Miedo a volar

Erica Jong

Fragmento

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¡Ay, el amor de las mujeres! Sabemos

que es algo encantador y algo temible.

Todo a esa suerte lo echan, y si pierden

nada la vida tiene ya que darles

excepto burlas del pasado.

Como el salto del tigre es su venganza:

mortal, rauda, aplastante. Su tortura

es tan real que lo que ellas infligen lo sufren.

Tienen razón. El hombre es a menudo muy injusto con el hombre;

con las mujeres lo es siempre. Les une

un único vínculo: solo confían en la perfidia.

Enséñales a disimular. Sus corazones, rotos, desesperan

sobre su ídolo, hasta que una lujuria más ardiente

las compra en matrimonio… ¿Y qué queda luego?

Un marido ingrato —un amante infiel más tarde—

y, después, vestidos, hijos, rezos… y se acabó todo.

Algunas toman un amante, otras se dan a la bebida o a las preces,

otras cuidan de su casa, otras se disipan,

algunas se fugan y no hacen más que cambiar de preocupaciones,

perdiendo las ventajas de una posición respetable.

Mas pocos son los cambios que pueden mejorar su suerte

al ser la suya una situación antinatural

desde el palacio aburrido hasta el sucio tugurio.

Y las hay que optan por ser perversas y luego escriben una novela.

LORD BYRON, Don Juan (fragmento)

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1. Hacia el Congreso de los Sueños o la jodienda descremallerada

La bigamia consiste en tener un marido o más.

La monogamia es lo mismo.

ANÓNIMO (una mujer)

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Había ciento diecisiete psicoanalistas en el vuelo de la Pan Am a Viena, y yo había sido paciente por lo menos de seis de ellos. Y me había casado con el séptimo. Solo Dios sabe si era un tributo a la ineptitud de los psicos o a mi propia condición de inanalizable, pero me sentía, si es que algo sentía, más aterrorizada por volar ahora que cuando principié mis aventuras analíticas unos trece años antes.

Mi marido me asió la mano en forma terapéutica en el momento del despegue.

—Cielos… Como el hielo —dijo.

Ya podía conocer los síntomas puesto que me había sostenido la mano en muchos otros vuelos. Mis dedos (de manos y pies) se hielan, el estómago me da un brinco en la caja torácica, la temperatura de la punta de mi nariz desciende al mismo nivel de la temperatura de mis dedos, mis pezones se yerguen y saludan dentro de mi sujetador (o, en este caso, vestido, puesto que no llevaba sujetador), y por un minuto de los de chillar se establece una correspondencia entre mi corazón y el motor mientras intentamos demostrar, una vez más, que las leyes de la aerodinámica no son las endebles supersticiones que, en el fondo de mi corazón, sé que son. Nada importan las diabólicas explicaciones del plano de sustentación que te procura la multilingüe INFORMACIÓN PARA LOS PASAJEROS de la Pan Am, sucede que estoy convencida de que solo mi propia concentración (y la de mi madre, quien parece que siempre espera que sus hijas mueran en un accidente aéreo) mantiene el pájaro en el aire. Me felicito por cada despegue coronado por el éxito, pero no de una manera muy entusiasta porque también forma parte de mi religión personal que, en cuanto uno siente excesiva confianza y se relaja sinceramente respecto al vuelo, el avión se estrella al instante. Mi divisa es vigilancia continua. Un estado de ánimo de precavido optimismo debe prevalecer. De hecho, mi estado de ánimo se puede calificar como precavido pesimismo. Muy bien, me digo, parece que ya no estamos en el suelo sino entre las nubes, pero el peligro no ha pasado. En realidad, esta es la parcela de aire más peligrosa. En este momento mismo nos encontramos sobre la bahía de Jamaica, donde el avión se ladea y da vueltas y desaparece el cartel de «No fumar». Puede muy bien ser el lugar por el que bajemos chillando en centenares de pedazos llameantes. Por lo tanto, sigo concentrándome profundamente, ayudando al piloto (una voz muy tranquilizadora del Medio Oeste llamada Donnelly) a que vuele este puñetero avión de 250 pasajeros. Demos gracias a Dios por su corte de pelo y su acento del centro de los Estados Unidos. Siendo yo neoyorquina, jamás confiaría en un piloto con acento de Nueva York.

Tan pronto como desaparece el cartelito del cinturón de seguridad y la gente empieza a moverse por la cabina, doy una ojeada por el lugar para ver quién se encuentra a bordo. Hay una mamá analista de grandes pechos llamada Rose Schwamm-Lipkin con quien tuve una consulta en fecha reciente acerca de si debía o no abandonar a mi analista de aquel momento (quien, gracias a Dios, no se halla entre nosotros). Está el doctor Thomas Frommer, el muy áspero y teutónico experto en Anorexia Nervosa, que era el analista de mi primer marido. El bondadoso y rotundo doctor Arthur Feet, Jr., el tercer (y último) analista de mi amiga Pia. Está el autoritario y diminuto doctor Raymond Schrift, que está llamando a una rubia azafata («Nanci») como si la chica fuera un taxi. (Vi al doctor Schrift a lo largo de un memorable año, cuando yo contaba catorce y me mataba de hambre como penitencia por haber estado metiéndome el dedo en el sofá del salón de mis padres. Insistía en que el caballo en el que soñaba era mi padre y que tendría de nuevo mis periodos con solo «acceptar que era una moojer».) Aquí se encuentra sonriente el calvo doctor Harvey Smucker, a quien consulté cuando mi primer marido decidió que era Jesucristo y empezó con amenazas de andar sobre las aguas del lago de Central Park. Está el petimetre doctor Ernest Klumpner, como hecho a la medida, el supuesto «teórico brillante» cuyo último libro es un estudio psicoanalítico de John Knox. Está el doctor Stanton Rappoport-Rosen, con su barba negra, quien en fecha reciente ha conseguido notoriedad en los círculos analíticos neoyorquinos al trasladarse a vivir a Denver y ensanchar el campo de sus actividades dentro de algo denominado «Grupo de Esquí Terapia Todoterreno». Está el doctor Arnold Aaronson pretendiendo jugar al ajedrez en un tablero magnético con su flamante esposa (que fue paciente suya hasta el año pasado), la cantante Judy Rose. Ambos miran a hurtadillas para ver si alguien les observa… y, por un momento, mis ojos se encuentran con los de Judy Rose. Judy Rose se hizo famosa en los años cincuenta al grabar una serie de baladas satíricas acerca de la vida pseudointelectual de Nueva York. Con una voz quejumbrosa y deliberadamente falta de musicalidad, cantó la saga de una muchacha judía que seguía un curso en la New School, leía la Biblia por su prosa, comentaba a Martin Buber en la cama y se enamoraba de su psicoanalista. Ahora se ha convertido en el personaje que creó.

Además de los anali

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