Cuentos reunidos

William Faulkner

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Introducción

I. El campo

Incendiar establos

Un tejado para la casa del Señor

Los altos

La cacería del oso

Dos soldados

No ha de perecer

II. El pueblo

Una rosa para Emily

La melena

Centauro de latón

Sequía en septiembre

El tirón de la muerte

Elly

El tío Willy

Un mulo en la parcela

Y eso bien ha de estar

Ese sol del atardecer

III. La tierra inexplorada

Hojas rojas

Justicia

Un noviazgo

¡He ahí...!

IV. La tierra baldía

Ad Astra

Victoria

Falla

Viraje

Todos los pilotos muertos

V. La tierra intermedia

Wash

Honor

Dr. Martino

La caza del zorro

Estación de Pensilvania

Artista en casa

El broche

Mi abuela Millard, el general Bedford Forrest y la batalla del arroyo del Curricán

Tierra del oro

Hubo una reina

Victoria en el monte

VI. Allén

Allén

Música negra

La pierna

Mistral

Divorcio en Nápoles

Carcasona

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Introducción

 

 

 

 

En agosto de 1950, dos meses antes de recibir la buena nueva de Estocolmo, William Faulkner publicó esta colección de relatos, sus Cuentos reunidos, tal y como él quiso disponerlos de acuerdo con una división concienzuda de toda su producción cuentística, que no recogió íntegramente. Con anterioridad había publicado tres volúmenes de cuentos: These 13 y Doctor Martino, que forman parte de éste en su totalidad, aunque en un orden muy distinto, y Gambito de caballo, que quedó expresamente fuera de esta selección personal por ser más bien producto de una serie de descartes en la configuración de este volumen, pues contiene los cuentos más detectivescos. En esta minuciosa y armónica selección tampoco reunió por cierto aquellos cuentos recogidos en un volumen que el lector hispanohablante acaso conozca, y que lleva un título un tanto engañoso, Relatos, pues son en verdad los Uncollected Stories, no reunidos hasta mucho después de su muerte, hasta 1979, por mediación de su biógrafo, Joseph Blottner, y de acuerdo con su hija y heredera, Jill Faulkner. Además de los no recogidos en volumen y algunos inéditos, esa recopilación póstuma contiene los cuentos que pasaron a formar parte (o están tomados) de novelas como Desciende, Moisés y Los invictos entre otras. Fuera de todo ello aún queda una gavilla de inéditos y raros, además de los inacabados, que se han ido publicando de forma aislada.

Así se explica que este volumen no contenga los cuentos «completos» del prodigioso William Faulkner, titánico en su producción, revolucionario en las cotas alcanzadas en tantas ocasiones. Sus cuentos completos precisarían tal vez de tres volúmenes como éste.

Pero es que nunca fue ésa la intención que animó a su editor, Robert Haas, que es quien propuso al autor un primer índice puramente provisional en marzo de 1948, que Faulkner fue completando con infinito esmero a lo largo de un par de años, con la asesoría de un crítico de la talla de Malcolm Cowley —que en 1946 ya diera a luz, de común acuerdo con el autor, una antología proverbial, titulada The Portable Faulkner— y con el concurso de otro editor y buen amigo de Faulkner, Saxe Commins. De todo ello hallará cumplida cuenta el lector en las presentaciones que dan noticia de cada uno de los relatos aquí reunidos, al final de este volumen, y que anteceden a las notas propiamente aclaratorias. Se ha querido reducir al mínimo indispensable este elemental aparato crítico, además de presentarlo de la forma más discreta, con el menor grado de injerencia en el disfrute del lector.

El volumen resultante de la iniciativa editorial de Robert Haas, que tiene el lector en las manos, fue galardonado en 1951, cuando Faulkner ya trabajaba sin descanso en Réquiem por una monja, con el National Book Award. Pero este reconocimiento le llegó, en efecto, después del Nobel, distinción que guarda un curioso parentesco con esta colección de relatos, como se expone más abajo al amparo de una hermosa conjetura de Malcolm Cowley, que es desde el punto de vista crítico la persona que más conoció y mejor entendió el funcionamiento de la máquina Faulkner.

A la propuesta inicial de Robert Haas respondió Faulkner con una carta ya en septiembre de 1948 —al parecer, extravió la carta primera de Haas—, diciendo que deseaba «meditar la idea y tratar de dar a este volumen una forma integrada que le sea propia, como en el libro de Moisés si es posible». Varias semanas después escribió a Haas una larga carta, una de las más intrigantes que Faulkner escribió nunca, por contener una muy precisa valoración de muchos de sus relatos, descartando unos y reafirmando la necesidad de que otros se incluyeran en el volumen proyectado. El criterio fundamental que maneja Faulkner es la aspiración a que la colección sea «muy extensa y comprenda todos los relatos previamente publicados, salvo aquéllos ya asignados a una serie de volúmenes futuros». Además de la extraordinaria percepción crítica de su propia obra, Faulkner iba en busca de un ordenamiento del material que diera al volumen la modulación que hubiese llegado a tener una novela, una entidad propia, una integración en forma de contrapunto, tendente a un único fin, a una sola finalidad (según señaló él mismo en otra carta semejante, pero escrita a Cowley el 1 de noviembre de 1948, en la que realiza una primera tentativa de ordenación de un material amplísimo y dispar). Y es apasionante comprobar, aunque detallarlo sería largo, cómo de la lista de relatos que propuso Haas a Faulkner no se cayó ninguno, si bien Faulkner fue defendiendo la inclusión de otros a veces con gran vehemencia, como es el caso de «Allén», y aun de otros incluidos en la última de las partes del volumen, además de cambiar de ubicación algunos, en pos de esa tensión dinámica que permitiera leer el volumen precisamente como Desciende, Moisés, una novela formada por una serie de relatos dotados de plena independencia, o Las palmeras salvajes (novela a la que habría que dar su verdadero título, Si yo te olvidara, Jerusalén), compuesta por dos narraciones autónomas que se van alternando.

Apunta Michael Millgate que los Cuentos reunidos son «un tomo que ocupa un lugar muy importante entre las grandes obras de Faulkner», con lo que rebate la extendida idea de que los cuentos son un producto menor de un novelista mayor donde los haya. «Es cierto —prosigue Millgate en The Achievement of William Faulkner, p. 390— que los cuarenta y dos cuentos ya habían sido publicados con anterioridad, aunque diecisiete se reunían por vez primera. (...) El mero hecho de reunir los relatos por primera vez hizo posible un examen de los logros de Faulkner en el género del relato breve, y su organización de los cuentos en seis secciones diferenciadas, cada una con su título [y sus remisiones internas, sus factores de cohesión, sus disonancias, sus modulaciones anímicas, su muestrario de técnicas], hizo que fuera necesario leerlos en un nuevo contexto».

Es cierto y no es menos conocido que Faulkner escribió una cantidad ingente de relatos por pura necesidad pecuniaria. Durante toda su trayectoria, el mercado de las revistas de circulación más o menos masiva en nada se parecía a la depauperada situación que hoy presenta. El universo lector era mucho más concurrido, y en él había sitio para toda clase de esfuerzos: los escritores de entonces podían entregar un libro cuando lo tuvieran listo, pero entre tanto era posible que pagaran sus facturas dando salida a sus textos por medio de la publicación en revistas populares y especializadas en obras de ficción. Este hecho da a los relatos de Faulkner —en muchos casos— un grado de asequibilidad que no tienen algunas de sus novelas, por lo que los Cuentos reunidos son una puerta de acceso perfecta al universo Faulkner, al tiempo que son muy a menudo perlas de especial rareza para el conocedor de ese ancho mundo que se centra en el condado de Yoknapatawpha, pero que muchas veces se extiende más allá de las fronteras de ese terruño del tamaño, según dijo él mismo, de «un sello de correos». En muchas ocasiones, los relatos están directamente emparentados con las novelas, e incluso algunos tendrán una futura versión en otro contexto narrativo, así como mantienen vínculos de hermandad entre sí.

Estos Cuentos reunidos son como una antología que hubiera hecho por ejemplo Bob Dylan a partir de toda su producción, pero no confeccionada por su discográfica, sino hecha íntegramente por el artista, si bien de pleno acuerdo y por petición expresa de uno de sus editores, y en tres CDs, naturalmente. La confección del repertorio obedece a la búsqueda de una armonía en la que tales piezas no descuellen, no desentonen, alternando en su naturaleza representativa y cohesionada. No es lo mejor de sí lo que el artista recoge: recoge lo que es, y es uno de los mejores, uno de los más grandes. Y lo que se pretende es realzar cada una de las canciones por contigüidad con otras, tal como a Faulkner le interesaba ante todo urdir un buen cuento, dejándose de cronologías y de dictados didácticos sobre su propia obra. Claro está que una antología así se puede leer como una crónica.

En la composición de este muestrario de su arte narrativa, engarzando cuento a cuento y engastando parte a parte en un todo que más suma que la suma de sus partes, Faulkner —antes del reconocimiento mundial que iba a llegar a los pocos meses desde ese imán y emisora para grandes escritores que es Estocolmo en octubre— ensambló los pedacitos que componen su mundo, ese universo que, con inevitables excursiones a la ciudad de Nueva York, o a Hollywood, o al golfo de México, o a la Primera Guerra Mundial, y a la Segunda, pero sin salir del terruño, presenta un compendio geográfico y temático que es cifra y señal del pequeño mundo del hombre, en el que los engarces entre los relatos por contigüidad, la colocación de cada uno en un lugar estratégico de cada una de las partes, el funcionamiento de las mismas, son determinantes en la hechura de un libro que poco se parece a otros por el estilo. Fruto de la fértil colaboración entre la partera o comadrona y la madre que con ayuda de la primera —y con sus trabajos y dolores de parto— da a sus hijos al mundo ancho y hostil —fácil no es que el escritor alumbre sin el concurso o la tracción de su editor—, los Cuentos reunidos de Faulkner son en su totalidad un homenaje al concurso del ser humano con el ser humano y una constatación clara del díctum de Pablo de Tarso: sin ti no soy nada. Pero esto es algo que aclaran mejor los propios participantes en la elaboración de un libro capital en el canon faulkneriano.

Es de ley reseñar que Faulkner anunció a Cowley en la carta antes citada (The Faulkner-Cowley File, Letters and Memoirs, 1944-1962, pp. 119-120) su intención de anteponer un prefacio a sus Cuentos reunidos. El propio Cowley consigna su decepción al ver que «[Faulkner] había abandonado la idea de escribir dicho prefacio, a resultas de lo cual el tema sobre el que podría haber versado dicho texto, si lo hubiera escrito, quedó en el cajón, disponible para otros usos».

Faulkner, que acaba de pasar una breve temporada con Cowley, le escribe nada más llegar a su casa de Oxford, Mississippi, y le describe el lento viaje hacia el sur en un avión que hizo escala en infinidad de lugares intermedios:

 

No me aburrí demasiado, porque pasé el tiempo pensando en la colección de relatos, y cuanto más pienso en ella más me gusta. El único prefacio que recuerdo es uno que leí cuando tenía dieciséis años, en un libro de Sienkiewicz donde decía, aunque no con estas palabras, algo así como que «este libro ha sido escrito con esfuerzo (podría haber dicho agonía o sacrificio) para enaltecer el corazón de los hombres». Y ésa me parece que es la única finalidad meritoria de un libro, de modo que también en una colección de relatos la forma y la integración son tan importantes como en una novela.

 

Y continúa Cowley diciendo que «estoy casi seguro de que hay ecos de esa frase, amplificada y remota como un trueno en los montes, al comienzo y al final del discurso de recepción del Premio Nobel que pronunció Faulkner». Al principio de ese brevísimo texto dice Faulkner que «entiendo que este premio no se me otorga a mí en persona, sino a mi obra, que es producto de una vida vivida en la agonía y el esfuerzo del espíritu humano. (...) Por tanto, este premio sólo es mío en depósito». Y al final apunta que «es privilegio del escritor ayudar al hombre a resistir mediante el enaltecimiento de su corazón, recordándole la valentía y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido gloria de su pasado». Y es que en Faulkner, según se dice en Réquiem por una monja, es imprescindible tener presente que «el pasado no ha muerto: ni siquiera ha pasado».

 

MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE

Pamplona, 8 de septiembre de 2009

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I
EL CAMPO

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Incendiar establos

 

 

 

 

El almacén en el que tuvo lugar la vista celebrada por el juez de paz apestaba bastante a queso. El chiquillo, acuclillado sobre el barril de los clavos, al fondo de un local atestado de gente, era sabedor de que olía a queso, y a unas cuantas cosas más: desde el asiento al que se había encaramado alcanzaba a ver las estanterías alineadas en las que se apilaban bien apretadas las formas sólidas, chaparras, dinámicas, de aquellas latas cuyas etiquetas leyó con el estómago, sin recurrir a unos rótulos que para su caletre nada significaban, fijándose en cambio en los diablos rojos y en la curvatura argentina de los peces,[1] todo lo cual, el queso de cuyo olor era consciente y la carne hermética, enlatada, cuyo olor creían percibir sus intestinos, le llegaba en rachas intermitentes y efímeras en medio de un constante efluvio, el olor y la sensación de tener un poco de miedo, más que nada por la desesperanza y por la tristeza, la vieja y feroz pulsión de la sangre. No alcanzaba a ver la mesa tras la que se había sentado el juez, frente al cual se encontraban de pie su padre y el enemigo de su padre («nuestro enemigo —pensó con la misma desesperanza—, ¡nuestro de los dos! ¡Tan suyo como mío! ¡Es mi padre!»), aunque sí los oía, u oyó más bien a los dos, porque su padre aún no había dicho ni palabra:

—¿Y qué pruebas tiene, señor Harris?

—Ya se lo he dicho. El cochino se me metió en el maizal. Le eché el guante y se lo mandé. No tenía él una cerca con la que tenerlo bien sujeto. Yo ya se lo dije, ya iba avisado. La siguiente vez metí al cochino en mi corral. Cuando vino a recogerlo, le di alambre de sobra para que cercase bien su corral. A la vez siguiente, recogí al cochino y lo metí en mi corral. Fui a caballo hasta su casa y vi todo el alambre que le había dado yo enrollado y arrinconado en su parcela. Le dije que podía pasar a llevarse el cochino cuando me pagase una tasa de un dólar.[2] Esa misma noche vino un negro con un dólar y se llevó el cochino. Era un negro un poco raro. Forastero, a lo mejor. Va y me dice: «Dice que le diga que la madera con el heno arde fácil». ¿Cómo dices?, le digo yo. «Pues eso, que madicho que le diga que la madera con el heno arde fácil.» Esa misma noche me pegaron fuego al establo. Pude sacar lo que tenía dentro, aperos y animales, pero perdí el establo.

—¿Qué ha sido del negro? ¿No le ha echado el guante?

—Era un negro un poco raro, ya le digo. No sé qué habrá sido de él.

—Pero eso no prueba nada. ¿No entiende que eso no es una prueba?

—Que venga el chiquillo. Él sí que lo sabe —durante unos instantes, el chiquillo pensó que el hombre se refería a su hermano mayor, hasta que Harris dijo—: No, ése no. El pequeño. El chiquillo —y, acuclillado como estaba, pequeñajo para su edad como era, menudo y nervudo como su padre, con unos vaqueros descoloridos y remendados, demasiado pequeños incluso para él, con el cabello castaño, lacio, sin peinar, y los ojos grises, despavoridos como nubes de tormenta, vio separarse a los hombres que se interponían entre aquella mesa y él, y los vio convertirse en una calleja de rostros malencarados, al fondo de la cual acertó a ver al juez, un hombre desaliñado, sin cuello de camisa, canoso, con gafas, que le hacía gestos para que se acercara. No sintió el suelo bajo las plantas de los pies, le pareció que caminase bajo el peso palpable de los rostros malencarados que se iban volviendo a su paso. Su padre, envarado, con la levita negra que sólo se ponía los domingos, y que no se había puesto por el juicio, sino por la mudanza, ni siquiera le miró. «Él lo que quiere es que mienta —pensó, y volvió a sentir el mismo frenesí de tristeza y desesperanza—. Y voy a tener que hacerlo».

—¿Cómo te llamas, chico? —dijo el juez.

—Coronel Sartoris Snopes —murmuró el chico.

—¿Eh? —dijo el juez—. Habla más alto, anda. ¿Coronel Sartoris, dices? Pues digo yo que todo el que en este condado lleve el nombre del Coronel Sartoris a la fuerza tiene que decir la verdad, ¿no? —el chiquillo no dijo nada. «¡Enemigo! ¡Enemigo!», pensó; hubo un instante en el que ni siquiera acertó a ver nada, y no pudo ver que el juez lo miraba con semblante amable, ni acertó a discernir que interpeló con voz contrariada al hombre que llamaban Harris—: ¿Desea interrogar a este chiquillo?

En cambio, sí acertó a oír, y oyó, durante los largos segundos que siguieron, mientras no se oyó absolutamente nada más en el reducido espacio del almacén, atestado como estaba de gente, el sonido de un respirar reposado y atento, tan quedo que fue como si se hubiera columpiado al extremo de la cuerda, en lo más alto de un barranco, sujeto a los zarcillos de una parra, y como si en el punto más elevado del arco que trazaba el columpio quedase atrapado en un detenido instante de hipnótica gravitación, ingrávido en el tiempo.[3] —¡No! —dijo Harris con violencia, con explosiva exasperación—. ¡Condena...! ¡Mándelo fuera de aquí!

El tiempo, el mundo de la fluidez, apretó entonces su discurrir de nuevo bajo sus pies, y las voces volvieron a llegarle claras, confusas, en medio del olor a queso y a carne sellada, en medio del miedo y la desesperanza y la antigua tristeza de la sangre:

—Se desestima el caso. Nada puedo probar en contra de usted, Snopes, pero sí puedo y debo darle un consejo. Márchese del condado y no se le ocurra volver.

Tomó la palabra su padre por vez primera, con voz fría y áspera, sin alterarse, sin cargar las tintas.

—Ésa es mi intención. No se me ocurriría quedarme en un condado, entre gentuza que... —y dijo algo que no es posible poner por impreso, algo vil y rastrero, que no dirigió a nadie en particular.

—Con eso es más que suficiente —dijo el juez—. Tome su carreta y lárguese del condado antes de que anochezca. Se desestima la demanda.

Su padre se volvió en redondo y él siguió la levita envarada, la figura nervuda que caminaba con rigidez debido a la bala de mosquete con que le alcanzó un confederado, uno de los hombres del sheriff, nada más robar un caballo, más de treinta años antes, y siguió más bien las dos espaldas, puesto que su hermano mayor acababa de aparecer en medio del gentío, no más alto que el padre, pero sí más grueso, mascando tabaco sin descanso, entre las dos hileras de individuos malencarados que formaban la calle que desembocaba en salida del almacén, para atravesar el porche desgastado y bajar los peldaños combados y pasar entre los perros y los chicos que se habían juntado en medio de la polvareda de un mayo ya caluroso, por donde oyó al pasar un susurro mascullado:

—¡Quemaestablos!

Tampoco acertó a ver nada, pese a volverse sobre los talones; había una cara en medio de una bruma roja, como el halo de la luna, mayor que la luna llena, cuyo dueño de nuevo tenía la mitad de su tamaño, y saltó en medio de la bruma roja hacia ese rostro y no sintió el golpe, no sintió nada al darse de cabeza contra la tierra, levantándose veloz, de un salto, sin sentir tampoco entonces el golpe, sin sentir el sabor de la sangre en la boca, levantándose veloz, justo a tiempo de ver al otro muchacho, que se dio a la fuga a la vez que emprendía él la persecución y toparse con que la mano de su padre le impedía el paso, la voz fría, áspera, resonante por encima de él.

—Anda y sube a la carreta.

La carreta estaba en medio de las acacias y las moreras, al otro lado de la calle. Sus dos hermanas, grandullonas, endomingadas, así como su madre y la hermana de su madre, con sus vestidos de percal y sus capotas para guarecerse del sol, esperaban sentadas en la carreta, entre los penosos residuos de la docena de mudanzas, o acaso más, que hasta el chiquillo recordaba; el fogón destartalado, las camas y las sillas medio rotas, el reloj con incrustaciones de madreperla, que no funcionaba, parado a unos catorce minutos después de las dos de un día y una época apagados, olvidados, que formó parte de la dote de su madre. La madre lloraba, aunque en el momento en que lo vio se pasó la manga sobre la cara y empezó a bajar de la carreta.

—Estate quieta —dijo el padre.

—Se ha lastimado. Tengo que ir a por agua para lavarle...

—He dicho que te quedes quieta en la carreta —dijo el padre. También él subió, pero pasando por la trasera. Su padre se encaramó al pescante, en donde su hermano mayor ya estaba instalado, y arreó a las mulas flacas un par de fustazos salvajes con una vara de sauce pelada, aunque sin encono. Ni siquiera fue sádico; lo hizo exactamente con esa misma cualidad que en años venideros habría de provocar que sus descendientes revolucionasen el motor en exceso antes de poner el coche en marcha, acelerando y frenando al mismo tiempo. Arrancó la carreta mientras todos los presentes en el almacén, callados, salieron a mirar malencarados su partida y pronto quedaron atrás, hasta que los ocultó una curva del camino. «Para siempre —pensó—. A lo mejor ahora se da por contento, ahora que ya ha...» e interrumpió el pensamiento, que no llegó a formular del todo ni siquiera para sus adentros. Notó la mano de su madre en el hombro.

—¿Te duele? —le dijo.

—No, no es nada —dijo él—. Déjame en paz.

—Anda, límpiate un poco la sangre antes de que se seque.

—Ya me lavaré por la noche —dijo—. Déjame en paz. No es nada, en serio.

La carreta seguía la marcha. El chiquillo no sabía adónde se dirigían. Ninguno de ellos lo supo nunca, ni lo preguntó, siempre al final una casa, por llamarla de algún modo, que los esperaba al cabo de uno, dos e incluso tres días de viaje. Era probable que su padre ya hubiera acordado un empleo de aparcero en otra propiedad antes de... Tuvo que interrumpirse de nuevo. Él (el padre) siempre obraba igual. Algo tenía en su independencia e incluso en su valentía lobuna, al menos cuando la situación era si acaso paritaria, e incluso neutral, algo que impresionaba a los desconocidos, como si de su latente ferocidad de voraz depredador extrajeran no tanto una sensación de confianza cuanto, más bien, la percepción de que su feroz convicción en la rectitud de sus propios actos había de ser ventajosa para todo el que concurriese con sus intereses.

Acamparon esa noche en una arboleda, entre robles y hayas, por donde corría un arroyo. Las noches aún eran frescas y armaron una fogata para defenderse del frío, con una barandilla arrancada de una cerca que vieron en las inmediaciones y que cortaron en dos tramos, para armar una fogata pequeña, precisa, casi cicatera, una fogata ladina; esas fogatas eran las que su padre tenía por hábito y costumbre armar siempre, incluso cuando más inclemente era el frío. De haber sido mayor, el chiquillo podría haber reparado en ello y haberse preguntado por qué no armaba una fogata más grande, por qué un hombre que no sólo había presenciado el despilfarro y la extravagancia de la guerra, sino que también llevaba en la sangre una prodigalidad voraz e inherente a todo lo que fuera material, máxime si no era de su propiedad, no había echado al fuego todo lo que tuviera a la vista. Luego podría haber ido un paso más allá y haber pensado que ésa era la razón, que esa hoguera mísera era el fruto viviente de las noches que había pasado al raso durante aquellos cuatro años, en los bosques, escondiéndose de todos los hombres por igual, los de uniforme gris y los de uniforme azul, con sus reatas de caballos (caballos capturados, los llamaba él). Y de haber sido aún mayor acaso hubiese adivinado la razón: que el elemento del fuego hablaba y llegaba a tocar en lo más vivo algún resorte ubicado en lo más profundo del ser de su padre, tal como el elemento del acero o de la pólvora hablaba y llegaba a otros hombres, por ser el arma para la preservación de la integridad, sin la cual no valdría la pena seguir respirando, conservar el aliento, y que por tanto era preciso contemplar con respeto y utilizar con discreción.

Pero en esto no pensaba en esos momentos; había visto esas míseras fogatas durante toda su vida. Se limitó a zamparse la cena junto al fuego y casi se había adormilado ante la escudilla de peltre cuando su padre lo llamó y una vez más hubo de seguir la espalda envarada, la cojera implacable y envarada, y subir por la cuesta y llegar al camino que iluminaban las estrellas, donde al darse la vuelta vio la silueta de su padre recortada sobre las estrellas, sin rostro, sin profundidad, una silueta negra, plana, sin sangre en las venas, como si estuviese recortada en hojalata en los pliegues de hierro de la levita que no se había hecho para él, áspera la voz como la hojalata y sin calor ninguno, como la hojalata:

—A punto estuviste de soltarlo delante de todos ellos. A punto estuviste de decírselo —él no contestó. Su padre le soltó un sopapo con la palma de la mano en toda la mejilla, con fuerza, pero sin acalorarse, exactamente igual que había golpeado a las dos mulas delante del almacén, exactamente igual que golpearía a cualquiera de las dos para matar o espantar a una mosca, la voz áspera como la hojalata, y sin calor, como la hojalata—: Te estás haciendo un hombre. Tienes que ir aprendiendo. Has de aprender a ser fiel a los tuyos, a la sangre, porque si no te quedarás sin sangre a la que ser fiel. ¿Tú crees que alguno de ellos, alguno de los hombres que estaban allí esta mañana, es fiel a su sangre? ¿No te das cuenta de que lo único que querían era tener la posibilidad de pillarme, porque ya les había ganado yo por la mano? ¿No te enteras, o qué? —más adelante, veinte años más adelante, habría de decirse: «De haberle dicho yo que sólo querían justicia, que sólo querían saber la verdad, me hubiera vuelto a abofetear». Pero no dijo nada. Ni siquiera lloró. Se quedó en donde estaba—. Contéstame —dijo su padre.

—Sí —murmuró. Su padre se dio la vuelta.

—Vete a la cama. Mañana llegamos.

Y al día siguiente llegaron. A primera hora de la tarde, la carreta se detuvo ante una casa de dos habitaciones, sin pintar por fuera ni por dentro, casi idéntica a la docena de casas en las que se habían detenido antes, en los diez años de vida que tenía el chiquillo, y una vez más, como en esa docena de ocasiones, su madre y su tía bajaron y comenzaron a descargar la carreta, aunque las dos hermanas, como el padre y el hermano, no se habían movido.

—Seguramente, ni para criar cochinos vale —dijo una de las hermanas.

—Da igual —dijo su padre—. Tú la pones como debe estar, y ya veras cómo crecen los cochinos y hasta termina por gustarte. Sacad las sillas, ayudad a vuestra madre a descargar las cosas.

Bajaron las dos hermanas, grandullonas, bovinas, un remolino de adornos y cintas baratos; una de las dos sacó de la desordenada trasera de la carreta un farol abollado, y la otra una escoba vieja. Su padre dio las riendas al hijo mayor y comenzó a subir envarado a la rueda de la carreta.

—Cuando hayan descargado, te llevas a las mulas al establo y les das el heno —y siguió hablando, y al principio el chiquillo pensó que hablaba con su hermano—. Ven conmigo.

—¿Yo? —dijo.

—Sí —dijo su padre—. Tú.

—Abner —dijo su madre. Su padre se detuvo y se volvió a mirarla con ojos duros, planos, bajo las cejas boscosas, canosas, irascibles.

—Me parece que voy a tener que hablar un momento con el hombre que a partir de mañana, y durante ocho meses, va a ser dueño y señor de mi cuerpo y de mi alma.

Echaron a andar por el camino. Una semana antes, o en todo caso antes de la noche anterior, claro, le hubiera preguntado adónde iban, pero en ese momento no se lo preguntó. Su padre le había abofeteado con anterioridad, pero nunca, en ninguna ocasión se paró a explicarle el porqué. Era como si la bofetada y la voz que la sucedió en calma, aunque irritada, todavía resonasen, como si aún repercutiesen, por más que a él no le hablase de nada más que de la desventaja de ser joven, del peso escaso de sus pocos años, peso a lo sumo suficiente para impedir que volase y se librase del mundo, pero no tanto que le diese un sólido arraigo en ese mismo mundo, un lugar donde resistirse al mundo, donde fuera posible empeñarse en cambiar fuera como fuese el curso de los acontecimientos.

Vio entonces el robledal y los pocos cedros y los otros árboles en flor, los matojos tras los cuales habría de estar la casa, aunque la casa aún no la vio. Caminaban junto a un lado de la cerca, al otro lado de la cual se apiñaban la madreselva y las rosas silvestres, y así llegaron a una cancela abierta, entre dos pilares de ladrillo, y al cabo de una corta avenida vio por vez primera la casa, y en ese instante olvidó a su padre y olvidó a la vez el terror y la desesperanza, y ni siquiera al acordarse otra vez de su padre (que no se había parado) volvieron a hacer mella en él el terror y la desesperanza. Y es que a lo largo de las doce mudanzas previas habían residido en tierras pobres, en tierras de cultivos escasos, de campos pequeños, con pocos sembradíos, pocas casas, y jamás había visto una casa como aquélla. «Es más grande que un juzgado», pensó en silencio, con un repunte de paz, de alegría, cuya razón nunca hubiera sido capaz de traducir en palabras, pues era demasiado joven: Están a salvo de él. Las gentes cuyas vidas formen parte de esta paz, de esta dignidad, están fuera de su alcance; no pasará de ser él más que una avispa zumbona: capaz como mucho de picar un momento, pero nada más; el embrujo de esta paz y de esta dignidad da incluso a los graneros, a los establos, a los pesebres, algo que los protegerá de todas las malvadas llamas que sea él capaz de prender... todo lo cual, la paz, la alegría, se difuminó un instante cuando volvió a mirar la espalda envarada, la cojera envarada e implacable de la figura que no se había empequeñecido ante la casa, por la sencilla razón de que tampoco había sido mayor en ninguna otra parte, recortada sobre el fondo de las columnas serenas, y que ahora más que nunca tenía la cualidad inmune de algo cortado de forma despiadada en un trozo de hojalata, algo carente de hondura, como si, de costado al sol, ni siquiera sombra proyectase. Viéndolo, el chiquillo reparó en el rumbo absolutamente preciso que había tomado su padre, y vio su pie envarado plantarse en una bosta reciente, un cagallón que un caballo había dejado en la avenida, y que su padre podría haber esquivado con un simple cambio de paso. Pero se difuminó tan sólo un momento, por más que eso tampoco pudiera haberlo formulado él con palabras, al adentrarse en el embrujo de la casa, que pudo codiciar sólo sin envidia, sin pesar, nunca, desde luego, con esa ira rabiosa y celosa que, sin que él la conociera, caminaba enfundada en la levita negra, férrea, que avanzaba pocos pasos por delante de él: «Es posible que a él también le llegue. Es posible que ahora cambie y deje de ser el que tal vez no puede no ser».

Cruzaron el pórtico de entrada. Oyó entonces los pasos envarados de su padre, sus pisadas sobre la tarima, con una determinación de reloj, con una resonancia despareja de toda proporción con el desplazamiento del cuerpo que portaban, y que tampoco se empequeñecieron ante la puerta blanca que tenía delante, como si hubiese alcanzado una suerte de mínimo emponzoñado y rabioso, la resolución de no empequeñecerse jamás ante nada, el sombrero plano, de ala ancha, negro, la levita de paño que fue negra una vez, pero que ya tenía esos visos lustrados por la fricción, verdosos, que asoman en los cuerpos de las moscas comunes, la manga recogida, demasiado larga, la mano en alto, como una garra curvada. Se abrió la puerta tan pronto que el chiquillo comprendió que el negro seguramente los estuvo mirando en todo momento, un negro ya mayor, con el cabello crespo, bien cortado, con una chaqueta de lino, que les impedía el paso plantado en la puerta.

—Límpiense los zapatos, señores blancos, antes de entrar. El comandante ahora no está en la casa para nada.

—Quítate de en medio, negro —dijo su padre sin acalorarse, abriendo la puerta del todo, apartando al negro, entrando, sin haberse quitado el sombrero. Y el chiquillo vio entonces las huellas que había dejado el pie cojo del padre junto a la jamba y las vio reaparecer en la pálida alfombra de la entrada, tras la maquinal resolución del pie, que parecía soportar (o transmitir) el doble del peso que desplazaba el cuerpo. El negro se puso a gritar a sus espaldas.

—¡Señorita Lula! ¡Señorita Lula!

Y entonces el chiquillo, como si lo inundase del todo una cálida acometida, la suave curvatura de una escalera alfombrada, el rebrillo de las arañas que colgaban del techo, el relumbre opaco de los marcos dorados, oyó la agilidad de los pasos y también la vio, una señora como tal vez jamás hubiese visto, enfundada en un vestido gris, liso, con encajes en el cuello, y un delantal atado a la cintura, remangada, limpiándose las manos de los restos de masa pastelera, con un trapo, a la vez que entraba en el vestíbulo, sin mirar a su padre, atenta e incrédula a las huellas que había dejado en la rubia alfombra, con una expresión de asombro, de incredulidad.

—Traté de impedirle... —exclamó el negro—. Ya le dije que no...

—¿Tendrá usted la bondad de marcharse? —dijo ella con voz temblorosa—. El comandante De Spain no se encuentra en la casa. ¿Quiere hacer el favor de marcharse?

Su padre no había vuelto a decir nada. No volvió a decir nada. Ni siquiera la miró. Se quedó envarado en medio de la alfombra, con el sombrero puesto, las cejas boscosas, entrecanas, levemente agitadas sobre los ojos de color guijarro, al tiempo que parecía examinar la casa con breve determinación. Con esa misma determinación se dio la vuelta; el chiquillo lo vio girar en redondo sobre su pierna buena y vio el pie cojo trazar el arco del giro, dejando un último y desdibujado manchurrón en la alfombra. Su padre no lo llegó a mirar, no bajó nunca los ojos a la alfombra.

El negro sostuvo la puerta abierta. Se cerró tras ellos, sobre el histérico, indistinguible gemido de la mujer. Su padre se plantó en el primero de los peldaños, contra el canto del cual se limpió las suelas de las botas. En la cancela paró de nuevo. Se quedó quieto un momento, plantado, envarado, sobre el pie cojo, y miró a la casa.

—Qué blanquita, qué bonita, ¿no te parece? —dijo—. Eso sí es sudar. Sudar de negro, claro. A lo mejor todavía no es todo lo blanca que él quisiera. A lo mejor, lo que quiere es añadirle a la mezcla un poco de sudor de blanco.

Dos horas después, el chico estaba cortando leña detrás de la casa en la que su madre y su tía y las dos hermanas (la madre y la tía, no las dos hermanas; de eso estaba seguro; incluso a tanta distancia, y asordinadas por las paredes, las voces altas, llanas, de las dos chicas diseminaban la incorregible inercia de la pereza) estaban atizando el fogón para preparar una cena, y entonces oyó el ruido de los cascos y vio al hombre del traje de lino, que llegó a lomos de una yegua espléndida, alazana, y al cual reconoció antes de ver incluso la alfombra enrollada delante del negro joven que lo seguía en un caballo pinto, de tiro, un rostro colérico y colorado que se fue desvaneciendo a galope tendido al doblar la esquina de la casa en la que su padre y su hermano se habían sentado en las dos sillas cojas; pasado un instante, sin tiempo siquiera para dejar el hacha en el suelo, oyó de nuevo los cascos y vio a la yegua alazana salir del terreno, de nuevo a galope tendido. Su padre llamó entonces por su nombre de pila a una de las hermanas, que en ese momento salió de espaldas por la puerta de la cocina, arrastrando la alfombra enrollada por el suelo, tirando de una punta, mientras la otra hermana caminaba tras ella.

—Si no me vas a echar una mano, ve a poner la perola para lavar —dijo la primera.

—¡Eh, Sarty! —dijo la segunda—. ¡Ve a poner la perola para lavar!

Su padre apareció en la puerta, enmarcado por todo ese desaliño, tal como lo estuvo con la perfección blanda de la otra puerta, e impermeable a una y a la otra, la cara de la madre asomada, ansiosa, por encima de su hombro.

—Ve —dijo el padre—. Recógela.

Las dos hermanas se quedaron quietas, anchas las dos, aletargadas; agachándose, presentaron a sus ojos una increíble superficie de tela pálida, un aleteo de cintas de dudoso gusto.

—Si tuviera yo en tanta estima una alfombra y la hubiera traído desde Francia, no la pondría allí donde todo el mundo tiene que pisotearla —dijo la primera. Levantaron la alfombra entre las dos.

—Abner —dijo la madre—. Deja que yo me ocupe.

—Tú vete a preparar la cena —dijo su padre—. De esto me ocupo yo.

Desde donde se amontonaba la leña los miró el chiquillo durante el resto de la tarde, la alfombra extendida sobre el polvo, junto a la perola en la que hervía el agua para lavar, las dos hermanas trajinando alrededor del fuego con esa profunda, aletargada reticencia, mientras el padre se acercaba a la una y a la otra, implacable y malencarado, instándolas a que cumplieran la faena pendiente, aunque sin levantar nunca la voz. Le llegaba el olor de la tosca lejía casera que estaban empleando; vio a su madre salir a la puerta una vez, la vio mirarlas con una expresión no de angustia, aunque muy cercana a la desesperanza; vio a su padre darse la vuelta, y volvió a empuñar el hacha y por el rabillo del ojo vio a su padre tomar del suelo un fragmento plano de una piedra, lo vio examinarla y regresar a la perola, y esta vez fue su madre la que habló:

—Abner. Abner. Por favor, no lo hagas. Por favor te lo pido, Abner.

Y terminó entonces su cometido. Había empezado a anochecer; habían empezado a trinar los chotacabras. Le llegó el olor del café desde la habitación en la que poco después iban a terminarse los restos fríos de lo que habían comido a media tarde, aunque cuando entró en la casa se dio cuenta de que estaban tomando café otra vez seguramente porque había un fuego en el hogar, un fuego ante el cual estaba extendida la alfombra sobre los respaldos de las dos sillas. Habían desaparecido las huellas que dejó su padre. En su lugar eran visibles unas excoriaciones largas, como nubes de tormenta, que recordaban el trayecto esporádico de una segadora liliputiense.

Siguió allí colgada mientras despacharon los restos de comida fría, y cuando se fueron a la cama, dispersándose sin orden ni concierto por las dos habitaciones, su madre tendida en una de las camas, en la que había de dormir más tarde su padre, el hermano mayor en la otra, y la tía, las hermanas y él mismo repartidos en jergones, en el suelo. Pero su padre aún no se había acostado. Lo último que iba a recordar el chiquillo era la silueta sin hondura, tosca, con el sombrero y la levita, inclinándose sobre la alfombra, y le pareció que no había cerrado siquiera los ojos cuando la silueta se situó por encima de él, el fuego casi del todo apagado a su espalda, el pie envarado, azuzándole para que despertara.

—Ve a buscar la mula —dijo su padre.

Cuando volvió con el animal su padre estaba de pie en medio de la puerta a oscuras, la alfombra enrollada al hombro.

—¿No piensas montar? —dijo.

—No. Dame el pie.

Dobló la rodilla colocándola en la mano de su padre, y la fuerza nervuda, sorprendente, fluyó sin estorbos, alzándose y alzándose él con ella, hasta caer sobre el lomo sin ensillar de la mula (una vez tuvieron una silla de montar; el chiquillo lo recordaba bien, aunque no recordase ni cuándo ni dónde), y con la misma fuerza, sin mayor esfuerzo, su padre echó la alfombra delante de él. A la luz de las estrellas volvieron sobre los pasos que habían dado por la tarde, por una senda polvorienta y repleta de madreselvas, hasta atravesar la cancela y enfilar el negro túnel de la avenida que conducía a la casa sin iluminar, donde, a horcajadas de la mula, percibió la áspera curvatura de la alfombra pasar sobre sus muslos y desaparecer.

—¿No quieres que te eche una mano? —susurró. Su padre no respondió nada, y él oyó en ese momento los pasos envarados y secos en la oquedad del pórtico, los oyó resonar con esa intencionalidad de madera, como un reloj, la insultante exageración del peso que portaba. La alfombra, dejada caer a plomo, pero no arrojada de cualquier manera (el chiquillo se dio cuenta de que fue así a pesar de la oscuridad), cayó del hombro de su padre y golpeó el ángulo que formaban la pared y el suelo haciendo un ruido increíblemente atronador, ensordecedor, y luego oyó de nuevo los pasos, pasos sin prisa, descomunales; se encendió una luz en la casa y el chiquillo permaneció en tensión, respirando agitado, en silencio, presuroso, aunque no fue en aumento el ritmo de los pasos al descender ahora los peldaños, que fue cuando el chiquillo lo vio.

—¿No quieres montar ahora? —susurró—. Ahora podemos montar los dos —y la luz de la casa se alteró, ganando intensidad primero, mermando después. «Ahora está bajando las escaleras», pensó. Ya había llegado con la mula hasta pasar el poyo donde se ataban los caballos; en ese momento su padre se encontró tras él y dobló las riendas para azotar a la mula en el cuello, pero antes de que el animal pudiera arrancarse a trotar apareció tras él un brazo delgado, duro, una mano dura, nudosa, que sofrenó a la mula para que fuese al paso.

Con los primeros rayos rojizos del sol estaban ya en la parcela, enjaezando con los aperos de labrar a las mulas. Esta vez la yegua alazana llegó antes de que la oyese, el jinete sin cuello de la camisa e incluso sin sombrero, tembloroso, hablando con una voz estremecida, como hizo la mujer de la casa, mientras su padre se limitaba a mirarlo una sola vez antes de inclinarse de nuevo sobre la collera de la mula que estaba sujetando, de modo que el hombre montado en la yegua le habló a la espalda:

—Más le vale entender que ha echado a perder esa alfombra. ¿Es que no había aquí nadie, ninguna de sus mujeres, que...? —pero calló, tembloroso aún, mientras el chiquillo lo miraba y el hermano mayor se apoyaba en el quicio de la puerta del establo, mascando tabaco, parpadeando despacio, sin cesar, sin mirar aparentemente nada de lo que tuviera delante—. Costó cien dólares. Pero usted jamás ha tenido cien dólares juntos. Jamás los tendrá. Por eso le voy a cobrar veinte fanegas sobre lo que coseche. Lo añadiré a su contrato, y cuando se llegue al almacén a comprar sus cosas ya lo firmará. No creo que sirva para que se tranquilice del todo la señora De Spain, pero a lo mejor así aprende usted a limpiarse los zapatos antes de entrar en su casa.

Y se marchó. El chiquillo miró a su padre, que aún no había dicho ni palabra, tal como tampoco se volvió a mirar al otro, mientras seguía ajustando las correas en la collera.

—Papá —dijo. Su padre lo miró con rostro inescrutable, las cejas boscosas bajo las que brillaban con frialdad los ojos grises. De pronto, el chiquillo fue hacia él muy deprisa, deteniéndose con la misma brusquedad con que arrancó—. ¡Lo hiciste lo mejor que podías! —exclamó—. Si quería que se hiciera de otra forma, ¿por qué no esperó a decirte cómo tenía que ser? ¡No se va a llevar veinte fanegas! ¡No se va a llevar ninguna! ¡Cuando cosechemos, lo escondemos! Yo montaré guardia para...

—¿Has puesto el tajo en el arado tal como te dije?

—No, señor —dijo.

—Pues ve a hacerlo ahora.

Eso fue el miércoles. Durante el resto de la semana trabajó sin descanso en todo lo que estaba a su alcance y en algunas tareas a las que no alcanzaba, y trabajó con tanto afán que no fue menester azuzarle ni darle las órdenes dos veces; era algo que había heredado de su madre, con la sola diferencia de que al menos parte de lo que hacía sí le agradaba hacerlo, como era cortar la leña con el hacha de tamaño reducido que su madre y su tía le habían regalado por Navidad tras ahorrar el dinero a saber cómo o ganarlo de alguna manera. En compañía de las dos mujeres mayores (y una de las tardes también con una de las hermanas), construyó corrales para el lechón y la vaca que se les habían cedido de acuerdo con las estipulaciones del contrato que tenía su padre con el dueño de las tierras, y una tarde en que estaba ausente su padre, que se había marchado a alguna parte con una de las mulas, fue incluso al sembrado.

Estaban arando una franja de contención en el medio del sembrado, su hermano con el arado vertical mientras él llevaba las riendas y caminaba junto a la mula, que tiraba con fuerza del apero, la tierra negra, fértil, fresca y húmeda en los tobillos, que llevaba sin proteger, y entonces pensó: «A lo mejor esto es el final. A lo mejor hasta esas veinte fanegas que parecen un precio excesivo por una simple alfombra, y difíciles de ganar además, sean poca cosa si sirven para que él deje de ser de una vez por todas lo que ha sido hasta ahora»; pensaba, soñaba, tanto que su hermano tuvo que llamarle la atención desde detrás de la mula, para que no se distrajera: «A lo mejor ni siquiera recoge esas veinte fanegas. A lo mejor todo se suma y todo cuadra y termina por no contar: el maíz, la alfombra, el fuego; el terror y el pesar, el andar desgarrado por un lado y por otro, como si tirasen por su cuenta dos yuntas... a lo mejor desaparece todo y todo acaba de una vez por todas».

Llegó entonces el sábado; miró desde detrás de la mula que tenía aparejada y vio a su padre con la levita negra y el sombrero.

—No, ésa no —dijo su padre—. Los aparejos de la carreta.

Y dos horas más tarde, sentado en la carreta a espaldas de su padre y de su hermano, que iban en el pescante, vio a las mulas trazar una última curva y vio el almacén maltratado por el tiempo, de madera sin pintar, con sus carteles andrajosos, anuncios de medicamentos, de tabaco, y las carretas y los animales ensillados y atados ante el porche. Subió los carcomidos peldaños detrás de su padre y su hermano y volvió a encontrarse con la calle que formaban los rostros callados y atentos, la calle por la cual tuvieron que caminar los tres. Vio al hombre de las gafas sentado ante una mesa sin desbastar y no tuvo necesidad de que nadie le dijera que era el juez de paz; dedicó una mirada desafiante, feroz, exultante, enconada, al hombre que esta vez vestía con cuello duro y corbata de lazo, el hombre al que había visto tan sólo dos veces en toda su vida, y al que montaba un caballo al galope, que ahora aparecía con una expresión no de rabia, sino de pasmada incredulidad, del cual jamás pudiera haber sabido el chiquillo que se encontraba en la inverosímil situación de verse denunciado por uno de sus arrendatarios, y se plantó junto a su padre antes de gritarle a la cara al juez:

—¡Él no ha sido! ¡Él no ha quemado...!

—Vuelve a la carreta —dijo su padre.

—¿Quemar? —dijo el juez—. ¿Debo entender que la alfombra también se quemó?

—¿Hay alguien aquí que lo afirme? —dijo su padre—. Vuelve a la carreta.

Pero no lo hizo, y tan sólo se retiró a la parte posterior del almacén, tan atestado de gente como lo estuvo en su día aquel otro, sólo que esta vez no se sentó, prefiriendo en cambio permanecer de pie entre los cuerpos inmóviles de los presentes, atento a las voces:

—¿Y afirma usted que veinte fanegas de maíz son un precio demasiado elevado por los daños que causó usted en esa alfombra?

—Él me trajo la alfombra y dijo que quería que lavara las huellas. Yo lavé las huellas y le devolví la alfombra.

—Pero no le llevó la alfombra en las mismas condiciones en que se encontraba antes de ensuciarla con sus huellas.

Su padre no respondió, y acaso durante medio minuto no se oyó un solo ruido, salvo las respiraciones, algún suspiro tenue, de total y absoluta atención.

—¿Declina usted responder a esto último, señor Snopes?

Su padre tampoco contestó.

—Encontraré pruebas que lo condenen, señor Snopes. Encontraré lo que haga falta para demostrar que es usted responsable de los destrozos causados en la alfombra del comandante De Spain, y que debe usted responder de esos perjuicios. Pero entiendo que veinte fanegas de maíz son un precio algo excesivo si lo ha de pagar un hombre que se encuentre en sus circunstancias. El comandante De Spain afirma que la alfombra costó cien dólares. El maíz cosechado en octubre tendrá un valor en torno a los cincuenta centavos. Considero que si el comandante De Spain es capaz de afrontar la pérdida de noventa y cinco dólares por algo que pagó en dinero contante y sonante, usted es capaz de afrontar una pérdida de cinco dólares que todavía no ha ganado. Le tengo a usted por causante de los perjuicios sufridos por el comandante De Spain y le condeno a pagar la cantidad de diez fanegas de maíz por encima de la cantidad estipulada en el contrato que a usted lo vincula con él, y que dicha cantidad se le abone en la época de la cosecha. Se aplaza la vista.

La verdad es que apenas había transcurrido el tiempo, la mañana casi ni siquiera había empezado. Pensó que iban a regresar a la casa y tal vez a la parcela, puesto que iban bastante atrasados, muy por detrás de otros agricultores en las faenas propias de la estación. Pero su padre en cambio pasó por detrás de la carreta, indicando con un solo gesto de la mano que el hermano mayor lo siguiera, y cruzó la calle para ir a la herrería de enfrente, y él fue detrás de su padre, lo alcanzó y le habló dirigiéndose al semblante áspero, en calma, bajo el sombrero ajado por la intemperie:

—Tampoco se quedará con las diez fanegas. Ni siquiera con una se quedará. Ya verás... —hasta que su padre lo miró durante un instante, el rostro absolutamente en calma, las cejas boscosas y enmarañadas sobre los ojos fríos, la voz casi agradable, casi amable:

—¿A ti te lo parece? Bueno. De todos modos, habrá que esperar a octubre.

La cuestión de la carreta —había que reparar un par de radios y había que reforzar alguna de las llantas— tampoco llevó apenas tiempo; el asunto de las llantas se resolvió llevando la carreta a la fuente que había detrás de la herrería y dejándola allí mientras las mulas hocicaban el agua de cuando en cuando y el chiquillo permanecía en el pescante con las riendas en la mano, mirando la rampa de ascenso y el túnel lleno de hollín del cobertizo, en el que resonaba el lento martillar del herrero, sentado su padre en un tocón de ciprés, charlando o escuchando, sentado aún cuando el chiquillo sacó la carreta empapada de la fuente y la detuvo ante la puerta.

—Llévate a las mulas a la sombra y las amarras —dijo su padre.

Él así lo hizo y regresó con él. Su padre, el herrero y un tercer hombre estaban acuclillados al otro lado de la puerta y hablaban de cosechas y animales; el chiquillo, acuclillado también sobre el polvo que desprendía un olor a amoníaco, entre los recortes de los cascos al herrar y las escamas de herrumbre, oyó a su padre contar una larga historia, sin ninguna prisa, sobre los tiempos anteriores a que naciera el hermano mayor, antes incluso de la época en que fue tratante profesional de caballos. Y entonces su padre se acercó a donde estaba él sentado, bajo un andrajoso cartel que anunciaba el circo del año anterior, al otro lado del almacén, mirando embelesado los caballos de color escarlata, las increíbles poses y evoluciones de muslos y tules, las muecas pintarrajeadas de los payasos.

—Es hora de comer —le dijo.

Pero no había de ser en casa. Sentado junto a su hermano, contra la pared de la entrada, vio a su padre salir del almacén con una bolsa de papel y sacar de ella un trozo de queso que con ayuda de su navaja de bolsillo dividió con detenimiento, con todo cuidado, en tres partes; después, sacó unas galletas saladas de la misma bolsa. Los tres tomaron asiento en el porche y comieron despacio, sin hablar de nada; de vuelta al almacén bebieron con una taza de peltre un agua tibia que olía a la madera de cedro del pozal y a los abedules. Y tampoco entonces emprendieron el camino de vuelta a la casa. Esta vez acudieron a un cercado donde había unos caballos, una cerca alta, a lo largo de la cual los hombres estaban o de pie o sentados, y por cuya cancela iban sacando uno a uno los caballos para que anduvieran primero al paso y luego al trote, y después con un trote largo por el camino, mientras se sucedían despacio los regateos y las compraventas y el sol comenzaba a caer sesgado por el oeste, atentos los tres a lo que estaba ocurriendo, el hermano mayor con los ojos enturbiados y la constante masticación con el tabaco en la boca, el padre comentando de cuando en cuando algún detalle sobre alguno de los animales, aunque sin dirigirse a nadie en particular.

Fue después de ponerse el sol cuando llegaron a la casa. Se tomaron la cena a la luz de un farol, y sentándose después en el quicio de la puerta el chiquillo contempló cómo llegaba la noche a su plenitud sin dejar de escuchar los trinos de los chotacabras y el croar de las ranas, cuando de pronto oyó la voz de su madre:

—¡Abner! ¡No! ¡No! Oh, Dios mío... Dios mío... ¡Abner! —y se puso en pie, se volvió en redondo y vio la luz alterada por la puerta, en donde el cabo de una vela ardía en el cuello de una botella, sobre la mesa, y su padre, todavía con la levita y el sombrero, a un tiempo serio y burlón, como si se hubiera vestido con todo esmero para la comisión de un acto de violencia tan torpe como ceremonial, vaciaba el resto del combustible del farol en la lata de queroseno, de cinco galones, con la cual lo había llenado, al tiempo que la madre le tiraba del brazo y él se cambió el farol de mano y la apartó de un empellón, no con maldad, no con encono, sólo con fuerza, contra la pared, donde fue a dar con las manos bien separadas para paliar el golpe y no perder el equilibrio, la boca abierta, en el rostro la misma expresión de desesperanza que había resonado en su hilillo de voz. Entonces su padre lo vio de pie en la puerta.

—Ve al establo y vuelve con esa lata de aceite con la que engrasamos la carreta —dijo. El chiquillo no se movió. Tardó unos segundos en sentirse capaz de hablar.

—¿Qué...? —gritó—. ¿Qué estás pens...?

—He dicho que vayas a buscar esa lata de aceite —dijo su padre—. Ahora mismo.

Y empezó a moverse, echó a correr, alejándose de la casa, hacia el establo: por puro hábito contraído desde antiguo, por la sangre que desde antiguo corría por sus venas y que nunca se le permitió elegir, la sangre que le fue legada velis nolis, y que durante tantos años había corrido (y a saber por dónde, cebándose a saber cómo y en qué ultrajes, salvajadas y lujurias) antes de llegar a él. «Podría seguir adelante —pensó—. Podría seguir corriendo y no dejar de correr y nunca más volver a mirar atrás y no verle la cara jamás. Sólo que no puedo. No puedo», ya con la lata oxidada en la mano, meneándose el líquido en su interior cuando volvió corriendo a la casa y entró, se encontró con el soniquete de los sollozos de su madre en la habitación de al lado, y entregó la lata a su padre.

—¿Y ni siquiera vas a mandar a un negro? —exclamó—. ¡Al menos la última vez mandaste a un negro!

Esta vez su padre no le soltó una bofetada. La mano llegó aún antes que aquella bofetada, la misma mano con la que había dejado la lata en la mesa con un cuidado casi exquisito, que en un visto y no visto voló de la lata hacia él, tan veloz que ni siquiera la siguió, sujetándolo por el pescuezo, por el cuello de la camisa, y poniéndolo de puntillas antes de que le viese dejar la lata, el rostro inclinado sobre él con una ferocidad helada, sin aliento, la voz fría, muerta, hablando por encima de él con el hermano mayor, que estaba apoyado sobre la mesa, mascando tabaco con ese curioso movimiento constante y lateral con que rumian las vacas:

—Vierte lo que hay en la lata grande y vámonos. Yo te alcanzo.

—Mejor sería atarlo a los pies de la cama —dijo el hermano.

—Haz lo que te he dicho —dijo el padre.

El chiquillo empezó a moverse entonces, la camisa arrugada y la mano dura y huesuda entre las paletillas, rozando el suelo con los pies al atravesar la habitación y entrar en la otra, pasando por delante de las hermanas que estaban sentadas con los muslos robustos y gruesos, y bien separados, en las dos sillas, frente al hogar donde se había enfriado la ceniza, y llegar a donde estaban la madre y la tía sentadas una junto a la otra, en la cama, la tía rodeando con ambos brazos los hombros de la madre.

—Sujétalo —dijo el padre. La tía hizo un gesto de sobresalto—. Tú no —dijo el padre—. Sujétalo tú, Lennie. Que no se mueva. Quiero que lo sujetes ahora mismo —su madre lo tomó por la muñeca—. No, así no. Tiene que estar mucho mejor sujeto. Si se suelta, ¿no sabes lo que va a hacer? Seguro que va para allá —y señaló con un gesto de la cabeza la senda de la casa—. A lo mejor más me vale atarlo.

—Yo lo sujeto —susurró su madre.

—Pues que yo te vea hacerlo.

El padre desapareció acto seguido, la pierna envarada en la que cargaba todo su peso y más incluso en los tablones de la entrada, hasta que por fin cesó. Él comenzó a resistirse. Su madre lo cogió con ambos brazos mientras él se debatía y se resistía. Al final terminaría por ser más fuerte él, eso lo sabía de sobra, pero tampoco tenía tiempo que perder esperando al final.

—¡Suéltame! —gritó—. ¡No me obligues a pegarte!

—Suéltalo —dijo la tía—. Si no va él, por Dios te juro que terminaré yendo yo.

—¿No ves que no puedo? —exclamó su madre—. ¡Sarty! ¡Sarty! ¡No! ¡No! ¡Ayúdame, Lizzie!

Y se soltó en ese momento. La tía lo sujetó en el último instante, pero ya era demasiado tarde. Se volvió en redondo, inició la carrera, su madre trastabilló y cayó de rodillas delante de él, gritando a la hermana más cercana de las dos:

—¡Píllalo, Net! ¡No dejes que se vaya!

Pero también eso llegó demasiado tarde, pues la hermana (las dos hermanas eran gemelas, habían nacido a la vez, aunque ninguna de las dos dio en ese momento la impresión de serlo, pues abarcaban tanta carne viviente, tanto volumen, tanto peso como cualesquiera otros dos miembros de la familia) ni siquiera había empezado a levantarse de la silla, la cabeza, la cara tan sólo vuelta hacia allá, atenta a él en ese fugaz instante de asombro y presentándole una asombrosa amplitud de rasgos de juventud y de mujerío, impertérritos ante cualquier sorpresa, con una expresión a lo sumo de interés bovino por lo que acontecía. Así salió de la habitación y salió de la casa, en medio del polvo y del calor escaso de la senda que iluminaban las estrellas, en la pesadumbre con que maduraba la madreselva, la pálida cinta del camino devanándose con terrible lentitud bajo sus pies veloces, hasta alcanzar por fin la cancela y entrar veloz, a todo correr, con el martilleo de la cabeza y de los pulmones, por la avenida que conducía a la casa iluminada, a la puerta iluminada. No llamó, sino que entró de sopetón, jadeando y sin aliento, incapaz de decir nada; vio la cara del negro de la chaqueta de lino, sus rasgos en los que se pintaba el asombro, sin saber siquiera en qué momento había entrado el negro.

—¡De Spain! —gritó jadeando—. ¿Dónde es...? —y vio que el blanco salía al vestíbulo por una puerta blanca—. ¡El establo! —gritó—. ¡El establo!

—¿Cómo? —dijo el blanco—. ¿El establo?

—¡Sí! —exclamó el chiquillo—. ¡El establo!

—¡Atrápalo! —gritó el blanco.

Pero también esta vez fue demasiado tarde. El negro lo sujetó por la camisa, pero la manga entera, podrida de tantos lavados, se desprendió del todo y salió por la puerta y se encontró de nuevo en la avenida, y en realidad nunca dejó de correr, ni siquiera cuando se hartó de gritarle a la cara al blanco.

A su espalda oyó los gritos del blanco:

—¡Mi caballo! ¡Que me traigan el caballo! —y por un instante pensó en alcorzar por la parcela y saltar la cerca para salir a la senda, pero desconocía cómo era la parcela, desconocía si la cerca, con toda la maleza que se hubiese acumulado, podría tener una altura asequible, y no quiso correr el riesgo. Así pues, echó a correr por la avenida, oyendo el rugir constante de su sangre, de su respiración; llegó entonces a la senda, aunque no acertó a verla. Tampoco oyó nada: la yegua al galope lo alcanzó antes de que la oyese, y a pesar de todo mantuvo el rumbo de su carrera, como si la urgencia misma de su pena y su necesidad desbocadas en cualquier momento pudiera darle alas, esperando hasta el ultimísimo instante para hacerse a un lado y lanzarse a la cuneta, llena de zarzas, cuando el caballo pasó atronador a su lado y siguió de largo, silueteado durante un solo momento sobre las estrellas, el tranquilo cielo de comienzos del verano en plena noche, que antes incluso de que se desvanecieran del todo la forma del caballo y su jinete se manchó bruscamente, violentamente, hacia arriba: un rugido prolongado, arremolinado, increíble, insonoro, que tapó del todo las estrellas cuando él saltó de nuevo a la senda y echó a correr de nuevo, sabedor de que ya era demasiado tarde, si bien siguió corriendo, hasta después incluso de haber oído el disparo y, al cabo de un momento, otros dos disparos, deteniéndose entonces sin saber si había parado o no.

—¡Papá! ¡Papá! —gritó echando a correr de nuevo antes de saber si había echado a correr o no, tropezando con algo, levantándose a duras penas, reanudando la carrera que no había interrumpido, mirando atrás, por encima del hombro, hacia el resplandor, corriendo como un poseso entre los árboles invisibles, entre jadeos, entre sollozos—. ¡Padre! ¡Padre!

A medianoche estaba sentado en la loma de un cerro. No supo que era medianoche y no supo hasta dónde había llegado. Pero ya no había ningún resplandor tras él, y se sentó de espaldas hacia aquello que había llamado su hogar desde cuatro días antes, la cara vuelta hacia la oscuridad del bosque en el que iba a adentrarse cuando recobrase el aliento, menudo, tembloroso en la fría oscuridad, abrazándose al resto de su camisa fina, podrida, la tristeza y la desesperanza ya sin ser terror ni miedo, sólo tristeza y desesperanza. «Padre. Mi padre», pensó.

—¡Era un valiente! —exclamó de pronto en voz alta, pero apenas poco más que un susurro—: ¡Era un valiente! ¡Estuvo en la guerra! ¡Estuvo con la caballería del coronel Sartoris! —sin saber que su padre había ido a aquella guerra en calidad de soldado particular, en el viejo y hermoso sentido que la palabra tenía en Europa, sin llevar uniforme, sin admitir autoridad ninguna, sin prestar lealtad a nadie, ni ejército ni bandera, yendo a la guerra como fue Mambrú, pues el botín nada significaba para él, así fuera arrancado al enemigo o suyo.

Las lentas constelaciones giraban según su curso. Había de amanecer y aún había de ascender el sol y tendría hambre. Pero eso sería al día siguiente, y en ese momento tan sólo tenía frío, y apretar a caminar sería buen remedio. Su respiración era más sosegada, y decidió ponerse en pie y seguir adelante, y descubrió entonces que se había dormido, porque supo que pronto iba a rayar el alba, ya casi terminada la noche. Lo supo por el trino de los chotacabras. Se les oía por doquier entre los árboles oscuros, abajo, constantes y sin flexiones y sin descanso, de manera que, al acercarse el instante en que cederían ante las aves diurnas, ya no había intervalos entre los trinos. Se puso en pie. Estaba entumecido, pero apretar a caminar sería buen remedio, como lo sería para el frío, y pronto habría de salir el sol. Bajó por la cuesta hacia la oscuridad del bosque dentro de la cual las voces líquidas y argentinas de las aves llamaban sin cesar al rápido y apremiante palpitar de la mañana en el corazón apremiante y coral de la noche de primavera que ya terminaba. No volvió la vista atrás.

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Un tejado para la casa del Señor

 

 

 

 

Papá se levantó más de una hora antes de que fuese de día y agarró la mula y bajó hasta casa de Killegrew a pedirle prestado el escoplo y el mazo. Tendría que haber estado de vuelta, con todo, en tres cuartos de hora. Pero había salido el sol y ya había ordeñado yo a las vacas y les había echado el pienso y me estaba desayunando cuando él volvió, con la mula no sólo babeando espuma, sino a punto de derrengarse.

—La caza del zorro —dijo—. La dichosa caza del zorro, hay que ver. Un hombre de setenta años, con los dos pies metidos en la tumba, y una de las dos piernas hasta el corvejón, que va y se pasa la noche entera acuclillado en el monte y haciendo como que de lejos oye las carreras de los demás en pos de un zorro que no acertaría a oír a menos que se plantasen justo en el mismo tronco en que estuviera sentado y se lo dijeran a gritos por la trompetilla. Anda, dame el desayuno —le dijo a mamá—. Whitfield está ahí plantado justo ahora mismo, a horcajadas del árbol que han talado para hacer tablones y tejas, con el reloj en la mano.

Y vaya si estaba. Pasamos de largo por delante de la iglesia y no sólo estaba aparcado el autobús del colegio que conducía Solon Quick, sino también la yegua vieja del reverendo Whitfield. Amarramos la mula a un retoño y colgamos la lonchera de una rama, y mientras papá llevaba el escoplo y el mazo y las cuñas de Killegrew y yo llevaba el hacha, bajamos hasta el árbol talado para hacer tablones o tejas, donde Solon y Homer Bookwright, con los escoplos y los mazos y las cuñas, se habían sentado en dos tocones, y Whitfield estaba allí plantado como un pasmarote, ya lo dijo papá, con la camisa almidonada, el sombrero negro, los pantalones negros, la corbata negra, con el reloj en la mano. Era un reloj de oro, y con el sol de la mañana parecía grande como un calabacín maduro.

—Llegas tarde —dijo.

Así que papá volvió a contar que el Viejo Killegrew se había pasado la noche entera liado con lo de la caza del zorro, y que no encontró en su casa a nadie que le prestara el escoplo, pues sólo estaban la señora Killegrew y la cocinera. Como es natural, la cocinera no quiso prestarle ninguna de las herramientas de Killegrew, y la señora Killegrew estaba aún más sorda que el Viejo Killegrew. Si uno entrase a todo correr y le dijera que ardía la casa, se quedaría como estaba, en la mecedora, y diría que ya se lo parecía a ella, a menos que le diera por hartarse a pegar gritos a la cocinera para que soltase a los perros sin darte siquiera tiempo de abrir la boca.

—Podrías haber ido ayer a pedir prestado el escoplo —dijo Whitfield—. Sabes desde hace más de un mes que nos tienes prometido este día, un día en todo el verano, para poner el tejado nuevo en la casa del Señor.

—Pero si no llegamos ni con dos horas de retraso... —dijo papá—. Digo yo que el Señor podrá perdonárnoslo. Al Señor, además, el tiempo no le importa. Lo que le importa es la salvación.

Whitfield ni siquiera esperó a que papá terminase. A mí me pareció que de pronto era más alto aun cuando se dirigió a papá con voz atronadora, como una nube de tormenta que acabara de descargar.

—¡Al Señor no le interesa ni lo uno ni lo otro, hombre! ¿Cómo le iban a interesar, eh, si resulta que ya es dueño de las dos cosas? ¿Y por qué tendrá que andar de acá para allá tras las almas de los pobres hombres, de los miserables, de los que ni siquiera saben pedir a tiempo una herramienta para cambiar las tejas de Su iglesia? Eso a mí no me lo preguntes. A lo mejor es porque Él los ha creado. A lo mejor se dijo: «Yo los he creado, y no sé por qué. Pero como Yo los he creado, ¡por Dios bendito que me voy a remangar con tal de llevarlos a la gloria eterna, tanto si quieren como si no!».

Pero esto no vino al caso en ese momento, y a mí me parece que él se dio cuenta, tal como se daba cuenta de que no pasaría nada en absoluto mientras siguiera allí plantado. Así que se guardó el reloj en el chaleco e indicó a Solon y a Homer que se acercasen, y todos nos quitamos el sombrero, menos él, allí plantado de cara al sol, con los ojos cerrados, y las cejas como si fuesen una enorme oruga gris al borde de un precipicio.

—Señor —dijo—, haz que las tejas y tablones de este árbol salgan bien derechos, haz que se laminen fácil, que son para Ti y para Tu casa —y abrió los ojos y nos volvió a mirar, sobre todo a papá, y fue a desatar su yegua y montó despacio, envarado, como hacen los viejos, antes de ponerla al paso y marchar.

Papá dejó el escoplo y el mazo en el suelo, con las tres cuñas en fila, para empuñar el hacha.

—En fin, señores —dijo—, manos a la obra, que ya va siendo tarde.

—Para mí y para Homer no es tarde —dijo Solon—. Que por algo estábamos aquí esperando.

Esta vez, Homer y él no se sentaron en los tocones. Se acuclillaron. Vi entonces que Homer sacaba punta a un palo. Antes no me había dado cuenta.

—Creo que son dos horas, poco más o menos —dijo Solon.

Papá aún estaba medio agachado, con el hacha en la mano.

—Más bien será una —dijo—. Pero digamos que son dos, no vayamos a discutir. ¿Y qué?

—¿Discutir? ¿Por qué vamos a discutir? —dijo Homer.

—De acuerdo —dijo papá—. Sean dos horas. ¿Y qué?

—En total salen tres unidades por hombre y hora, multiplicado por dos horas —dijo Solon—. Es decir, un total de seis unidades de trabajo.

Cuando la Administración del Progreso de las Obras Públicas se instaló en el condado de Yoknapatawpha y comenzó a dar trabajo a la gente, y comida, y colchones, Solon fue a Jefferson a meter la cuchara en el lío. Todas las mañanas se ponía al volante del autobús del colegio y recorría las veintidós millas que había hasta la ciudad, y volvía de noche. Lo estuvo haciendo durante casi toda una semana antes de descubrir no sólo que iba a tener que poner su parcela a nombre de otro, sino que ni siquiera podría ser el dueño y conductor del autobús del colegio, que él mismo había construido. Así que aquella noche volvió y ya no se le ocurrió ir a meter la cuchara nunca más, y desde entonces a nadie se le ocurría ni hablar de la Administración del Progreso de las Obras Públicas delante de él, a no ser que pretendiera armar una trifulca, aunque a él de vez en cuando se le ocurrían esos cálculos, en horas de trabajo por hombre, como acababa de hacer en ese momento.

—Nos faltan seis unidades.

—Cuatro de las cuales ya las podíais haber trabajado Homer y tú mientras me estabais esperando mano sobre mano —dijo papá.

—Pero no lo hicimos —dijo Solon—. Prometimos a Whitfield dos unidades de doce horas de tres unidades cada una para poner las tejas nuevas en el tejado de la iglesia. Aquí estamos desde que amaneció, esperando a que aparezca la tercera unidad. Por eso no podíamos empezar. Pero tú me parece que no tienes muy en cuenta estas ideas, estas moderneces sobre el trabajo, que han inundado y han enaltecido el campo en estos últimos años.

—Pero... ¿qué moderneces ni qué niño muerto? —dijo papá—. No sabía yo que hubiera más que una idea cuando es cosa de trabajo, y es que mientras no se acaba no está hecho, y cuando se acaba hecho está.

Homer sacó otra viruta alargada del palo que estaba afilando. La navaja cortaba más que una navaja de barbero.

Solon sacó la cajita del rape y llenó la tapa y se volcó el rape en el labio inferior y le pasó la cajita a Homer, que negó con un gesto, y Solon volvió a poner la tapa y se guardó la cajita en el bolsillo.

—Total —dijo papá—, que como tuve que esperar un par de horas a que un anciano de setenta años volviese de su dichosa caza del zorro, en la que no se le había perdido nada, y menos para pasar la noche en vela en el bosque, tal como tampoco se le habría perdido nada en un tugurio de carretera, nosotros tres vamos a tener que volver mañana a terminar lo que tú y Homer...

—Yo no —dijo Solon—. De Homer no sé nada. Yo a Whitfield le prometí un día. Y aquí estaba para ponerme manos a la obra cuando salió el sol. Cuando se ponga el sol, daré por supuesto que he terminado.

—Entiendo —dijo papá—, entiendo. Voy a tener que volver yo mañana. Por mi cuenta. Voy a tener que meterme una mañana entera entre pecho y espalda para compensar las dos horas que Homer y tú habéis pasado tumbados a la bartola. Voy a tener que echar mañana otras dos horas para compensar por las dos horas en las que ni Homer ni tú habéis dado un palo al agua.

—Va a ser cosa de meterse más de una mañana —dijo Solon—. Va a ser como echarla a perder. Quedan aún seis unidades. Seis unidades por hora y hombre. A lo mejor tú eres capaz de trabajar el doble que Homer y yo juntos para terminar con esto en cuatro horas, pero no creo que puedas trabajar el triple y terminar sólo en dos.

Papá se había puesto en pie. Jadeaba. Lo oíamos.

—Vaya —dijo—. Vaya —blandió el hacha e hincó la hoja en uno de los tajos, agarrándolo por el extremo plano, que estaba a punto de partirse—. Así que se me va a penalizar con medio día de mi propio tiempo, del trabajo que ahora mismo me espera en casa, para que haga otras seis horas más que vosotros dos, y todo porque os han faltado dos horas que habéis pasado sin dar palo al agua, lisa y llanamente porque sólo soy un agricultor medio, que trabaja de firme y que intenta hacer las cosas lo mejor que puede, en vez de ser un millonario que encima es dueño de las herramientas y para colmo se apellida Quick o Bookwright.

Se pusieron entonces manos a la obra, cortando los tajos en tacos y partiendo los tacos en láminas con las que hacer las tejas, para que Tull y Snopes y todos los demás, los que habían prometido echar una mano al día siguiente, empezasen a clavar las tejas en el tejado de la iglesia en cuanto acabasen de arrancar las tejas viejas. Se sentaron en el suelo formando una especie de corro, con las piernas estiradas a cada lado del taco que habían puesto de pie, Solon y Homer a la ligera, como si tal cosa, con la facilidad de dos relojes que marcan las horas, mientras papá calzaba cada golpe de hacha como si quisiera asegurarse de haber matado a una serpiente de mocasín. Si diese con el mazo a la mitad de velocidad y con menos fuerza, habría sacado del taco tantas tejas como Solon y Homer juntos, levantando el mazo bien por encima de la cabeza y sujetándolo durante lo que a veces parecía un minuto entero antes de descargarlo en el escoplo, y sin que saliera disparada cada teja, puesto que el escoplo lo encajaba contra el suelo y lo metía hasta la mitad de la hoja, y papá faenaba despacio, tan despacio y tan fuerte como si quisiera encajar el escoplo en una raíz, o en una piedra, y que allí se quedase hincado.

—Venga, vamos —dijo Solon—. Si no vas con cuidado te vas a quedar sin nada que hacer durante esas seis unidades adicionales de trabajo. Nada, claro, que no sea descansar.

Papá ni siquiera levantó los ojos.

—Sal de ahí en medio —dijo.

Y Solon le hizo caso. Si no hubiese cambiado de sitio el pozal del agua, papá también lo habría partido en dos, seguro, encima de su taco, y esa vez toda la teja salió volando y pasó muy cerca de una de las canillas de Solon, como si fuera la hoja de una guadaña.

—Tú lo que tienes que hacer es contratar a alguien para que te haga el trabajo en las unidades adicionales —dijo Solon.

—¿Con qué? —dijo papá—. Yo no he tenido experiencia con la Administración del Progreso de las Obras Públicas, y menos en cuestiones laborales. Anda, sal de ahí en medio.

Pero esta vez Solon ya se había apartado. Papá habría tenido que cambiar de posición por completo, o bien la siguiente lámina le habría salido curva. Así que ésa tampoco dio en Solon, y papá tardó en soltar el escoplo del taco, haciéndolo despacio, con fuerza, para sacarlo del suelo.

—A lo mejor alguna cosa más puedes hacer. No sólo con el dinero se comercia —dijo Solon—. Podrías aprovechar ese perro que tú sabes.

Ahí fue donde papá se paró del todo. Yo ni me di cuenta, pero lo entendí mucho antes que Solon. Papá se quedó parado con el mazo encima de la cabeza y la hoja del escoplo apoyada en el tajo, para desprender la siguiente lámina, mirando a Solon.

—¿El perro? —dijo.

Era una especie de perdiguero, un mestizo de mil razas, con algo de lebrel y algo de collie y a lo mejor algo, no sé, una parte considerable de casi cualquier otra, pero que sabía ventear una presa por el bosque sin hacer ruido, como un fantasma, y daba con el rastro de una ardilla por el suelo y ladraba una sola vez, nada más, a no ser que supiera que estaba uno en donde podía verla bien, y entonces seguía el rastro como un hombre y no volvía a hacer ningún ruido hasta que la ardilla se encaramaba al árbol, y sólo entonces, cuando supiera que no había seguido uno el recorrido del animal con la vista, ladraba una vez. Era de papá y de Vernon Tull, lo tenían a medias. Will Varner se lo dio a Tull cuando era un cachorro, y papá lo crió porque sí; entre él y yo lo adiestramos, y el perro dormía en mi cama hasta que se hizo tan grande que mamá terminó por echarlo de la casa, y durante los últimos seis meses Solon se había empeñado en comprárselo. Ya se había puesto de acuerdo con Tull, a quien pagaría dos dólares por la mitad que le pertenecía, pero Solon y papá aún estaban a seis dólares de acordar el precio de nuestra mitad, porque papá decía que bien valía diez dólares, pagase quien pagase, y si Tull no pensaba quedarse con su mitad, él mismo la cobraría por él.

—Así que ésas tenemos —dijo papá—. Así que la cosa no está en unidades de trabajo, qué va. Está en unidades de perro.

—No era más que una sugerencia —dijo Solon—. Una oferta amistosa para evitar que estas tejas te echen a perder tus asuntos particulares mañana por la mañana, durante seis horas. Tú me vendes tu parte de ese chucho grandullón y yo te termino las tejas encantado.

—Naturalmente, incluyendo seis unidades adicionales de un dólar cada una —dijo papá.

—No, no —dijo Solon—. Yo te pago los dos dólares por tu mitad del perro, lo mismo que hemos acordado Tull y yo por su mitad. Mañana por la mañana vienes aquí mismo con el perro y te puedes ir a casa, o a tus asuntos particulares más urgentes, y olvidarte del tejado de la iglesia.

Durante otros diez segundos papá se quedó como estaba, con el mazo en alto, mirando a Solon. Luego, durante tres segundos más ya no miraba a Solon ni a nada. Luego miró de nuevo a Solon. Fue como si exactamente al cabo de dos segundos y nueve décimas se diese cuenta de que no estaba mirando a Solon, así que volvió a mirarlo tan deprisa como pudo.

—Ja —dijo. Y se echó a reír. Fue una risa con todas las de la ley, porque se le quedó la boca abierta y aquello que salió de su boca sonó a risa. Pero no llegó a ir más allá de sus dientes y ni siquiera creo que le alcanzase a los ojos. Y tampoco esta vez dijo «Anda con cuidado». Cambió rápidamente de postura, un movimiento de cadera, y asestó un mazazo en el escoplo, que ya tenía clavado en el taco, y lo dejó hincado en el suelo cuando la teja salió volando hasta alcanzar a Solon en la canilla.

Entonces volvieron al tajo. Hasta ese momento supe distinguir los golpes que daba papá de los que daban Solon y Homer incluso vuelto de espaldas, no porque fuesen más sonoros, ni más secos, porque Solon y Homer también trabajaban de firme, y el escoplo no hacía un ruido especial al hincarse en el suelo, sino porque los golpes que ellos daban eran más infrecuentes; se oían cinco o seis golpecitos corteses, los que daban Solon o Homer, abriendo la veta del taco, antes de oír el golpe seco que daba papá en el escoplo —¡zac!— y darte cuenta de que otra teja había salido volando a saber adónde. Pero a partir de ese momento los golpes de papá empezaron a sonar tan livianos y veloces y corteses como los de Solon o los de Homer, y si acaso un poquitín más rápidos, amontonándose las tejas tan deprisa que ni tiempo me daba casi a ponerlas en una pila; iban a juntarse tejas más que de sobra para que Tull y los demás retecharan la iglesia al día siguiente, a mediodía, cuando oímos entonces la campana de la granja de Armstid y Solon dejó en el suelo el mazo y el escoplo y consultó su reloj. Y yo no estaba demasiado lejos, pero para el momento en que alcancé a papá ya tenía la mula desatada del retoño y ya se había montado. Y a lo mejor Solon y Homer creyeron que habían podido con papá, y a lo mejor también yo lo pensé durante un minuto, aunque ojalá le hubiesen visto la cara. Alcanzó la lonchera de la rama y me la pasó a mí.

—Anda, ve a comer algo —dijo—. No me esperes. Mira que ese liante y sus unidades de trabajo... Si le da por preguntar adónde he ido, le dices que se me olvidó algo y que he ido a casa a buscarlo. Dile que he tenido que ir a por un par de cucharas para que comamos los dos. No, no le digas eso. Si se entera de que he ido a donde sea, en busca de algo que me hace falta, aunque sea un utensilio para comer, no se querrá creer que sólo he ido a casa, porque allí no tengo nada que no pueda pedir prestado —volvió la grupa de la mula y le hincó los talones en los flancos. Y la sujetó por las riendas—. Y cuando vuelva yo, igual da lo que yo diga, tú no prestes ninguna atención. Pase lo que pase, tú no digas nada. Ni se te ocurra abrir la boca. ¿Me has entendido?

Entonces se marchó y yo volví a donde estaban Solon y Homer, sentados ya en el estribo del autobús del colegio que tenía Solon, comiendo, y va y resulta que Solon dice exactamente lo que dijo papá que iba a decir.

—Su optimismo es de admirar, pero está en un error. Si lo que necesita es algo con lo que no pueda servirse de sus manos y sus pies, seguro que ha ido a otra parte, no a su casa.

Habíamos vuelto a las tejas cuando papá regresó en la mula y la amarró al retoño y vino y empuñó el hacha y metió la hoja en el tajo siguiente.

—En fin, señores —dijo—. He estado pensándolo. Sigo pensando que no es lo correcto, pero de momento no se me ha ocurrido qué hacer. Claro que alguien tendrá que compensar las dos horas durante las que ninguno de los dos disteis un palo al agua esta mañana, y como se da el caso de que los dos estáis contra mí, me parece que tendré que ser yo quien las compense. Pero es que mañana me espera trabajo en casa. El maíz me está llamando a gritos. O a lo mejor eso es mentira. A lo mejor todo es mentira, no me importa reconocer aquí en privado que entre los dos me ganáis de largo, pero a mí que me cuelguen: seré un perro si mañana me planto aquí y lo reconozco en público. Sea como sea, de perro no tengo un pelo. Así que haré un trato contigo, Solon. Te puedes quedar con el perro.

Solon miró a papá.

—No sé yo si ahora me apetece hacer el trato —dijo.

—Entiendo —dijo papá. El hacha aún estaba clavada en el tajo. Empezó a moverla de arriba abajo para extraerla de la madera.

—Un momento —dijo Solon—. Deja en paz esa maldita hacha.

Pero papá sostuvo el hacha en alto, para descargarla sobre el tajo, mirando a Solon y esperando.

—Me quieres cambiar medio perro por medio día de trabajo —dijo Solon—. Tu mitad del perro por medio día de trabajo, y eso que todavía debes todas estas tejas.

—Y los dos dólares —dijo papá—. Es lo acordado entre Tull y tú. Te vendo la mitad del perro por dos dólares y tú vienes aquí mañana a terminar con las tejas. Los dos dólares me los das ahora, y mañana por la mañana te veo aquí mismo con el perro. Y entonces ya me enseñarás el recibo de Tull por su mitad del perro.

—Tull y yo ya estamos de acuerdo —dijo Solon.

—De acuerdo —dijo papá—. Pues entonces le pagas a Tull sus dos dólares y te traes mañana el recibo. No creo que sea mucha molestia.

—Tull mañana estará en la iglesia colocando las tejas —dijo Solon.

—De acuerdo —dijo papá—. Pues seguro que no es molestia que te extienda un recibo. Pásate por la iglesia cuando vengas. Tull no se apellida Grier, como yo. No tendrá necesidad de ir a ninguna parte a pedir prestada una palanqueta.

Así que Solon sacó la cartera y le pagó a papá los dos dólares y volvieron a ponerse manos a la obra. Y entonces pareció que sí que intentaban terminar a toda costa aquella tarde, no sólo Solon, sino también Homer, que era como si todo le diese lo mismo, y papá, que ya había cambiado la mitad de un perro para ahorrarse todo el trabajo que dijera Solon que iba a quedarse aún por terminar. Dejé de estar pendiente de ellos; tuve que ir apilando todas las tejas.

Solon al cabo dejó el escoplo y el mazo.

—En fin, señores —dijo—. Yo no sé qué pensaréis, pero para mí que la jornada ha terminado.

—De acuerdo —dijo papá—. Eres tú quien decide cuándo lo dejamos, ya que las unidades de tajo que consideres que aún faltan para mañana te van a tocar todas a ti.

—Eso es así —dijo Solon—. Y como resulta que voy a dar yo un día y medio de mi trabajo a la iglesia, y no sólo un día, que es lo que pensábamos al principio, digo yo que lo mejor será ir a casa a ocuparme un poco de mis quehaceres.

Recogió el escoplo, el mazo y el hacha, y fue a su autobús, y esperó a que Homer fuese con él.

—Mañana por la mañana vengo con el perro —dijo papá.

—Seguro —dijo Solon. Lo dijo como si se hubiese olvidado del perro, o como si ya no tuviera la menor importancia. Pero se quedó en donde estaba y miró durante un segundo a papá, lo miró fijamente—. Y con un documento que autorice la venta de la mitad del perro que pertenece a Tull. Ya lo dices tú, no será molestia ninguna conseguirlo.

Homer y él se montaron en el autobús y arrancó el motor. Imposible saber qué pasaba. Fue casi como si Solon quisiera darse prisa para que papá no pudiera tener ninguna excusa para hacer o no hacer nada.

—Siempre he tenido entendido que el rayo no ha de caer dos veces en el mismo sitio, y que por eso le llaman rayo. Así que a cualquiera le puede ocurrir, es un error comprensible que a uno le parta un rayo. El error que por lo visto he cometido yo es no haberme dado cuenta a tiempo de que estaba viendo una nube de tormenta. Mañana por la mañana te veo.

—Con el perro —dijo papá.

—Desde luego —dijo Solon, otra vez como si se le hubiese olvidado por completo—. Con el perro.

Homer y él se marcharon. Papá se levantó.

—¿Cómo? —dije—. ¿Cómo puede ser? ¿Le has cambiado tu mitad del perro de Tull por medio día de trabajo? ¿Cómo has podido...?

—Sí —dijo papá—. Sólo que antes ya le había cambiado a Tull medio día de trabajo, arrancando las tejas viejas del tejado mañana mismo, por la mitad de ese perro. Sólo que no vamos a esperar a mañana. Vamos a arrancar las tejas viejas esta misma noche, y sin más jaleo del que haga falta. Mañana no pienso hacer otra cosa que mirar al señor Solon «Unidad de Trabajo» Quick empeñarse en conseguir un justificante de la venta por dos dólares, o por diez dólares, igual me da que me da lo mismo, que le autorice a ser dueño de la otra mitad de ese perro. Y lo haremos esta misma noche. No quiero que mañana cuando salga el sol se entere de que se le ha hecho tarde. Quiero que entonces se entere de que cuando se acostó esta noche ya era demasiado tarde.

Así que volvimos a casa y me ocupé yo de ordeñar y dar pienso a las vacas mientras papá bajaba a casa de Killegrew a devolver el escoplo y el mazo y a pedir prestada una palanqueta. Pero de todos los rincones del mundo y de todo lo que se puede hacer bajo el sol resultó que el Viejo Killegrew había ido a perder la palanqueta cuando se le cayó de una barca en un sitio con doce metros de fondo. Y papá dijo que había estado a punto de ir a ver a Solon para pedirle prestada la palanqueta, aunque fuera por pura justicia poética, sólo que Solon entonces se habría olido la tostada. Así que papá fue a ver a Armstid y le pidió prestada la suya y llegó a tiempo de cenar y limpiamos y llenamos el farol mientras mamá seguía sin entender qué se traía entre manos y por qué no podía esperar a la mañana.

La dejamos hablando por los codos, y eso que nos siguió hasta la cerca de la entrada, y volvimos a la iglesia esta vez a pie, con una cuerda y la palanqueta y un martillo para mí, con el farol aún apagado. Whitfield y Snopes estaban descargando una escalera del camión de Snopes cuando pasamos por delante de la iglesia al ir a casa antes de que se hiciera de noche, así que nos bastaría con colocarla pegada a la pared de la iglesia. Entonces papá subió al tejado con el farol y fue retirando las tejas viejas hasta que pudo colgar el farol dentro de la cubierta, desde donde le iluminaba las rendijas de las vigas, aunque no se alcanzaba a ver desde ningún sitio, a menos que uno pasara por la carretera, y a esas horas cualquiera ya nos habría oído. Subí yo con la cuerda y papá la pasó por debajo de la cubierta y la enlazó en una viga para atarnos luego los dos extremos alrededor de la cintura, y nos pusimos manos a la obra. De lleno. Las tejas viejas empezaron a caer a puñados, arrancándolas yo con el martillo de cabeza ganchuda y papá con la palanqueta, metiendo la barra entera bajo una hilera de tejas y, de una sola vez, apoyándose en la palanqueta con todo su peso, de un tirón o, caso de que la palanqueta se encontrase tan sólo un segundo con una resistencia inesperada, cargaba con toda el alma llevándose por delante el techo entero, como si fuese la tapadera de una caja sujeta con bisagras.

Eso es exactamente lo que hizo al final. Cargó todo su peso en la palanqueta, y esa vez encontró un buen punto de apoyo. No sólo se llevó las tejas de un buen trecho de tejado, sino que se llevó toda una sección de la cubierta, de forma que cuando tiró para atrás arrancó toda la sección de la cubierta en la que se encontraba sujeto el farol, igual que se arranca una mazorca a medio madurar. El farol colgaba de un clavo. Ni siquiera se movió el clavo, pues arrancó el tablón de cubierta en el que estaba, de modo que fue como si durante un minuto entero viese yo el farol y la palanqueta, suspendidos en el aire, en medio del desorden de las tejas que flotaban sueltas, con el clavo vacío que asomaba por el asa del farol, antes de que todo aquello cayese de golpe al interior de la iglesia. Dio contra el suelo y rebotó en el acto. Volvió a dar contra el suelo, y esta vez la iglesia entera reventó en un pozo de fuego amarillo que saltó al mismo tiempo, papá y yo colgados del brocal de ese pozo con dos cuerdas.

No tengo ni idea de qué se hizo de la cuerda, no tengo ni idea de cómo salimos de semejante embrollo. No recuerdo que nos descolgásemos. Sólo recuerdo que papá daba alaridos detrás de mí y me iba empujando a mitad de la escalera según bajábamos, y que el resto de la escalera lo bajé a resultas de un empujón, aunque me sujetó por el pantalón de peto, y que entonces acabamos los dos en el suelo, corriendo a la par a por el barril del agua. Estaba de costado donde la fuente, y allí estaba Armstid; por casualidad salió de su parcela una hora antes y vio el farol en el tejado de la iglesia, y aquello no se le fue de la cabeza hasta que resolvió ir a ver qué estaba pasando, con tanta suerte que llegó a tiempo de ponerse a dar alaridos con papá, uno a cada lado del barril del agua. Y sigo creyendo que lo podríamos haber apagado. Papá se dio la vuelta y se acuclilló cargando todo su peso contra el barril y se lo echó al hombro y se puso en pie con el barril en alto, y eso que estaba casi lleno, y volvió a todo correr y dobló la esquina y subió los peldaños de la entrada de la iglesia y plantó un pie en el último escalón y dejó caer el barril, o quizás se le cayó y echó a rodar y lo dejó sin sentido.

Así que antes que nada tuvimos que sacarlo a rastras, y allí ya estaba mamá, y a la vez más o menos llegó la señora Armstid, y entre Armstid y yo echamos a correr con los dos pozales contra incendios hasta la fuente, y cuando volvimos había montones de gente, incluido Whitfield, todos con más pozales, e hicimos lo que pudimos, pero la fuente estaba a un centenar de metros y los diez pozales se habían vaciado y tardaron cinco minutos en estar de nuevo llenos, así que al final nos quedamos todos mirando y así vimos que papá había recuperado el conocimiento y tenía un gran corte en la cabeza y así vimos cómo ardía. La iglesia era vieja, de madera reseca, y estaba llena de imágenes de colorines que Whitfield había acumulado a lo largo de los años, más de cincuenta años, pues el farol había prendido justo en medio cuando reventó. Había un clavo un tanto especial en el que colgaba un viejo camisón que se ponía para cristianar. Yo lo miraba a todas horas durante el servicio en la iglesia y durante la catequesis de los domingos, y junto con los demás chicos pasaba a veces por la iglesia sólo para echar un vistazo, porque para un chaval de diez años no era sólo una prenda de vestir, no era ni siquiera una armadura de hierro, sino que era el Arcángel San Miguel en persona, el que había peleado a brazo partido y había vencido al mal y lo había domeñado durante tanto tiempo que terminó por tener desprecio por los seres humanos, los seres humanos que volvían a pecar como los cerdos y los perros, el mismo desprecio que sin duda tuvo el arcángel.

Durante mucho tiempo aquello no ardía del todo, ni siquiera después de que todo lo demás se hubiese quemado. Lo vimos colgado en medio del fuego, no como si en sus tiempos hubiese visto demasiada agua para arder con facilidad, sino como si se hubiera empecinado en no quemarse, plantando batalla al demonio y a todas las huestes del infierno que desencadenó Res Grier al intentar imponerse a Solon Quick por el valor de medio perro. Pero al final también ardió, aunque no con premura, no todavía, sino de golpe, en una especie de rugido que ascendió y se extendió en medio de las estrellas y de los espacios más oscuros y más distantes. Y entonces no hubo nada más que papá, encharcado y aturdido, tendido en tierra, y todos los demás a su alrededor, y Whitfield como siempre con la camisa blanca y el sombrero negro y los pantalones negros, de pie con el sombrero puesto, como si durante demasiado tiempo se hubiera esforzado por salvar lo que en primer lugar no tendría que haberse creado, salvándolo de la condenación de la que ni siquiera quería escapar, molestarse en la necesidad de quitarse el sombrero en presencia de nadie. Nos miraba bajo el ala del sombrero; allí estábamos todos los que pertenecíamos a esa iglesia, todos los que nacían y se casaban y morían pasando por ella, y los Armstid y los Tull, y Bookwright y Quick y Snopes.

—Me equivoqué —dijo Whitfield—. Os dije que aquí nos íbamos a ver para retechar una iglesia. Y no: nos veremos aquí mañana para levantar una iglesia entera.

—Pues claro, tenemos que tener una iglesia —dijo papá—. Y la vamos a tener. Y la tendremos dentro de nada. Pero hay algunos que ya hemos dado un día o así de trabajo en lo que va de semana, a costa de nuestro propio trabajo. Lo cual es bueno y es de justicia, y aún daremos más y lo daremos de mil amores. Pero no creo que el Señor...

Whitfield no le dejó terminar. No se llegó a mover. Se limitó a seguir como estaba hasta que papá por fin se agotó de su propio impulso y terminó por callarse y siguió en donde estaba, sin mirar casi nada a mamá, antes de que Whitfield abriese la boca.

—Pero tú no —dijo Whitfield—. Tú eres un pirómano.

—¿Un pirómano? —dijo papá.

—Sí —dijo Whitfield—. Si hay tarea en la que puedas tomar parte sin llevar por doquiera inundaciones e incendios y destrucción y muerte a tu paso, adelante, no te prives. Pero ni una sola mano has de poner en esta nueva casa del Señor hasta que a todos nos demuestres que en ti se puede volver a confiar y que tienes el poder y la capacidad de un hombre —volvió a mirarnos de hito en hito—. Tull y Snopes y Armstid ya han prometido que estarán listos mañana. Entiendo que Quick tenía otro medio día que pensaba...

—Yo puedo dar otro día —dijo Snopes.

—Yo puedo dar el resto de la semana —dijo Homer.

—Yo tampoco tengo prisa —dijo Snopes.

—Pues para empezar es más que suficiente —dijo Whitfield—. Ahora ya es tarde. Vámonos todos a casa.

Fue el primero que se marchó. No se volvió a mirar ni una sola vez, ni a la iglesia ni a nosotros. Fue a donde había dejado su yegua vieja y se subió despacio y envarado y poderoso y se marchó, y también nos marchamos los demás, cada cual a lo suyo. Pero yo sí me volví a mirar. Todo era poco más que un cascarón, con un corazón rojo y a medias apagado, y unas veces lo odié y otras me dio miedo, y eso que debiera haberme dado por contento. Pero hubo algo que ni siquiera aquel incendio llegó a tocar. Quizás eso era todo lo que era: indestructibilidad, resistencia, el viejo que planeaba reconstruirla mientras los muros aún estaban heridos por el fuego, para luego como si tal cosa volver la espalda y largarse porque sabía que los hombres que nunca tuvieron nada que dar a la nueva iglesia, nada que no fuese el trabajo de sus manos, allí estarían al día siguiente en cuanto saliera el sol, e igual al día siguiente, y así durante todos los días que fuese preciso. Así que nada se había perdido, nada en absoluto; ninguna importancia podía tener el incendio, como no la tenía que hubiera desaparecido el viejo ropaje de cristianar que utilizaba Whitfield. Llegamos entonces a casa. Mamá se había marchado con tantas prisas que la lámpara se quedó encendida, y vimos a papá en donde estaba, en medio de un charco, chorreando, con un corte en el cogote, donde se le reventó el barril, con el agua mezclada con la sangre chorreándole hasta la cintura.

—Quítate esa ropa, que estás empapado —dijo mamá.

—No sé si sí o si no —dijo papá—. Se me ha notificado públicamente que no soy quién para tratar con esos blancos, así que públicamente notifico a los blancos y a los metodistas también que no son quiénes para tratar conmigo, y que el demonio se lleve al que vaya el último.

Pero mamá ni siquiera le hizo caso. Cuando volvió con una palangana llena de agua y una toalla y el frasco de linimento, papá ya se había puesto la camisa de dormir.

—Tampoco quiero nada de eso —dijo—. Si no valía la pena reventarme la cabeza, tampoco vale la pena ponerme un parche.

Pero ella no le hizo ningún caso tampoco en eso. Le lavó la cabeza y se la secó y le puso el vendaje y salió, y papá fue a acostarse.

—Pásame el rape, después sales y me dejas en paz —dijo.

Pero no me dio tiempo a hacerlo cuando volvió mamá. Le trajo un vaso de ponche caliente y se acercó a la cama, y papá volvió la cabeza y se quedó mirándolo.

—¿Qué es eso? —dijo.

Pero mamá nunca le llegó a contestar, y se sentó en la cama y soltó un suspiro largo y estremecido que oímos todos, y pasado un minuto tanteó con la mano buscando el ponche y se quedó con él en la mano, respirando hondo, antes de darle un buen sorbo.

—Por Dios que digo que si él y todos los demás juntos creen que me van a impedir arrimar el hombro en mi propia iglesia y trabajar en ella como el que más, mejor que sea otro quien lo intente —dio otro sorbo del ponche. Y luego dio un trago largo—. Pirómano —dijo—. Unidades de trabajo. Unidades de perro. Por Dios que... ¡vaya diíta que llevo!

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Los altos[4]

 

 

 

 

Pasaron por delante del oscuro edificio de la desmotadora de algodón. Vieron al cabo la casa con las luces encendidas y el otro coche, el coupé del médico, detenerse entonces a la entrada, y oyeron los aullidos y ladridos del sabueso.

—Ya hemos llegado —dijo el viejo, el ayudante del fiscal del distrito.

—¿Y ese otro coche? ¿De quién es? —preguntó el joven, el forastero, el inspector estatal de la oficina de reclutamiento obligatorio.

—Del doctor Schofield —dijo el ayudante del fiscal—. Cuando le llamé por teléfono para anunciar que veníamos, Lee McCallum me pidió que le dijera que acudiese cuanto antes.

—¿Me está diciendo que usted les avisó? —dijo el inspector—. ¿Les llamó por teléfono para decirles con antelación que yo iba a venir con una orden de detención contra esos dos insumisos? ¿Es así como cumple usted las órdenes del Gobierno de Estados Unidos?

El ayudante del fiscal era un hombre magro, limpio, que mascaba tabaco, que había nacido y había vivido toda la vida en el condado.

—Tenía entendido que era su intención detener a esos dos chicos, los McCallum, y llevarlos de vuelta a la ciudad —dijo.

—¡Pues claro que lo era! —dijo el inspector—. Y ahora usted les ha dado aviso, les ha dado una posibilidad de huir. Seguramente haga usted incurrir al estado en un gasto innecesario al tener que emplear al ejército en la persecución de los prófugos. ¿Ha olvidado usted que su juramento y lealtad le obligan a acatar la disciplina?

—No, no lo he olvidado —dijo el ayudante del fiscal—. Pero sepa usted que desde que salimos de Jefferson he intentado decirle algo que no debería usted olvidar. Mucho me temo, sin embargo, que harán falta todos estos McCallum para que se le grabe en la cabeza con toda claridad... Aparque tras el otro coche. Primero, intentemos ver si está muy malherido el que dice estarlo, sea quien sea.

El inspector se detuvo detrás del otro coche, apagó el motor y desconectó los faros.

—Esta gente... —dijo, pero en el acto pensó: «Pero es que este viejo que ya chochea y que no para ni un momento de mascar tabaco en el fondo es uno de ellos, a pesar del orgullo y del honor de su cargo, lo cual bastaría para que fuese de otro modo». Así que no lo dijo en voz alta, y sacó la llave del contacto y salió del coche, y cerró la portezuela con llave y antes aún subió las ventanillas, pensando: «Estas gentes que no saben andarse sin mentiras y que ocultan la propiedad de tierras y casas y negocios para hacerse merecedores de puestos de trabajo de beneficencia,[5] empleos con los que no tienen ninguna intención de cumplir su deber, amparándose en sus derechos constitucionales para no tener que trabajar, y que echan a perder el trabajo mismo con subterfugios transparentes y mezquinos, con tal de hacerse acreedores a un colchón gratis que luego piensan vender a quien sea, que prescindirían incluso del empleo si de ese modo pudieran recibir comida y alojamiento gratuitos en la ciudad, así fuese una ratonera de pordiosero, y que, siendo agricultores, declaran en falso sin ningún empacho, con tal de proveerse de préstamos para comprar simiente que luego no han de sembrar, y que a veces ni siquiera compran, y que reaccionan con ruidosos vituperios cuando encima se les sorprende in fraganti. Y cuando va y resulta que un Gobierno que tantas amenazas aguanta armado de paciencia les pide una sola cosa a cambio de tanta prodigalidad, una sola cosa, y es que anoten sus nombres en una lista de servicio selectivo, van y se niegan en redondo».

El viejo ayudante del fiscal había seguido adelante. El inspector lo siguió, atravesando una recia cancela, sin pintar, en un cercado de listones de madera, por un camino ancho, enladrillado, entre dos hileras de cedros viejos, desastrados, hacia la desordenada sucesión de dependencias, también sin pintar, de una casa de dos plantas en cuyo vestíbulo, abierto, relucía una suave luz de lámpara, y cuya planta baja, según percibió entonces el inspector, era de troncos sin desbastar.

Vio un salón que colmaba la luz de las lámparas más allá de una galería recia y sin pintar, que recorría toda la fachada de troncos, bajo la cual apareció el mismo perro que habían oído ladrar y aullar, un sabueso de gran tamaño, ruidoso, que se cuadró con las cuatro patas igualadas ante ellos, a punto de lanzar un bramido, hasta que una voz masculina le habló desde el interior de la casa. Siguió al ayudante del fiscal al subir las escaleras de la galería. Vio entonces al hombre de pie en la puerta, esperando a que se acercasen, un hombre de unos cuarenta y cinco, alto no, pero sí robusto, con un rostro curtido, sosegado, con manos de jinete, que lo miró una sola vez, con sequedad y con dureza, y que no lo volvió a mirar, pues se dirigió al ayudante del fiscal.

—Qué tal, señor Gombault. Adelante, pase.

—Qué tal, Rafe —dijo el ayudante del fiscal—. ¿Quién es el herido?

—Buddy —dijo el otro—. Resbaló esta tarde y la muela le pilló la pierna.

—¿Es grave? —dijo el ayudante del fiscal.

—A mí me lo parece —dijo el otro—. Por eso mandamos llamar al médico en vez de llevar a Buddy a la ciudad. No hemos podido detener la sangría.

—Lo lamento —dijo el ayudante del fiscal—. Le presento al señor Pearson —una vez más, el inspector se encontró con que el otro lo miraba, los ojos castaños aquietados y corteses en el rostro curtido, la mano que le tendió fuerte, dura, aunque se la estrechase sin fuerza, con frialdad. El ayudante del fiscal seguía hablando—. De Jackson. De la oficina de reclutamiento —y acto seguido añadió, de manera que el inspector no apreciase el menor cambio en su tono de voz—: Tiene una orden de detención contra los muchachos.

El inspector no apreció el menor cambio en ninguna parte. La mano floja se retiró sin más del contacto con la suya, el rostro sosegado no dejó de mirar al ayudante del fiscal.

—¿Quiere decir que hemos declarado la guerra?

—No —dijo el ayudante del fiscal.

—Ésa no es la cuestión, señor McCallum —dijo el inspector—. Lo único que se les había exigido era que se inscribieran en el registro. Era muy probable que sus números no salieran esta vez. Según la ley de la media, era muy probable que no les tocase. Pero es que se han negado a inscribirse en el registro... o, en todo caso, no lo han hecho a su debido tiempo.

—Entiendo —dijo el otro. No estaba mirando al inspector. Éste no hubiera sabido a ciencia cierta si miraba al ayudante del fiscal, aunque sí le habló a él—. ¿Quiere ver a Buddy? El médico está con él.

—Espere —dijo el inspector—. Lamento mucho el accidente de su hermano, pero es que yo... —el ayudante del fiscal lo miró un instante contrayendo las cejas grises e hirsutas y uniéndolas, erizadas, con algo a la vez cortés e impaciente en la mirada, de modo que durante ese instante el inspector percibió en el viejo ayudante del fiscal la misma cualidad que había detectado en la breve mirada que le dedicó el otro. El inspector era un hombre de inteligencia superior a la media; empezaba a tener conciencia de que allí se cocía algo ligeramente distinto a lo que había contado con encontrar. Pero llevaba desde años antes trabajando en obras de beneficencia y amparo de los necesitados, a cargo del Estado, tratando casi en exclusiva con las gentes del campo, así que aún creía que conocía bien a los lugareños. Por eso miró al viejo ayudante del fiscal, pensando: «Sí, está hecho de la misma pasta que estas gentes a pesar del cargo, de la autoridad y la responsabilidad, lo cual tendría que bastar para que fuese de otro modo». Y volvió a pensar: «Estas gentes, estas gentes...»—. Tengo la intención de tomar el tren nocturno de regreso a Jackson —dijo—. Ya tengo hecha la reserva. Cúmplase la orden de detención y así podremos...

—Venga por aquí —dijo el ayudante del fiscal—. Vamos a tener tiempo de sobra.

Así pues, los siguió —otra cosa no pudo hacer— echando chispas y rebullendo por dentro, tratando de recuperar el dominio de sí mismo en el corto trecho del vestíbulo por el que cruzó, para así tener el dominio de la situación, porque se dio cuenta de que si fuese posible dominar la situación a él correspondería dominarla; que si se resolviese el expediente de su partida con los detenidos tendría que ser él, y no el viejo ayudante del fiscal, quien lo llevase a efecto. Había acertado en su suposición. El viejo funcionario, que ya chocheaba, no sólo era en el fondo uno más de aquellos lugareños, sino que aparentemente, para colmo, se había dejado corromper por completo y había retornado a su pereza de antaño, a su indignidad inherente, a su pereza inalterable, por el mero hecho de entrar en la casa. Así que siguió sus pasos por el corredor hasta llegar a un dormitorio, momento en el cual miró en derredor no sólo con asombro, sino también con algo muy semejante al espanto. La habitación era grande, de suelo pelado, sin pintar, y además de la cama constaba tan sólo de una silla o dos, y de alguna otra pieza de mobiliario antiguo. Sin embargo, al inspector le pareció tan llena de hombres tremendos, hechos en el mismo molde que el hombre que los había recibido en la casa, que las propias paredes parecían a punto de combarse. Y pese a todo no eran de gran tamaño, altos no eran, y no era vitalidad, ni era exuberancia, pues no hicieron ningún ruido, limitándose a mirarle en silencio allí donde se quedó, plantado en la puerta, con rostros que ostentaban el sello casi idéntico del parentesco, un hombre delgado, frágil incluso, de cerca de setenta años, ligeramente más alto que los demás, un segundo también de cabellos canos, pero por lo demás idéntico al que los había recibido en la puerta, un tercero de la misma edad que el que los recibió, aunque con algo más de delicadeza en sus facciones y algo trágico y siniestro en esos mismos ojos oscuros; los dos jóvenes de ojos azules, absolutamente idénticos; por último, el hombre de ojos azules que ocupaba la cama, sobre el cual se inclinaba el médico, que podría haber sido cualquier médico de ciudad, con su atildado traje de ciudad, todos ellos vueltos con sosiego, en silencio, a mirarlos a él y al ayudante del fiscal en cuanto entraron. Y más allá del médico vio los pantalones rajados del hombre que ocupaba la cama y vio la pierna expuesta, sanguinolenta, destrozada, y se puso malo sólo de traspasar la puerta y quedar sujeto a las miradas inflexibles, sosegadas, calladas, mientras el ayudante del fiscal se dirigió al hombre que ocupaba la cama, que fumaba una pipa cuya cazoleta estaba hecha con una mazorca y, en la mesilla, una garrafa grande, anticuada, recubierta de mimbre, como la que había usado antaño el abuelo del inspector para guardar el whiskey.

—Bueno, Buddy —dijo el ayudante del fiscal—. Esto tiene mala pinta.

—Sí, y fue mi maldita culpa —dijo el hombre que ocupaba la cama—. Toda enterita ha sido mía. Stuart no dejó de advertirme: con el bastidor que estaba empleando para echar el grano en la muela...

—Eso es verdad —dijo el segundo en edad.

Los otros siguieron sin decir nada. Miraban constantemente y en silencio al inspector, hasta que el ayudante del fiscal se hizo a un lado.

—Éste es el señor Pearson. De Jackson. Tiene una orden de detención contra los chicos.

—¿Para qué? —dijo el hombre desde la cama.

—Para el asunto del reclutamiento, Buddy —dijo el ayudante del fiscal.

—Ahora no estamos en guerra —dijo el hombre desde la cama.

—No —dijo el ayudante del fiscal—. Es una ley nueva. No se han registrado.

—¿Y qué va a hacer con ellos?

—Es una orden de detención. Está firmada, Buddy.

—Eso significa que irán a la cárcel.

—Es una orden de detención —dijo el ayudante del fiscal. El inspector vio entonces que el hombre que ocupaba la cama lo miraba atentamente a la vez que fumaba su pipa.

—Ponme un poco más de whiskey, Jackson —dijo.

—No —dijo el médico—. Ya ha tomado demasiado.

—Ponme un poco más de whiskey, Jackson —dijo el hombre que ocupaba la cama. Siguió fumando su pipa y mirando al inspector—. ¿Y usted dice que viene de parte del Gobierno? —le dijo.

—Sí —dijo el inspector—. Tendrían que haberse registrado. Eso es todo lo que se les había exigido. No lo hicieron —calló de pronto, mientras los siete pares de ojos lo contemplaban y el hombre que ocupaba la cama seguía fumando.

—Hubiéramos seguido estando aquí —dijo el hombre de la cama—. No nos íbamos a largar pitando —volvió la cabeza. Los dos jóvenes estaban uno junto al otro a los pies de la cama.

—Anse, Lucius —dijo.

Al inspector le pareció que respondieron como si fueran uno solo.

—Sí, padre.

—Este caballero ha venido desde Jackson nada menos que para decirnos que el Gobierno os está esperando. Supongo que lo más rápido para alistarse será ir a Memphis. Id arriba y haced el equipaje.

El inspector se sobresaltó y dio un paso al frente.

—¡Un momento! —exclamó.

Pero Jackson, el viejo, le impidió seguir hablando.

—Un momento —dijo también, y en ese momento no miraban al inspector. Estaban mirando al médico—. ¿Y qué hay de su pierna? —dijo Jackson.

—Mírala —dijo el médico—. Poco le ha faltado para amputársela. No hay tiempo que perder, y ahora no se le puede trasladar. Necesitaré que mi enfermera me ayude y necesitaré algo de éter, siempre y cuando no haya tomado ya tanto whiskey que no soporte la anestesia. Uno de ustedes puede ir a la ciudad en mi coche. Llamaré por teléfono...

—¿Éter? —dijo el viejo desde la cama—. ¿Para qué? Acaba de decir que está prácticamente segada. Podría afilar yo uno de los cuchillos de carnicero que tiene Jackson y acabar yo solito, sólo me hace falta un trago, o dos. Adelante. Acaba de una vez.

—No creo que pudiera resistir usted otro shock semejante —dijo el médico—. Lo que dice no lo dice usted. Lo dice el whiskey que ha bebido.

—Y un cuerno —dijo el otro—. Un día, en Francia, íbamos corriendo a través de un trigal cuando vi que la ametralladora barría el trigo sembrado, e intenté saltar la ráfaga como quien salta cuando alguien le sacude con una traviesa de una cerca a la altura de la cintura, aunque no lo conseguí. Me quedé tirado en tierra y cuando empezó a caer la noche aquello sí que dolía, sólo que más o menos entonces algo me dio en la parte de atrás del casco, ¡clang!, como cuando se pega un martillazo en un yunque, así que no me enteré de nada hasta que recuperé el conocimiento. Estábamos un montón de los nuestros apilados como los venados que se desuellan delante de un puesto médico de campaña, sólo que al médico le debió de llevar mucho, mucho tiempo examinarnos uno a uno, a todos, y para entonces aquello sí que dolía que no vea, doctor. Esto de aquí no me ha dolido de veras, lo que se dice dolor de consideración, desde que eché mano de la garrafa. Así que usted siga, doctor, y remate la faena. Si ayuda le hace falta, Stuart y Rafe le podrán echar una mano en lo que sea. Ponme un trago, Jackson.

Esta vez el médico levantó la garrafa y examinó el contenido del licor.

—Aquí falta ya más de un cuarto —dijo—. Si se ha ventilado un cuarto de whiskey desde las cuatro de la tarde, mucho dudo que pueda aguantar la anestesia. ¿Cree que podrá aguantar si termino ahora del todo?

—Sí, doctor. Remate la faena. La he arruinado, mejor será quitarla del todo.

El médico miró en derredor a todos los demás, los rostros idénticos que lo miraban.

—Si lo tuviera en la ciudad, en el hospital, con una enfermera que lo vigilase, seguramente esperaría a que se le pasara el efecto del primer shock y a que el whiskey dejara de hacerle efecto. Pero ahora no se le puede transportar y tampoco puedo detener la hemorragia, y aun cuando tuviera aquí éter o un anestésico local...

—Y un cuerno —dijo el hombre que ocupaba la cama—. No ha hecho Dios mejor anestésico local o general ni ha hecho mejor consuelo que eso que hay en la garrafa. Y la pierna no es de Jackson ni de Stuart ni de Rafe ni de Lee. Es mía. Esto es culpa mía; lo empecé yo, así que digo yo que lo puedo terminar cortándola como la quiera cortar.

Pero el médico aún estaba mirando a Jackson.

—En fin, señor McCallum —dijo—. Usted es el de mayor edad.

Pero fue Stuart quien respondió.

—Sí —dijo—. Termine de una vez. ¿Qué necesita? Supongo que agua caliente.

—Sí —dijo el médico—. Sábanas limpias. ¿Tenemos una mesa grande que se pueda traer aquí?

—La mesa de la cocina —dijo el hombre que los había recibido cuando llegaron—. Entre yo y los chicos...

—Un momento —dijo el hombre desde la cama—. Los chicos no van a tener tiempo de ayudar —los volvió a mirar—. Anse, Lucius —dijo. De nuevo le pareció al inspector que respondían como si fueran uno solo.

—Sí, padre.

—Este caballero de allá empieza a impacientarse. Más valdrá que os pongáis en camino. Ahora que lo pienso, no necesitáis equipaje. En un día o dos os darán los uniformes. Llevaos el camión. No habrá quien os lleve hasta Memphis y traiga el camión de vuelta, así que lo dejáis en la Compañía de Piensos Gayoso hasta que podamos mandar a alguien a recogerlo. Me gustaría que os alistarais en el viejo Sexto Regimiento de Infantería, que era el mío. Pero supongo que eso es demasiado esperar, así que os tendréis que conformar con estar en el regimiento al que os destinen. Seguramente no importará mucho. A mí el Gobierno me trató bien en mis tiempos, y hará lo propio con vosotros ahora. Os alistáis en donde os digan, en donde os necesiten, y obedecéis a vuestros sargentos y oficiales hasta entender cómo tiene que ser un soldado. Obedecedles, pero no os olvidéis de quiénes sois, y no aceptéis nada de nadie. Ahora ya os podéis marchar.

—¡Espere! ¡Un momento! —dijo el inspector de nuevo a voz en grito; de nuevo dio un respingo y fue a ocupar el centro de la habitación—. ¡Protesto! Lamento mucho el accidente del señor McCallum. Lamento mucho todo esto. Pero esto ya no está en mis manos, como tampoco está en las suyas. La falta de que se les acusa, no haberse inscrito en el registro conforme dicta la ley, ha dado lugar a la correspondiente denuncia, y se ha emitido la correspondiente orden de detención. No es posible evadirse así como así. Es preciso completar el curso previsto de la acción legal antes de que se pueda dar ningún otro paso. Tendrían que haber pensado en esto cuando los chicos no acudieron a inscribirse. Si el señor Gombault se niega a dar cumplimiento a la orden, yo mismo me encargaré de que se cumpla y me llevaré conmigo a estos hombres a Jefferson para que respondan a la denuncia que se ha cursado. Y debo advertir al señor Gombault, debo avisarle de que se le convocará por despreciar la ley.

El ayudante del fiscal se dio la vuelta, las cejas boscosas de nuevo erizadas e hirsutas, y habló con el inspector como si fuera un niño.

—¿Usted aún no se ha dado cuenta de que ni usted ni yo iremos a ninguna parte durante un buen rato?

—¿Cómo? —exclamó el inspector. Miró los rostros graves que una vez más lo contemplaban con distanciamiento, con aire especulador—. ¿Esto es una amenaza? —exclamó.

—Oiga, aquí nadie le está haciendo lo que se dice ningún caso —dijo el ayudante del fiscal—. Ahora, cállese un rato, estese callado un rato y ya verá como no pasa nada y dentro de un rato podemos volver a la ciudad.

Y se volvió a detener y quedó quieto mientras los rostros graves y contemplativos de los demás lo libraron una vez más de esa mirada impersonal e insoportable, y vio a los dos jóvenes acercarse a la cama e inclinarse y besar uno por uno al padre, en la boca, y darse la vuelta como un solo hombre y salir de la habitación, pasando por delante de él sin mirarlo siquiera. Y sentado en el vestíbulo, a la luz de las lámparas, junto al viejo ayudante del fiscal, cerrada ya la puerta de la habitación, oyó arrancar el camión, lo oyó meter marcha atrás, doblar y salir por la carretera, y oyó morir el ruido del motor a lo lejos, cesar, dejar la noche aquietada y calurosa —el veranillo indio en Mississippi— llena de los últimos y estrepitosos cantos de las cigarras del verano, como si también éstas, a su manera, estuvieran al tanto de la inminencia del frío, de la llegada próxima de la estación del frío y de la muerte.

—Me acuerdo del viejo Anse —dijo el ayudante del fiscal con placidez, con tono de conversador curtido, un tono como el que emplea un adulto al dirigirse a un niño que no conoce—. Lleva ya quince o dieciséis años muerto. Tenía unos dieciséis cuando estalló la antigua guerra, y fue a pie por todo el camino, hasta Virginia, para tomar parte en ella. Podría haberse alistado y haber combatido aquí mismo, en la puerta de su casa como quien dice, pero su madre era una Carter, así que a él no le iba a servir otra cosa que ir a pie hasta Virginia para combatir allí; fue a pie hasta una tierra que antes jamás había visto y se alistó en el ejército de Stonewall Jackson y fue hasta Chancellorsville, en donde los chicos de Carolina mataron a Jackson de un tiro, por pura equivocación, y así llegó hasta la mañana misma, ya en el 65, en que la caballería de Sheridan bloqueó la ruta que conducía de Appomatox al Valle, por donde podrían haber encontrado la salida ansiada. Y volvió a pie hasta Mississippi justo con lo que llevaba encima cuando marchó también a pie, y se casó a su regreso y construyó la planta baja de esta casa, esta planta hecha con tronco

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