0. Hacia un cielo azulado
Arequipa, Perú, 1723
Como toda buena mujer aristocrática, sor María Trinidad contaba en el interior de su familia con una prima hermana venida a menos cuya existencia, descolorida y modesta, podría eventualmente dirigir y controlar. Así, cuando entró al convento de Santa Catalina y tomó posesión de sus amplias habitaciones, instaló a Verónica de las Mercedes en calidad de seglar muro a muro con sus criadas, y el día del parto colocó al recién nacido en sus brazos como si hubiese surgido de aquel cuerpo seco, descuidado y dudosamente fértil, cuerpo hermético sin recuerdos ni huellas de placeres o concepciones, y se limitó a dar aviso a sus superioras, con aquel tono seguro de quien se sabe distinguida y reconocida, y amainó sus reacciones de sorpresa e irritabilidad relatando la triste historia de esta prima que, enamorándose de un comerciante extranjero —chileno, en este caso, fue lo primero que se le ocurrió, quizás por la vecindad de las tierras—, casóse con él en sagrado vínculo, concibió un hijo suyo y luego, muy prontamente, fue abandonada. De aquella deserción, por supuesto, le habría surgido la potente necesidad de recluirse, cosa que la hermana sor María Trinidad, siempre comprensiva y protectora, hizo posible al ofrecerle un espacio cálido dentro de su compañía, esa verdadera corte que aportó al convento, tan auspicioso de su cara y piadosa vocación.
Martínez, José Joaquín Martínez, así se llamaba el padre, el primer nombre que se le vino a la cabeza cuando se lo preguntaron, sin sospechar que en ese instante acababa de dar vida a una larga dinastía. El pequeño José Joaquín —se le nombraría como a su padre aunque éste hubiese desaparecido— creció y se formó entre la