido mucho y le habían mentido mucho, y al final había cometido el error de regresar a Beirut con la idea de construir un hospital junto a su hermano. Aquella decisión había desbaratado y desencajado toda su historia, con lo cual iba a ser muy complicado recoger los fragmentos y devolver parte de la coherencia a una vida que se había desgarrado.

Esperaba y bebía porque tenía el convencimiento de que ella llamaría. Pero el teléfono no sonaba y ella no llamaba, y cuando decía ella, ya no sabía muy bien a quién se refería. Después de lo ocurrido, ¿a quién esperaba?

¿A Gazale? ¿A Muna? ¿Para qué? ¿Para cerrar los ojos y dormirse escuchando sus amoríos con un italiano? También veía a Hind, veía sus ojos grises y su indisimulado sonrojo, su tez morena y su cara alargada y triste, y recordaba aquel amor que el miedo mató, el amor que se tuvo que hacer secreto y del que era imposible hablar.

La ciudad se precipitaba en un valle de tinieblas, sus voces lo rodeaban y delante de él se dibujaban las palabras de su hermano. Veía la ciudad, al borde del valle, y sentía que resbalaba en un abismo sin fondo. El carguero había ardido en alta mar, le contó Nasim, y lo había perdido todo de golpe. No podría continuar con el proyecto del hospital e incluso tendría que vender la casa para saldar las deudas. Karim no necesitaba recibir la noticia de que el barco cargado de combustible había naufragado para darse cuenta de que el proyecto no saldría adelante y de que tendría que volver a Francia, fracasado y frustrado. Antes, con Gazale, ya había descubierto que en Beirut todo era frágil e inestable, y con la historia de la muerte del padre, Nasri, había acabado de comprender que el proyecto de Nasim no era más que una ilusión.

Sentado, esperaba, pero no sabía a quién, porque no hay modo de identificar las emociones cuando el amor se convierte en una simple espera del amor.

¿Por qué se había metido en aquel lío? ¿Podía considerar que había sido infiel a su esposa? Karim no había sentido nunca antes que la engañara. En Francia había entablado relaciones pasajeras con enfermeras, con pacientes francesas y marroquíes, pero nunca sintió que nada de aquello se asemejara a la traición, quizás porque nunca había amado a Bernadette y su piel blanca. O quizás, al contrario, no lo había sentido porque la amaba. No lo sabía. Solo en Beirut sintió los puñales de la traición: Gazale lo había traicionado con un joven miliciano de nombre extraño; Muna lo había traicionado con su esposo, el arquitecto que había decidido emigrar a Canadá; Hind, con sus recuerdos, lo había traicionado.

Estaba sumido en la oscuridad, absorto en la recomposición de su vida, cuando de repente sonó el teléfono. Descolgó y escuchó la voz de su esposa salida de algún lugar lejano, profundo, que lo despertaba de la espera ilusoria. Karim gritó: «¡Diga! ¡Diga!», pero la línea se cortó abruptamente.

Sintió hambre y, alumbrándose con el mechero, se dirigió a la nevera, la abrió y la cerró. Olía a manzana podrida. Todo se pudría en esta ciudad en la que, como mucho, había corriente eléctrica tres horas al día.

Durante todos esos largos años en Francia, había soñado con las manzanas del Líbano, con los olores a manzana mezclados con los del café. Ese era el aroma de su infancia.

Antes no entendía el aroma de la infancia. Para llegar a comprenderlo tuvo que irse al extranjero y recordar a su padre, Nasri, vertiendo una cucharilla de café y otra media de azúcar en la palma de su mano. Lo veía mezclar el café y el azúcar, y veía su lengua; lo veía lamer y cerrar los ojos, balancear la cabeza y degustarlo. Al acabar, Nasri iba a la nevera, sacaba dos manzanas rojas y se las daba a los niños mientras les recitaba siempre el mismo verso de Abu Nuwás:

El mosto del vino en la tinaja, al mezclarse con el agua,

derrama el perfume que solo la manzana del Líbano exhala.

En la palma de la mano del farmacéutico se mezclaban los aromas de las manzanas y el café mientras recitaba el verso y ordenaba a sus hijos que a las cinco de la tarde se las comieran. «Porque una manzana del Líbano es mejor que cualquier medicina.» Entonces anunciaba que era hora de irse. Los niños, a las cinco de la tarde, al comer la manzana con olor a café, veían al padre relamerse.

En Montpellier, Karim sufría por la pérdida de aquel olor. Le hablaba a Bernadette de las manzanas y el café en la palma de la mano, pero no sabía expresar mucho más. ¿Cómo describir un aroma a alguien que no lo ha saboreado ni olido? Karim se daba cuenta de que era incapaz de hablar porque no sabía traducir sus recuerdos, de que no podía comunicarse porque una inquietante nostalgia devoraba sus palabras. Acabaría descubriendo que hacer el amor era traducir palabras, y que cuando se acaban las palabras, también el amor acaba; que un amante es como un traductor que traduce al lenguaje del cuerpo y al hacerlo interpreta y reconstruye el habla.

Esa sería su forma de relacionarse con Gazale. Al conocerla, sintió punzadas de seducción que se clavaban en su costado. Esas punzadas le liberaron la lengua. A Gazale le habló de todo, de su etapa de estudiante en Francia, de cómo bebía en aquella época el vino como si fuera agua, de los incontables tipos de queso.

Gazale le dijo que le encantaba la «carne blanca», y le contó que así se referían al queso en su pueblo.

«Prefiero la carne morena», le contestó Karim agarrándola del brazo. Gazale se le escabulló, Karim la persiguió y ella lo besó furtivamente en los labios antes de desaparecer en la cocina.

Karim sacó la manzana podrida de la nevera. Aquel olor n

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