La épica del corazón

Nélida Piñon

Fragmento

libro-3

Heródoto y la aprendiz Nélida

Ausculto el arte y constato que, para existir, se cobra excesos, clamores, confidencias. No disimula la intimidad que pueda haber entre los cuerpos. A veces, suplica que se profundice en las emociones, que no se resguarden, que revelen el grado de soledad de cada uno.

En el ejercicio de mi oficio de narradora establezco condiciones estéticas variadas, pautas, artificios, lo que asienta los fundamentos capaces de asegurar la dimensión de la vena creadora. Una práctica que, a fin de cuentas, permite irradiar en cada página una punzante y dolorosa sabiduría.

Como narradora vivo bajo el signo de la farsa que rige el espíritu inventivo. Soy una afiliada a la ficción que concibe categorías al servicio de los personajes. Sé que, con trazos nerviosos, el Brasil de Machado de Assis se pregunta si su personaje Capitu fue infiel o no al marido. Una cuestión nacional que socava la credibilidad de Bentinho, avaro y mezquino, quien, ocupado con el veneno de la venganza y la soledad, reproduce en Don Casmurro su furia inhóspita.

No hay narrativa inocente. Esta avanza por los meandros de la mentira, de la ambigüedad, de los subterfugios; cuenta con el conocimiento limitado que autor y personajes tienen de sí mismos. Con todo, es menester mencionar el corazón. Así, el autor que pretenda luchar contra el modelo humano corre el riesgo de violar los mejores impulsos del arte, de volverse obsoleto y limitado. Por tanto, fuera de la utopía del arte, fallece su autoridad para hablar de la controvertida modernidad de la creación. Solo dentro del marco literario, al servicio de las órdenes del autor, subsiste su arte. La narrativa es su nido natural. Al menos así lo insinuó Emma Bovary, la provinciana mujer francesa inmortalizada por Flaubert.

El escritor, sin embargo, al anidarse en el propio espíritu creador, tiene el propósito de rescatar de los escondrijos de la memoria y de la conciencia la materia con la que dar vida al personaje. Cuenta a su favor con los sentimientos que rugen al ritmo de las palabras para enfrentarse a las miserias y las urgencias de un cuadro social distorsionado. ¿Acaso no le corresponde a la magia del arte revertir un cuadro cruel que oprime lo humano? ¿Y arrancar de los reductos sagrados, de la zona que tiene el inconsciente como guardián, los símbolos, las metáforas, las alegorías que garanticen que lo humano es una trampilla donde flotan las palabras al son de las cuerdas de un violín estridente?

La vida, en conjunto, confluye en la dimensión de la escritura, donde todo desagua. La aventura de narrar bajo el signo de lo estético integra tradición y modernidad, rectifica la construcción literaria que está en curso. El mismo acto de narrar orienta el camino del arte que se origina del caos, de las emociones incontenibles, de la materia arqueológica que nos constituye, mientras se va cobrando del horizonte el gigantesco fresco cuya continuidad milenaria afianza el oficio de contar historias propiamente dicho.

A su alrededor, los narradores, que somos nosotros, aseguran que nos lleguen intactas las evidencias narrativas del pasado por medio de las cuales recuperamos los rastros de civilización que se han abandonado, o incluso olvidado. Y eso gracias al rebaño humano formado por los aedos, los poetas de la memoria, los autores de los códices milenarios, los amautas incas, los chamanes, los nómadas, los goliardos, los profetas del desierto, los peregrinos de Jerusalén, los oráculos, con Delfos a la vanguardia. Los seres que a lo largo de los siglos han cedido el material épico con el que se recuperan la verdad narrativa y la génesis humana.

La voz de Homero resuena aún hoy entre nosotros. Su timbre ampara la creación, confirma la sucesión del curso emprendido por el vuelo de la narrativa para asegurarse de que en este arte no haya rupturas, hiatos, expurgaciones, selecciones autoritarias. Y de que prosiga la creencia de que por detrás del arte se halla la ruta del misterio.

El conjunto narrativo con que contamos especula sobre la sustancia sanguínea y onírica que nos ha forjado a lo largo de las eras. Registra la existencia de una saga cuyos ruidosos personajes atienden nuestra llamada con el ansia, quizás, de conmover el insensible corazón de los hombres.

Al fin y al cabo, los temas a nuestro alcance son recurrentes. Con el pretexto de dar densidad narrativa a lo que se crea, el autor acude a la escena arcaica e igualmente contemporánea. Todo le sirve de base para que la codicia narrativa invente, o reconozca, los seres legendarios que gracias a su persuasión arquetípica todavía están presentes en nosotros, comen a nuestra mesa. Son arquetipos que Joyce utilizó en Ulises, Victor Hugo recuperó en París, Hamlet hizo deambular por el palacio de Elsinor, Freud analizó. Son hidras cuyas cabezas, aunque amputadas, prontamente se regeneran. Arquetipos que sobreviven en el sótano de la imaginación colectiva y que identifican lo arcaico de otrora que persiste en nosotros.

Somos lo que esos personajes fueron en el pasado. La tragedia griega, que nos representa, es la síntesis perfecta de la miseria humana. La realidad actual se iguala a la mentira elaborada por el arte de todos los tiempos. Y nuestra biografía adquiere trascendencia cuando los recursos creadores la seleccionan. Así pues, en nuestra conturbada psique se hallan presentes la rebeldía de Antígona, las páginas de Shakespeare, de Cervantes. Esos narradores se adentran en nosotros y saquean nuestra imaginación. En variado diapasón, describen el amanecer y el crepúsculo humano. Sugieren que nuestro drama se siga cobijando en la obra de arte, donde se prorroga lo que se describe literariamente. El simbolismo de Sísifo, por ejemplo, se enlaza con lo cotidiano y nos hace víctimas del mismo enredo. Como consecuencia, la llegada del misterio literario se proyecta en el seno de la cultura, y también en el hogar. Traduce el esplendor y la miseria de lo cotidiano, toda vez que la narrativa intenta esclarecer nuestra presencia en el mundo. De sus gestos creadores se aprehende lo que básicamente es insurgente.

La creación literaria también se ampara en la fábula, que guarda mi memoria y la del mundo. Un legado que bajo el manantial de la invención ha redimensionado lo que hay dentro de cada uno y expulsado lo que constituye una representación existencial. Con todo, la fábula retrata las vidas de los hombres por la mitad. Difícilmente reproduce quiénes somos. Es una trama errante que nos quiere atribuir un origen legendario.

Así pues, heredera de cualquier tipo de fábula, registro aquí pedazos de mí y de los demás, consciente de que, a pesar de estar unidos, formamos un mosaico imperfecto, asimétrico, con el que me resigno. Admito, sin embargo, que la memoria es el único relato fiable. De manera que me toca dejar rastro por donde quiera que vaya. En cada página de mi bosque abandono migas de pan que guíen al lector.

Adicta a las aventuras desde la infancia, investigaba de cerca la perplejidad de los vecinos de Vila Isabel ante la vida y ante cualquier indicio crepuscular. Entre juegos callejeros o en el patio de nuestra casa de la Rua Dona Maria, número 72, me percaté de que de nada servía tener un nombre propio y una cara heredada de los genes del padre y de la madre. Era fácil sentirme olvidada, perderme entre la multitud. Así que tuve que esforzarme por existir; aunque ahora mi nombre conste e

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