La diosa de las pequeñas victorias

Yannick Grannec

Fragmento

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Portadilla

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Cita

Capítulo 1. Octubre de 1980. Residencia para jubilados Pine Run, Doylestown, Estados Unidos

Capítulo 2. 1928. En los tiempos en que era guapa

Capítulo 3

Capítulo 4. 1928. El Círculo

Capítulo 5

Capítulo 6. 1929. Las ventanas abiertas, incluso en invierno

Capítulo 7

Capítulo 8. Agosto de 1930. El café de la incompletitud

Capítulo 9

Capítulo 10. 1931. La fisura

Capítulo 11

Capítulo 12. 1933. Separación

Capítulo 13

Capítulo 14. Enero de 1936. Necesaria, pero no suficiente

Capítulo 15

Capítulo 16. 1936. El peor año de mi vida

Capítulo 17

Capítulo 18. 1937. El pacto

Capítulo 19

Capítulo 20. 1938. El año de la elección

Capítulo 21

Capítulo 22. 1939. El paraguas de Adele

Capítulo 23

Capítulo 24. 1940. Huir

Capítulo 25

Capítulo 26. Verano de 1942. Blue Hill Inn, hotel del infinito

Capítulo 27

Capítulo 28. 1944. Un soufflé atómico

Capítulo 29

Capítulo 30. 1946. Digresiones ambulatorias. Ida

Capítulo 31

Capítulo 32. 1946. Digresiones ambulatorias. Vuelta

Capítulo 33

Capítulo 34. 5 de diciembre de 1947. So help me God!

Capítulo 35

Capítulo 36. 1949. La diosa de las pequeñas victorias

Capítulo 37

Capítulo 38. 1950. Bruja

Capítulo 39

Capítulo 40. 1952. Un diván para tres

Capítulo 41

Capítulo 42. 1954. Alicia en el País de los Átomos

Capítulo 43

Capítulo 44. 13 de abril de 1955. El tuerto, el ciego y el tercer ojo

Capítulo 45

Capítulo 46. 1958. El muy cerdo de Albert se ha muerto

Capítulo 47

Capítulo 48. 22 de noviembre de 1963. El aburrimiento es un veneno más seguro

Capítulo 49

Capítulo 50. 1970. Casi muerto

Capítulo 51

Capítulo 52. 1973-1978. Un amor tan antiguo

Capítulo 53

Capítulo 54. 1978. Sola

Capítulo 55

Dedicatoria

Nota de la autora

Agradecimientos

Para ir más allá. Bibliografía no exhaustiva

Notas

Sobre la autora

Créditos

Cita

Hay dos formas de transmitir la luz:

ser la vela o el espejo en que se refleja.

EDITH WHARTON

libro-3

1. Octubre de 1980. Residencia para jubilados Pine Run, Doylestown, Estados Unidos

En la frontera exacta del pasillo con la habitación, Anna estaba esperando que la enfermera concluyese el alegato a su favor. La joven estaba concentrada en todos los ruidos e intentaba amordazar la angustia: flecos de conversaciones, voces más altas, murmullo de las televisiones, rechinar de las puertas que se abren continuamente, golpes de los carritos metálicos.

La espalda le protestaba, pero todavía se estaba pensando si soltar el bolso. Dio un paso al frente para colocarse en el centro del cuadrado de linóleo que señalaba el umbral de la habitación. Jugueteó, para darse ánimos, con la ficha de cartulina que llevaba en el bolsillo. Había redactado una serie de argumentos sólidos en letras mayúsculas bien legibles.

La cuidadora le acarició a la anciana la mano cuajada de manchas, le ajustó el gorro y le colocó bien las almohadas.

—Señora Gödel, demasiado pocas visitas recibe como para permitirse no aceptarlas. Recíbala. Maréela. ¡Así hace un poco de ejercicio!

La enfermera, al salir, le brindó una sonrisa compasiva a Anna. Hay que saber buscarle las vueltas. Buena suerte, bonita. No iba a darle más ayuda que ésa. La joven titubeó. Y eso que se había preparado la entrevista: iba a exponer los puntos capitales de su demostración poniendo buen cuidado en recalcar con animación las palabras. Al mirarla la inválida con tan poca simpatía, cambió de opinión. Mejor ser neutra y ocultarse tras ese atuendo que siempre cuela: falda escocesa con jersey y rebeca a juego. No le quedaba ya sino una certidumbre: la señora Gödel no era de esas ancianas a quienes se dirigen sólo con el nombre únicamente porque no van a tardar en morirse. Anna no iba a poder sacar del bolsillo la ficha.

—Es un honor conocerla, señora Gödel. Me llamo Anna Roth.

—¿Roth? ¿Es usted judía?

Anna sonrió al oír el sabroso acento vienés y se negó a dejarse intimidar.

—¿Le parece importante?

—En absoluto. Me gusta enterarme de dónde vienen las personas. Viajo por poderes ahora que…

La enferma intentó incorporarse con una mueca de dolor. Anna tuvo el impulso de intentar echarle una mano. Una mirada gélida le quitó las ganas.

—¿Así que es usted del Instituto? Muy jovencilla todavía para venir a criar moho en esta residencia para científicos jubilados. Pero ¡no nos eternicemos! Las dos sabemos qué la ha traído aquí.

—Podemos hacerle una oferta.

—¡Panda de imbéciles! ¡Como si esto tuviera que ver con el dinero!

Anna notó que la invadía el pánico. Sobre todo, no contestes. Apenas se atrevía a respirar pese a la náusea que le entraba con los olores a desinfectante y a café malo. Nunca le habían gustado ni los viejos ni los hospitales. La anciana, rehuyendo su mirada, se retorcía mechones invisibles bajo el gorro de lana.

—Váyase, señorita. Aquí no pinta nada.

Anna se desplomó en una silla de escay marrón de la sala. Alargó la mano hacia la caja de bombones de licor que tenía al lado, en un velador. La había soltado allí al llegar; los dulces eran una idea equivocada: la señora Gödel no debía de tenerlos permitidos ya. La caja estaba vacía. Anna se desquitó pagándolo con la uña del pulgar. Lo había intentado y había fracasado. El Instituto habría de tener paciencia hasta el fallecimiento de la señora Gödel rezando a todos los dioses del Rin para que no destruyera nada valioso. ¡A la joven le habría gustado tanto ser la primera en llevar a cabo el inventario del Nachlass[1] de Kurt Gödel! Mortificada, volvió a acordarse de sus preparativos irrisorios. A fin de cuentas, le habían dado una toba que la había hecho salir volando.

Rompió la ficha con mucho primor y repartió los pedacitos por los alveolos de la caja de la

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