El cuerpo eléctrico

Jordi Soler

Fragmento

El cuerpo eléctrico

Más que encontrarme con la historia de Cristino Lobatón, me tropecé con ella. Acababa de hablar sobre una de mis novelas en un auditorio de la Universidad de Filadelfia cuando Lilian Richardson, la profesora que me había invitado, animada por el dato de que yo había nacido en Veracruz, me llevó a la biblioteca, a la sección de manuscritos, y me enseñó un documento de cuatrocientos doce folios escritos en español con una tupida caligrafía en tinta negra y un título sonoro y misterioso: “El cuerpo eléctrico”.

Me dejé llevar por cortesía, porque Lilian había sido muy amable conmigo y era evidente que aquello que quería enseñarme le parecía importante. Este hombre era veracruzano como tú, me dijo, y también era escritor, aunque su prioridad era hacer dinero, volverse rico, matizó con un poco de malicia.

Los folios de “El cuerpo eléctrico” tenían un gramaje propio del siglo XIX y esto hacía que el manuscrito pareciera mucho más grueso de lo que era en realidad. ¿Puedo tocarlo?, pregunté, porque estaba dentro de una caja de plástico y parecía una delicada pieza de museo, de esas que se desintegran al contacto con los dedos. No es tan antiguo, dijo Lilian sonriendo, no tiene ni ciento cincuenta años. Y no solo puedes tocarlo, también leerlo, añadió. Yo acababa de hablar durante dos horas en un auditorio y lo que me apetecía era salir de la universidad y sentarme en un bar a beberme un par de cervezas, pero, por no decepcionar a mi anfitriona, y también porque algo de curiosidad empezaba a sentir, comencé a pasar las páginas y a leer párrafos aleatoriamente, mientras Lilian me contaba a grandes trazos la historia de Cristino Lobatón, su fructífera relación profesional con una liliputiense mexicana, Lucía Zárate, que se convirtió en la vedet más importante de Estados Unidos a finales del siglo XIX, y de la estrambótica sociedad que formó con P. T. Barnum, el amo del freak show. Cinco minutos más tarde la historia de mi paisano que se había convertido en uno de los hombres más ricos de aquel país había logrado interesarme, tanto que le pedí a Lilian que me dejara leer el manuscrito con calma y tomar notas. Te lo pondré más fácil, dijo ella, te doy una copia y te la llevas, y a ver si se te ocurre hacer algo, escribir un artículo, un ensayo largo, no lo sé. Luego me explicó que a la sección de manuscritos, que no era precisamente la más popular de la biblioteca, siempre le iba bien que un escritor se interesara por algún volumen, y sobre todo que escribiera algo porque eso atraía siempre lectores. Y después añadió: no pasa lo mismo cuando el que escribe es un académico, los académicos solo nos leemos entre nosotros. ¿Y cómo fue que llegó aquí este manuscrito?, pregunté. Lilian me explicó que la Universidad de Filadelfia se había inaugurado en 1884, dos años antes de que la liliputiense mexicana fuera noticia en todos los periódicos, y de que Cristino Lobatón, su manager, llamara poderosamente la atención del mundo empresarial. Lobatón era uno de los hombres a seguir por todos los que querían hacer fortuna y, consecuentemente, era materia viva para estudiar en la universidad. En esa época Estados Unidos estaba en plena gestación y la riqueza de ciertos individuos se veía como la célula, como la primera piedra del poderío económico que terminaría impulsando al país. En medio del ajetreo que suponía gestionar la carrera meteórica de la liliputiense mexicana y del tiempo que exigía la dirección de una nueva empresa que empezaba a dejarle ganancias estratosféricas, Lobatón encontró un hueco para ir a dar una conferencia a la universidad, de la que se conserva la glosa que hizo el profesor que lo invitó. Conforme mi anfitriona hablaba yo iba sintiendo que un hechizo iba cayendo sobre mí, empezaba a sentirme embrujado por esa historia que Lilian me había puesto enfrente para que me tropezara, para que interrumpiera ese año sabático en el que me había prometido no escribir ni una sola línea de ficción; la escritura de mi última novela me había dejado agotado y quería pasar un tiempo ganándome la vida de otra forma, dando charlas, escribiendo en periódicos, incluso había pensado revivir el viejo proyecto de regresar a mis programas de radio. Pero mientras Lilian me contaba a grandes trazos la increíble aventura de Cristino Lobatón, yo iba viendo cómo mi año sabático se desmoronaba.

El profesor Cosgrove, que fue quien invitó a dar aquella conferencia a Cristino Lobatón, estableció cierta relación epistolar con él, una breve serie de cartas esporádicas cuyo voluminoso punto final era un paquete fechado en Omaha en noviembre de 1890; ahí le cuenta Lobatón a Cosgrove, en un inglés impecable, que como calculaba que su vida a partir de entonces iba a ser a salto de mata, le enviaba, con la carta, el manuscrito de cuatrocientos doce folios, un paquete de fotografías, otro de cartas y documentos varios, y treinta y cinco bitácoras, una suerte de diarios en los que iba anotando cuentas, fechas y acontecimientos importantes, proyectos, notas sobre su quehacer y reflexiones sobre su vida personal. El profesor Cosgrove no leía en español, pero sospechaba que aquella documentación era importante, así que la depositó en la biblioteca. Esa es la historia, me dijo Lilian. ¿Qué te parece?, preguntó divertida, porque mi cara de asombro lo decía todo. ¿Y por qué Cosgrove no hizo traducir los documentos si Lobatón era un empresario tan importante?, pregunté. Lo ignoro, respondió Lilian, de Cosgrove sabemos que dejó la universidad ese mismo año, era un hombre mayor, quizá ya no tenía energía para desentrañar la vida del empresario mexicano, o también puede ser que Lobatón no fuera una prioridad, se trataba de un hombre importante pero había otros, el mismo P. T. Barnum, para no ir más lejos, que también estuvo como invitado en la universidad. Además no podemos soslayar que Lobatón era extranjero y que en esa época de gestación nacional interesaban mucho más los héroes locales, añadió Lilian y después me quitó el manuscrito de las manos y me enseñó el sello que tenía detrás, en la última página, ya un poco borroso pero perfectamente legible: U. S. MAIL. OMAHA.

Esa misma tarde leí con una avidez enfermiza el manuscrito de Cristino Lobatón, era un relato caótico y desordenado que, sin embargo, tenía un inequívoco ímpetu narrativo. No se trataba de la obra de un escritor, como había apuntado Lilian, más bien era una sucesión de anécdotas que alguien con oficio tendría que ponerse a reescribir, una serie de episodios cuyo género era claramente autobiográfico. Era un libro incompleto de memorias que terminaba súbitamente, daba la impresión de que el autor se había aburrido de escribirlas, o quizá lo había desalentado el desorden narrativo, que en ciertas zonas del manuscrito era incontrolable.

Al terminar, hice una investigación en Google, porque de pronto había tenido la impresión de que se trataba de una historia inventada. No solo encontré información, también fotografías de Lucía Zárate, la liliputiense mexicana cuyo éxito arrollador fue el principio de la fortuna de Cristino Lobatón. Dediqué los siguientes días a coleccionar notas de la hemeroteca, algun

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