Índice
Portadilla
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Dedicatoria
Cita
I. Castillo de Cirey, Francia, invierno de 1735
1. París, noviembre de 1935
II. Francia
Émilie
2. Alemania
Gerta
III. París, 1733
3. París, 1934
IV. Cirey, 1736
4. París, diciembre de 1935
V. Castillo de Cirey, 1737
5. París, febrero de 1936
VI. Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza
Émilie
6. Hungría, Alemania, Francia
Gerda
VII. Cirey, diciembre de 1739
Émilie
7. París, principios del otoño de 1936
VIII. Cirey, 1741
8. Nápoles, noviembre de 1936
Gerda
IX. Europa, 1743
Émilie
9. París, febrero de 1937
X y 10. Castillo de Ferney, Suiza, 1762 y París, 1937
XI y 11. París, primavera de 1746. París, primavera de 1937
XII. París, mayo de 1749
12. Valencia, junio de 1937
Gerda
Último acto: Lunéville, septiembre de 1749
Último acto: Brunete, España, julio de 1937
Epílogo
Advertencia
Post-Scriptum: los personajes
Bibliografía
Agradecimientos
Créditos
Grupo Santillana
Para Isabella, porque fue a ella, cuando tan sólo tenía seis años, a quien se le ocurrió el título de esta novela. Y porque sería capaz de hacerlo todo por mi hija, hasta creer en Dios… si ella me lo pidiera.
También, e inevitablemente, para G.T.
Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece.
JORGE LUIS BORGES
El peor de los monstruos: la barbarie humana.
GOYA
I. Castillo de Cirey, Francia, invierno de 1735
—¿Puedo seguir dormida mientras me hace el amor? —pregunta Émilie con voz ronca y juguetona. Sin esperar el menor asomo de una respuesta, cierra los ojos y deja su cuerpo lacio. Arouet le sube el deshabillé delicadamente hasta descubrir sus senos, blanquísimos. Los besa con avidez y ella exhala un gemido. Otro. Comienza a moverse.
—Dormez! —le ordena el hombre—. Se supone que está dormida, madame.
Émilie vuelve a soltar su cuerpo. Cierra los ojos una vez más para sentir, ahora, la lengua de su amante que baja y baja y baja… Las piernas no pueden oponer resistencia: su dueña está descansando, ¿o no?
Los primeros rayos del sol entran por la ventana. A Voltaire le gusta despertarse con su luz y calor; lo sabe su lacayo y nunca cierra las cortinas de terciopelo prensado, gruesas y oscuras. El personal del castillo todavía descansa, excepto Aldonce, el mayordomo, que ya ha abierto los ojos y se ha levantado para prepararse un té, vestirse y comenzar su jornada diaria en la que dirige a una orquesta de domésticos con habilidad y precisión. Hoy toca limpiar la plata y lustrar los muebles con cera de abeja.
Madame Du Châtelet hace lo posible por esconder un grito. Repite en silencio: estoy dormida, estoy dormida, no siento nada. Pero su sexo se rebela y comienza a actuar con vida propia, humedeciéndose.
—Mon Dieu. Ô Mon Dieu! —murmura la joven dama.
—Deje a Dios fuera de nuestro lecho, se lo suplico, madame, o me desconcentro.
Émilie no sabe si su amante tiene más habilidad con la lengua… o con la pluma. Lo admira por la valentía de sus textos. Su punzante forma de jugar al gato y al ratón con el gobierno, siempre provocándolo hasta llegar a un milímetro del límite. Su maestría con el sarcasmo, el arma literaria que prefiere. Por su aguda inteligencia, su mirada impertinente, esa conversación siempre ágil y culta que a todos fascina. Aunque también por la destreza de aquellas manos al tocarla, por esa lengua audaz y sabia que la eleva hacia lo Absoluto.
De pronto oyen pasos apresurados y la voz arpada de madame Champbonin. Algo ha sucedido. A Émilie apenas le da tiempo de esconderse debajo de la cama. La dama, su vecina más cercana, entra en la habitación sin tocar la puerta. El reloj de la galería, sostenido por dos marabúes, marca las nueve de la mañana. El escritor está recargado sobre los almohadones, con un libro en las manos.
—Está al revés, monseigneur Voltaire —dice la intrusa, con la respiración apresurada. Sus varios kilos de más son bastante estorbosos.
—¿Qué cosa?
—El libro. A menos que para entender a Locke tenga que leerlo de cabeza —el filósofo cierra el texto y reclama, poniéndose su gorro de dormir:
—¿Qué pasa, qué hace aquí tan temprano? ¿Por qué ha entrado sin anunciarse? —vuelve la vista hacia la ventana, fastidiado. El paisaje, pintado de nieve, le hace sentir un poco de frío.
—Disculpe, fui presa de la emoción y, al no encontrar a madame Du Châtelet en sus habitaciones, vine con usted a darle la noticia. No había lacayo en la puerta y… Bueno, es que he recibido carta de mi querida amiga, mademoiselle Toussaint, que pasa la vida metiendo sus narices en donde no la llaman.