Un libro de mártires americanos

Joyce Carol Oates

Fragmento

libro-4

Muskegee Falls, Ohio

Di una sola palabra y mi alma será salva[1].

El Señor me dio la orden. En todo lo acontecido no vaciló su mano.

Se oyeron gritos:

—¡Atrás!

Apunté en primer lugar a Voorhees. El médico abortista dijo con voz ronca y cortante:

—¡Atrás! ¡Baje esa arma!

Y otros gritaron:

—¡No! ¡No!

El Señor ejecutó mis movimientos tan deprisa que los ojos del enemigo ni siquiera tuvieron tiempo de reflejar miedo o alarma. No manifestaron terror alguno, tan solo sorpresa pura y simple. Al avanzar por la entrada para automóviles tras la estela de la furgoneta Dodge de los abortistas con el arma apoyada ya en el hombro y los cañones alzados, hubo muchos que me miraron con asombro y sobrecogidos porque a los manifestantes se les había prohibido expresamente congregarse allí, al igual que desde hacía varios años se nos había prohibido presentarnos con nuestras pancartas o incluso rezar en el patio delante del Centro para Mujeres de Broome County; sin embargo allí estaba uno de nosotros, un soldado del Ejército de Dios, y del que algunos sabían que era Luther Dunphy, quien, desobedeciendo audazmente aquella prohibición, superó la barrera y sin la menor vacilación siguió a la furgoneta por la entrada para coches más deprisa de lo que nadie esperaría de un hombre de su tamaño.

¡Dios guía mi mano! Dios no permitirá que fracase.

El enemigo conocido como Augustus Voorhees acababa de apearse de la furgoneta. Eran las 7.26 de la mañana. El centro para mujeres no empezaba a recibir a su clientela (es decir, muchachas embarazadas y mujeres convencidas de que no deseaban ser madres) hasta las 8.00. Al médico abortista (casi exactamente de mi misma altura, que es un metro ochenta y dos, y de pelo entrecano despeinado muy semejante al mío) se le había ocurrido llegar pronto para evitar así a los manifestantes y entrar por la puerta trasera del centro, pero pecó de insensatez en su astucia, porque la policía de seguridad de Muskegee Falls no solía presentarse hasta las 7.30 (y algunas veces más tarde), y para cuando la llamaran aquella mañana, Voorhees, herido de bala, se habría desangrado ya como un marrano. El abortista no me vio hasta que me encontraba a menos de dos metros tras él, acercándome muy deprisa, y la expresión en el rostro de su acompañante hizo que se volviera con un gesto de total sorpresa y conmoción.

—¡No! ¡Atrás! ¡No…!

Ya en aquel instante apretaba yo el gatillo, los cañones apuntándole por encima del pecho, así que el disparo del primer cañón derribó a Augustus Voorhees y le arrancó la parte inferior de la mandíbula y la garganta, dejando una herida terrible de ver, como si el Señor hubiera mostrado su cólera con un único zarpazo de una garra enorme; porque previsoramente yo había apuntado alto, dado que ignoraba si el asesino abortista llevaba chaleco antibalas. (Más adelante se supo que no se protegía así, desdeñoso del destino que le esperaba.) A pesar de aquel espectáculo, cuando aún resonaba la ensordecedora descarga, el Señor dio firmeza a mis manos mientras con toda tranquilidad encañonaba a su «acompañante» y cómplice, muy cerca ahora, que gritaba «¡No! ¡No! ¡No dispare!» con torpe desesperación mientras trataba de alejarse y se protegía débilmente el cuerpo con brazos y manos; pero aquellas palabras llegaron demasiado tarde, y les hice tan poco caso como a los graznidos de los pájaros de plumas negras agolpados en el cielo invernal sobre nuestras cabezas mientras el segundo disparo le destrozaba la cara y gran parte de la garganta, proyectando hacia atrás su cuerpo ya sin vida al igual que había sucedido con el de Voorhees, también inerte, los dos cadáveres juntos sobre el asfalto, delante de la furgoneta, derramando sangre en abundancia en muy pocos segundos, tal como Dios lo había querido.

Con el éxtasis del Señor recorriéndome los brazos y las manos como si se tratara de electricidad, apenas me impactó el retroceso del arma en el hombro, semejante a la coz de una mula; solo sentí el entumecimiento posterior, y el dolor en lo más hondo del hueso.

—¡Dios se apiade de ti! Que Dios te perdone…

Había preparado aquellas palabras para utilizarlas mientras me inclinaba sobre el pecador caído (porque estaba seguro de que Voorhees moriría impenitente), pero en el momento de pronunciarlas es muy posible que las dijera en voz demasiado baja como para que se oyeran por encima de los gritos y alaridos que resonaban detrás de mí.

Pocas personas habían sido testigos de la ejecución. Era muy temprano y menos de doce los manifestantes reunidos delante del centro médico.

De manera que aquellos segundos pasaron despacio. Porque fue como si Luther Dunphy se hubiera apartado un poco, observando. Lo que vio y lo que oyó le llegó en silencio desde lejos.

Sin perder la calma —porque todo aquello me lo había puesto el Señor delante como en un mapa geológico, sin la confusión de los nombres de un mapa ordinario, tan solo con los relieves del terreno—, deposité con cuidado la Mossberg del calibre doce con dos cañones sobre una pequeña elevación en el asfalto de la entrada para coches, donde dos grietas perpendiculares sugerían (al menos a mis ojos) la Cruz del Señor.

A unos cuatro metros de los caídos y del arma (depositada sobre la Cruz) y en posición perpendicular a la escopeta, me arrodillé.

Entre los caídos y el arma, entre el arma y Luther Dunphy y entre Luther Dunphy y los caídos se podía trazar una línea que estableciera un triángulo de lados (desiguales) con el vértice en la Cruz del Calvario que alguien podría decir que era accidental en el asfalto y que nunca ningún ojo humano habría detectado, de no ser por la intervención del Señor al guiarme.

Soy un hombre grande aunque ya no soy ágil. Me duelen las rodillas con frecuencia, a causa de una incipiente artritis, según dicen. Los huesos de mis caderas y los músculos de la parte inferior de la espalda también me duelen con frecuencia, pero a pesar del dolor nunca me quejo a mi jefe ni a mis compañeros techadores ni dejo traslucir sensación alguna de sufrimiento en el trabajo o en casa (excepto si mi querida esposa lo advierte, ya que no me es posible disimular con ella, dado lo bien que me conoce al cabo de dieciséis años de matrimonio), así que, después de dar muerte al abortista y a su cómplice, tuve buen cuidado de arrodillarme con los brazos en cruz (aunque ya los notaba muy pesados, trémulos e insensibles) para esperar la llegada de la policía de Muskegee.

Dios misericordioso, te encomiendo mi alma. Si es esa tu voluntad, me reuniré contigo en el paraíso antes de que pase esta hora.

Permanecí con la cabeza inclinada, mientras en los ojos, aunque estuvieran cerrados, se me agolpaban las lágrimas. Porque me daba cuenta de que mi vida (mortal) como Luther Dunphy había terminado sobre el asfalto de la entrada para coches del centro para mujeres en aquel segundo día del mes de noviembre de 1999. Mi vida como amante esposo y padre cristiano, y ciudadano corriente de Muskegee Falls, Ohio. Nacido en Sandusky, Ohio, el 6 de marzo de 1960 y dispuesto a morir ya, en aquel lugar, algo que me parecía del todo claro porque precisamente la noche anterior había «leído» la siguiente inscripción en una lápida: Yahvé me lo dio, Yahvé me lo ha

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