Los cuentos de la peste

Mario Vargas Llosa

Fragmento

libro-10

 

I

Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arregla sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia.

¿No es esta situación el símbolo mismo de la razón de ser de la literatura? ¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?

La circunstancia que sirve de marco a los cuentos del Decamerón no puede expresar mejor la naturaleza de lo teatral: representar en un escenario algo que, mientras dura, es vida que reemplaza a la vida real, a la vez que la refleja con sus carencias y añadida de lo que nuestras necesidades y urgencias quisieran que tuviera para colmarnos y hacernos gozar de ella a plenitud.

Desde entonces la idea de una obra de teatro inspirada en el Decamerón ha figurado entre esos proyectos que suelen acompañarme, yéndose y regresando con el paso de los años, hasta que un día, por fin, decido tratar de materializarlos.

El tiempo que me ha tomado escribir esta pieza ha sido uno de los más estimulantes que he vivido, gracias a Giovanni Boccaccio. Leerlo, releerlo, tratar de reconstruir mediante la lectura y visitas a lugares del mundo en que vivió y escribió ha sido una empresa gozosa. En la Florencia del otoño de la Edad Media apuntaban ya las primeras luces del Renacimiento. Dante, Boccaccio y Petrarca, los tres astros literarios de ese tránsito, son fuentes nutricias de lo mejor que ha producido la cultura occidental; con ellos nacieron formas, modelos, ideas y valores estéticos que han perdurado hasta nuestros días e irradiado por el mundo entero.

Giovanni Boccaccio estaba en Florencia cuando la peste negra invadió la ciudad, en marzo de 1348. La epidemia procedía al parecer del sur de Italia, adonde había llegado traída por los barcos que venían con especias del Lejano Oriente. Las ratas la arrastraron hasta la Toscana. El escritor y poeta tenía unos treinta y cinco años. Sin aquella terrible experiencia —se dice que la pestilencia acabó con la tercera parte de los ciento veinte mil habitantes de Florencia— no hubiera escrito el Decamerón, obra maestra absoluta, pilar de la prosa narrativa occidental, y probablemente hubiera seguido siendo, como hasta entonces, un escritor intelectual y de elite, que prefería el latín a la lengua vernácula y estaba más preocupado por disquisiciones teológicas, clásicas y eruditas que por una genuina creación literaria al alcance del gran público. La experiencia de la peste bubónica hizo de él otro hombre y fue decisiva para que naciera el gran narrador cuyos cuentos celebrarían incontables lectores a lo largo de los siglos en todos los rincones del mundo. En cierto sentido, la peste —la cercanía de una muerte atroz— lo humanizó, acercándolo a la vida de las gentes comunes, de las que hasta entonces —pertenecía a la familia de un mercader acomodado— había tenido noticia más bien distante.

La avidez de goce y placer de los diez jóvenes recluidos en Villa Palmieri nace como un antídoto del horror que provoca en ellos el espectáculo de la peste que ha convertido las calles de Florencia en un cotidiano apocalipsis, según se explica en la primera jornada. Algo semejante pasó con Boccaccio, hasta entonces un hombre más dedicado al estudio —mitología, geografía, religión, historia, los maestros latinos—, es decir, a la vida del intelecto, que a la de los sentidos. La peste —la muerte en su manifestación más cruel— lo hizo descubrir la maravilla que es la vida del cuerpo, de los instintos, del sexo, de la comida y la bebida. El Decamerón es el testimonio de esa conversión. No se puede decir que durase mucho. Pocos años después la pasión por el espíritu —el conocimiento y la religión— lo irá recobrando y nuevamente lo alejará de la calle, de sus contemporáneos, de lo que Montaigne llamaba la «gente del común», y lo regresará a las bibliotecas, la teología, la enciclopedia, el mundo de los clásicos. Su afición constante y creciente por la cultura griega es uno de los primeros indicios de la admiración que el humanismo renacentista profesará por el pasado helénico: su historia, su filosofía, su arte, su literatura, su teatro.

Los primeros libros de Boccaccio —Filocolo, Filostrato, Teseida, Comedia delle ninfe fiorentine, Amorosa visione, Elegia di madonna Fiammetta, Ninfale fiesolano— están inspirados en libros, no en la vida vivida sino leída y, escritos en latín o en vernáculo, no transmiten experiencias directas de lo vivido, sino más bien de la cultura, es decir, de la vida hecha teoría filosófica o teológica, mito literario, formas de uso social, amoroso, cortés y caballeresco convertidas en literatura. Su valor, mayor o menor, tiene un marco convencional y en buena parte derivado de modelos, entre otros la poesía de Dante. La revolución que significa el Decamerón —y esto es obra de la peste, brutal recordatorio que la vida del espíritu es sólo una dimensión de la vida y que hay otra, ligada no a la mente, al conocimiento, sino al cuerpo, a los deseos, a las pasiones y funciones orgánicas— es que en sus cuentos esa vida directa, material, no la de la elite, la de las ideas, sino la compartida por todos —artesanos, campesinos, mercaderes, piratas, corsarios, monjes y monjas, reyes, nobles, aventureros, etcétera—, pasa a ser protagonista, sin mediaciones teóricas de la literatura. El Decamerón inicia el realismo en la literatura europea y por todo lo alto. Ésta es una de las razones de su extraordinaria popularidad, como lo será, siglos después, la del Quijote.

El Decamerón circuló desde el principio en copias manuscritas y alcanzó enorme prestigio y difusión; su primera edición impresa apareció casi siglo y medio más tarde, en Venecia, en 1492, el año del descubrimiento de América, y se dice que la reina Isabel la Católica fue una de sus lectoras más entusiastas.

Sin aquella experiencia de 1348 nunca hubiera podido escribir Boccaccio esa magistral primera jornada con que se inicia el Decamerón, describiendo los estragos que causó la peste, el panorama terrorífico de una ciudad donde se amontonan los cadáveres porque no hay tiempo para dar cristiana sepultura a todos quienes caen abatidos por la implacable mortandad que se manifiesta con tumores en las ingles y los sobacos, fiebre alta y violentas convulsiones. Curiosamente, luego de esas alucinantes y macabras páginas iniciales habitadas por la enfermedad y la muerte, la peste desaparece del libro. Casi no vuelve

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos