La tentación de lo imposible

Mario Vargas Llosa

Fragmento

Victor Hugo oceano

Victor Hugo, océano

El invierno, en el internado del Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima, ese año de 1950, era húmedo y ceniza, la rutina atontadora y la vida algo infeliz. Las aventuras de Jean Valjean, la obstinación de sabueso de Javert, la simpatía de Gavroche, el heroísmo de Enjolras, borraban la hostilidad del mundo y mudaban la depresión en entusiasmo en esas horas de lectura robadas a las clases y a la instrucción, que me trasladaban a un universo de flamígeros extremos en la desdicha, en el amor, en el coraje, en la alegría, en la vileza. La revolución, la santidad, el sacrificio, la cárcel, el crimen, hombres superhombres, vírgenes o putas, santas o perversas, una humanidad atenta al gesto, a la eufonía, a la metáfora. Era un gran refugio huir allí: la vida espléndida de la ficción daba fuerzas para soportar la vida verdadera. Pero la riqueza de la literatura hacía también que la realidad real se empobreciera.

¿Quién fue Victor Hugo? Después de haber pasado los dos últimos años sumergido en cuerpo y alma en sus libros y en su época, ahora sé que no lo sabré nunca. Jean-Marc Hovasse, el más meticuloso de sus biógrafos hasta la fecha —su biografía está aún inconclusa—, ha calculado que un apasionado bibliógrafo del bardo romántico, leyendo catorce horas diarias, tardaría unos veinte años en agotar sólo los libros dedicados al autor de Los Miserables que se hallan en la Biblioteca Nacional de París. Porque Victor Hugo es, después de Shakespeare, el autor occidental que ha generado más estudios literarios, análisis filológicos, ediciones críticas, biografías, traducciones y adaptaciones de sus obras en los cinco continentes.

¿Cuánto tardaría aquel titánico lector en leer las obras completas del propio Victor Hugo, incluyendo los millares de cartas, apuntes, papeles y borradores todavía inéditos que pululan por las bibliotecas públicas y privadas y los anticuarios de medio mundo? No menos de diez años, siempre y cuando esa lectura fuera su única y obsesiva dedicación en la vida. La fecundidad del poeta y dramaturgo emblemático del romanticismo en Francia produce vértigo a quien se asoma a ese universo sin fondo. Su precocidad fue tan notable como su capacidad de trabajo y esa terrible facilidad con que las rimas, las imágenes, las antítesis, los hallazgos geniales y las cursilerías más sonoras salían de su pluma. Antes de cumplir quince años había escrito ya millares de versos, una ópera cómica, el melodrama en prosa Inez de Castro, el borrador de una tragedia en cinco actos (en verso) Athélie ou les Scandinaves, el poema épico Le Déluge y bosquejado centenares de dibujos. En una revista que editó de adolescente con sus hermanos Abel y Eugène y que duró apenas año y medio, publicó 112 artículos y 22 poemas. Mantuvo este ritmo enloquecido a lo largo de esa larga vida —1802-1885— que abraza casi todo el siglo XIX y dejó a la posteridad una montaña tal de escritos que, sin duda, nadie ha leído ni leerá nunca de principio a fin.

Parecería que la vida de alguien que generó toneladas de papel borroneadas de tinta fuera la de un monje laborioso y sedentario, confinado los días y los años en su escritorio y sin levantar la cabeza del tablero donde su mano incansable fatigaba las plumas y vaciaba los tinteros. Pero no, lo extraordinario es que Victor Hugo hizo en la vida casi tantas cosas como las que su imaginación y su palabra fantasearon, pues tuvo una de las más ricas y aventureras existencias de su tiempo, en el que se zambulló a manos llenas, arreglándoselas siempre con olfato genial para estar en el centro de la historia viva como protagonista o testigo de excepción. Sólo su vida amorosa es tan intensa y variada que causa asombro (y cierta envidia, claro está). Llegó virgen a su matrimonio con Adèle Foucher, a los veinte años, pero desde la misma noche de bodas comenzó a recuperar el tiempo perdido. En los muchos años que le quedaban perpetró innumerables proezas amorosas con imparcialidad democrática, pues se acostaba con damas de toda condición —de marquesas a sirvientas, con una cierta preferencia por estas últimas en sus años provectos— y sus biógrafos, esos voyeurs, han descubierto que pocas semanas antes de morir, a sus 83 años, escapó de su casa para hacer el amor con una antigua camarera de su amante perenne, Juliette Drouet.

No sólo alternó con toda clase de seres vivientes, aguijoneado como estaba siempre por una curiosidad universal hacia todo y hacia todos; acaso el más allá, la trascendencia, Dios, lo preocuparon todavía más que las criaturas de este mundo, y sin ánimo humorístico se puede decir de este escritor con los pies tan bien asentados en la tierra y en la carne, que, más todavía que poeta, dramaturgo, narrador, profeta, dibujante y pintor, llegó a creerse un teólogo, un vidente, un develador de los misterios del trasmundo, de los designios más recónditos del Ser Supremo y su magna obra, que según él no es la creación y redención del hombre, sino el perdón de Satán. En su intención, Los Miserables no fue una novela de aventuras, sino un tratado religioso.

Su comercio con el más allá tuvo una etapa entre truculenta y cómica, todavía mal estudiada: por dos años y medio practicó el espiritismo, en su casa de Marine Terrace, en Jersey, donde pasó parte de sus diecinueve años de exilio. Al parecer, lo inició en estas prácticas una médium parisina, Delphine de Girardin, que vino a pasar unos días con la familia Hugo en esa isla del Canal. La señora Girardin compró una mesa apropiada —redonda y de tres patas— en Saint-Hélier, y la primera sesión tuvo lugar la noche del 11 de septiembre de 1853. Luego de una espera de tres cuartos de hora, compareció Leopoldine, la hija de Victor Hugo fallecida en un naufragio. Desde entonces y hasta diciembre de 1854 se celebraron en Marine Terrace innumerables sesiones —asistían a ellas, además del poeta, su esposa Adèle, sus hijos Charles y Adèle y amigos o vecinos— en las que Victor Hugo tuvo ocasión de conversar con Jesucristo, Mahoma, Josué, Lutero, Shakespeare, Molière, Dante, Aristóteles, Platón, Galileo, Luis XVI, Isaías, Napoleón (el grande) y otras celebridades. También con animales míticos y bíblicos como el León de Androcles, la Burra de Balam y la Paloma del Arca de Noé. Y entes abstractos como la Crítica y la Idea. Esta última resultó ser vegetariana y manifestó una pasión que encantaría a los fanáticos del Frente de Defensa Animal, a juzgar por ciertas afirmaciones que comunicó a los espiritistas valiéndose de la copa de cristal y las letras del alfabeto: «La gula es un crimen. Un paté de hígado es una infamia... La muerte de un animal es tan inadmisible como el suicidio del hombre».

Los espíritus manifestaban su presencia haciendo saltar y vibrar las patas de la mesa. Una vez identificada la visita trascendente, comenzaba el diálogo. Las respuestas del espíritu eran golpecillos que correspondían a las letras del alfabeto (los aparecidos sólo

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